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Authors: Henry Hazlitt

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

La economía en una leccion (11 page)

BOOK: La economía en una leccion
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Se me replicará que tales comparaciones son absurdas, porque todos sabemos que los automóviles de hoy no sólo son incomparablemente superiores, en todos los aspectos, a los de 1912, sino que su costo es muy inferior, y que lo mismo ocurre con el aluminio. Es cierto. Pero, ¿por qué no se menciona también el asombroso incremento de la productividad por acre en la agricultura? En el lustro de 1939 a 1943, la producción algodonera en los Estados Unidos fue de 260 libras por acre, contra un promedio de 188 en el quinquenio 1909-1913. Los costos de producción han descendido considerablemente en los productos agrícolas debido a una aplicación más racional de los fertilizantes químicos, a la mejor selección de semillas y al incremento en la mecanización logrado por el tractor de gasolina, las máquinas limpiadoras de grano, las desmotadoras de algodón, etc. «En algunas grandes explotaciones que han sido completamente mecanizadas y se ajustan al sistema de producción en masa se requiere en la actualidad una tercera parte o una quinta parte de la mano de obra empleada pocos años atrás para producir iguales cosechas»
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. Sin embargo, todo esto es ignorado por los paladines de la «paridad» en los precios.

La negativa a universalizar el principio no es la única evidencia de que no se trata de un plan económico tendente al bien público, sino de un mero expediente para subvencionar un interés especial. La misma evidencia se desprende del hecho de que cuando los precios agrícolas superan el nivel de la «paridad» o son forzados a ello por la política gubernamental, no se formula ninguna petición al Congreso por parte del bloque agrario para que tales precios sean reducidos a la «paridad» o para que las subvenciones se disminuyan congruentemente. Trátase de una regla que opera sólo en un sentido.

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Prescindiendo de todas estas consideraciones, volvamos a ocuparnos de la falacia central que especialmente interesa a nuestro estudio. Es decir, del argumento que aboga por una elevación de los precios de los productos agrícolas para que de tal manera el agricultor pueda comprar mayor cantidad de bienes manufacturados, con lo que la industria florecería y a la vez se provocaría el empleo total Naturalmente, no afecta a tal tipo de argumentación el hecho de que el agricultor logre o no la así específicamente denominada «paridad» en los precios.

Todo depende, sin embargo, de cómo se implante la elevación de precios. Si es la consecuencia de una mejora general de la economía, si deriva de una mayor prosperidad mercantil, del incremento de la producción industrial y del poder adquisitivo de los trabajadores de la ciudad —y no de motivaciones de tipo inflacionario—, en tal supuesto significará, sin duda, mayor prosperidad y abundancia, no sólo para los agricultores, sino para todos los estamentos de la población. Ahora bien, lo que ahora se contempla es la elevación de los precios agrícolas provocada por una intervención estatal. Tal finalidad puede alcanzarse de varias maneras. Cabe que los precios se aumenten por simple decreto, procedimiento el menos recomendable. Cabe también que el Gobierno se decida a comprar todos los excedentes agrícolas que le sean ofrecidos al precio de «paridad». Puede que el Estado conceda anticipos reintegrables a los agricultores al objeto de que mantengan sus cosechas fuera del mercado, hasta lograr la deseada «paridad» o incluso un precio más alto. O a través de medidas acordadas por el poder público tendentes a que se restrinja el volumen de las cosechas. Lo corriente es que se obtenga la finalidad perseguida combinando los procedimientos aludidos. Por el momento nos limitaremos a suponer que, sea por un método u otro, el objetivo se alcanza.

¿Qué resultados habremos obtenido? Los agricultores han conseguido precios altos para sus cosechas. Resulta aumentado su «poder adquisitivo». Por el momento gozan de mayor prosperidad y pueden comprar mayor cantidad de productos industriales. Esto es todo lo que ven quienes prestan atención tan sólo a las consecuencias inmediatas de una política destinada a favorecer directamente a un sector determinado de intereses.

Pero se produce también otra consecuencia no menos notable. Supongamos que el bushel de trigo, que en circunstancias normales hubiera sido vendido a un dólar, se eleva por esta política a 1,50 dólares. El agricultor obtiene 50 centavos más por bushel de trigo vendido. Pero el obrero de la ciudad, precisamente a causa de ello, paga 50 centavos más por bushel de trigo, a través de un aumento en el precio del pan. Lo mismo sucede con cualquier otro producto agrícola. Si el agricultor dispone entonces de 50 centavos más para comprar productos industriales, el trabajador urbano dispone precisamente de 50 centavos menos para adquirir los mismos productos. Al hacer balance se comprueba que la industria en general no ha ganado nada. Pierde en las ventas urbanas exactamente lo que gana en las rurales.

Ahora bien, como es natural, se ha producido un cambio en la distribución de tales ventas. No cabe duda que los fabricantes de aperos agrícolas y los comerciantes que sirven pedidos por correo aumentan sus negocios. Pero los almacenes que viven de una clientela urbana ven mermados los suyos.

La cuestión, sin embargo, no termina aquí. Tal política conduce no ya a la falta de una ganancia neta, sino a una pérdida neta. Porque no significa tan sólo la mera transferencia del poder adquisitivo de los consumidores urbanos, o del contribuyente en general, o de ambos, al agricultor. En realidad, implica una restricción forzada de la producción agrícola, al objeto de provocar una elevación en el precio de sus productos. Esto supone una destrucción de riqueza. Significa una merma de alimentos para el consumo. La forma como la destrucción se lleve a cabo dependerá del procedimiento que se adopte para elevar los precios. Puede suponer la destrucción física de lo ya producido como cuando se quemaba café en Brasil. Puede implicar una restricción forzosa de la superficie cultivada como ocurrió en el plan que impuso la ley norteamericana de Ordenación Agraria (AAA.)
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. Cuando abordemos en toda su amplitud el tema de los controles estatales sobre mercancías, examinaremos los efectos de algunos de estos métodos.

Podemos, sin embargo, dejar bien sentado, de momento, que cuando el agricultor reduce la producción de trigo para obtener la deseada «paridad», posiblemente conseguirá un precio más alto por bushel, pero produce y vende menos bushels. En consecuencia, sus ingresos no se incrementan en proporción al alza de los precios. Incluso algunos de los defensores de los precios de «paridad» lo reconocen, pero utilizan el argumento para continuar insistiendo en la «renta de paridad» para los agricultores. Ahora bien, esto sólo puede lograrse mediante un subsidio a cargo directamente del contribuyente. En otras palabras, para ayudar al agricultor se reduce todavía más el poder adquisitivo de los trabajadores urbanos y de otros sectores de la producción.

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Antes de poner punto final a este tema conviene analizar otro de los argumentos aducidos en favor de los precios de «paridad». Lo esgrimen los más sutiles defensores del principio. «Efectivamente —admiten sin rodeos—, los razonamientos a favor de los precios de paridad carecen de fundamento económico. Tales precios equivalen a la concesión de un privilegio especial. Implican gravamen para el consumidor. Pero, ¿no constituyen también los aranceles un gravamen para el agricultor? ¿No le obligan a pagar un precio más elevado por los productos industriales? Es obvio que no cabe aplicar un arancel compensador sobre los productos agrícolas, por cuanto Norteamérica es un destacado país exportador de excedentes agrícolas. Es, pues, inconcuso que el sistema de paridad de precios representa para el agricultor el equivalente de un arancel protector. Es la única manera justa de nivelar las cosas».

Los agricultores que solicitaban la paridad de precios tenían indudablemente un motivo legítimo de queja. Los aranceles les causaban un gran perjuicio, mayor aún del que ellos suponían. Al reducirse las importaciones industriales por causa de los aranceles, quedaban reducidas también automáticamente las exportaciones agrícolas americanas, ya que se impedía a las naciones extranjeras obtener los dólares necesarios para adquirir nuestros productos agrícolas. Es más, se provocaba la adopción de medidas arancelarias semejantes en otros países, a manera de represalia No obstante, la argumentación aludida anteriormente no resiste el examen. Incide en error incluso en la manera como se exponen los hechos. No existe un arancel general sobre todos los productos «industriales» o sobre todos los productos no agrícolas. Existen muchas industrias dedicadas al consumo interior o a la exportación que carecen de protección arancelaria. Si el trabajador urbano se ve compelido a pagar un precio más elevada por las mantas o abrigos de lana, a causa del arancel ¿se le «compensa» haciéndole pagar más también por sus ropas de algodón y sus alimentos? ¿O simplemente se le roba dos veces?

Nivelémoslo todo, dicen algunos, dando igual «protección» a todos. Pero ello es imposible e impracticable. Incluso suponiendo que el problema tenga solución técnica —un arancel para A, industrial sujeto a la competencia extranjera; una subvención para B, industrial que exporta su producción— sería imposible proteger o subvencionar a todo el mundo igual o «equitativamente». Tendríamos que conceder a todos el mismo porcentaje (¿no sería preferible igual cantidad de dólares?) de subvención o protección arancelaria y nunca podríamos saber con seguridad cuándo estábamos dando doble «protección» a unos grupos o dejando a otros sin su parte.

Pero supongamos que pudiera resolverse este fantástico problema. ¿Qué sentido tendría esa mutua protección? ¿Quién gana, cuando se subvenciona a todos por igual? ¿Dónde está el beneficio, cuando todos estamos perdiendo en forma de impuestos más elevados aquello mismo que ganamos gracias a la protección o al subsidio? Habríamos creado tan sólo un ejército de inútiles burócratas para llevar a cabo el programa, perdiendo la producción el concurso de todos ellos.

Por el contrario, el problema se resolvería sencillamente poniendo fin tanto al sistema de paridad de precios como al arancel protector. Porque su aplicación combinada no nivela nada. Tan sólo significa que A, agricultor, y B, industrial, se benefician a expensas de C, el hombre olvidado.

Una vez más se desvanecen los pretendidos beneficios de un nuevo plan, en cuanto examinamos no sólo sus efectos inmediatos sobre un sector determinado de intereses, sino también sus consecuencias a largo plazo sobre toda la colectividad.

13. LA SALVACIÓN DE LA INDUSTRIA X
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Los pasillos del Congreso hállanse atestados de representantes de la industria X. La industria atraviesa una grave situación. Está al borde de la ruina económica. Hay que salvarla y sólo cabe hacerlo mediante un arancel protector, precios más elevados o concediéndole una subvención estatal. Si se la deja morir, pronto veremos los obreros en la calle. Sus caseros, tenderos, carniceros, comerciantes de tejidos y empresas de espectáculos públicos experimentarán una contracción en sus negocios y la depresión se extenderá en círculos cada vez más amplios. Pero si gracias a la pronta intervención del Congreso, la industria X se salva, entonces, ¡oh milagro!, adquirirá equipo de otras industrias, aumentará el número de personas empleadas, quienes proporcionarán mayores ingresos a los carniceros, panaderos, fabricantes, etc., y ahora una ola de prosperidad se extenderá en círculos crecientes.

Es notorio que lo expuesto constituye únicamente una forma generalizada del caso que acabamos de examinar en el capítulo anterior. Allí, la industria X era la agricultura. Ahora bien, el número de industrias X es infinito. Dos de los ejemplos más notables, en los últimos años, los ofrecen las industrias del carbón y de la plata. Por «salvar la plata» el Congreso provocó un daño inmenso. Uno de los argumentos aducidos en favor del plan de rescate de esta industria fue que constituiría una forma de ayuda económica «al extremo Oriente». Uno de sus resultados reales consistió en provocar la deflación en China, que había mantenido el patrón plata y que se vio forzada a abandonarlo. La Tesorería de los Estados Unidos hubo de adquirir, a precios ridículos, muy por encima del nivel del mercado, montones innecesarios de plata y almacenarla en sus sótanos. Los objetivos políticos esenciales perseguidos por los «senadores de la plata» podrían haberse alcanzado igualmente, con un mínimo de gastos y daño, mediante el pago de un franco subsidio a los propietarios de minas o a sus obreros ahora bien, ni el Congreso ni el país hubieran aprobado nunca un abierto latrocinio de esta especie, de no haber ido acompañado de la superchería ideológica implicada en «la función esencial que la plata desempeña en el sistema monetario nacional».

A fin de salvar la industria del carbón el Congreso aprobó la ley Guffey, que no sólo permitía, sino que obligaba a los propietarios de minas a concertarse para no vender por debajo de ciertos precios mínimos fijados por el Gobierno. Aunque el Congreso había comenzado por fijar «el» precio del carbón, pronto el Gobierno se vio en el caso de establecer ¡350 000 precios diferentes! para el mismo
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, a causa de los distintos tamaños del mineral, los miles de minas existentes, los envíos a miles de puntos de destino distintos, por ferrocarril, camión, barco, gabarras, etcétera. Uno de los efectos de esta tentativa para mantener los precios del carbón por encima del nivel competitivo del mercado fue acelerar la tendencia de los consumidores a sustituir el carbón por otras fuentes de energía o calor, tales como el petróleo, gas natural y fuerza hidroeléctrica.

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Ahora bien, no es nuestro deseo examinar ahora todas las consecuencias que históricamente siguieron a los esfuerzos realizados para salvar determinadas industrias, sino analizar algunas de las principales que necesariamente han de acompañar a los esfuerzos por salvar una industria cualquiera.

Puede argumentarse que ciertas industrias deben ser creadas o protegidas por razones militares. O también que determinada industria hállase al borde de la ruina por tener que soportar unos impuestos o salarios que no guardan proporción con los de otras industrias. O que, tratándose de una empresa concesionaria de servicios públicos, se le obliga a operar con unas tarifas que no le permiten obtener un margen adecuado de beneficios. Tales argumentos pueden o no estar justificados en un caso concreto y su examen no interesa por el momento. Ahora sólo se trata de analizar uno de los argumentos alegados en favor de la salvación de la industria X: el de que si se permite la reducción de su volumen o su final desaparición a causa de las; fuerzas de la libre competencia (que invariablemente los portavoces de turno califican de anárquica, de
laissez faire
, de lucha a muerte, contienda entre lobos ley del más fuerte), arrastrará con ella toda la economía del país, pero que si es mantenida artificialmente, constituirá una ayuda para todos.

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