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Authors: Henry Hazlitt

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

La economía en una leccion (7 page)

BOOK: La economía en una leccion
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Ligada a esta falacia aparece la creencia de que existe en el mundo una cantidad determinada de trabajo que si no podemos incrementar discurriendo procedimientos más absurdos de ejecución, podemos al menos intentar repartir entre el mayor número de gente posible.

Este error se oculta en la minuciosa subdivisión del trabajo sobre la que insisten los sindicatos; en las grandes ciudades y sobre todo en las industrias de la construcción, tal subdivisión se hace más tangible. No se permite a los albañiles emplear mampostería en una chimenea, trabajo que se considera exclusivo de los canteros. Un electricista no puede desmontar un panel y volverlo a instalar para hacer una conexión eléctrica, porque tal trabajo, por sencillo que sea, sólo debe ser efectuado por un carpintero. Un fontanero no puede levantar o reponer una baldosa para eliminar un escape de la ducha; esta tarea concierne a un alicatador.

Los sindicatos mantienen constantemente una furiosa batalla de huelgas «jurisdiccionales» para asegurarse la exclusiva de los trabajos de dudosa asignación. En una declaración recientemente preparada por los ferrocarriles americanos para el «Comité Fiscal y de Procedimiento Administrativo» aparecen innumerables ejemplos en los que la Junta de Regulación de los Ferrocarriles Nacionales había decidido que «todas y cada una de las tareas en el ferrocarril, por insignificantes que sean, tales como hablar por teléfono o montar o desmontar un interruptor, son de tal forma exclusivas de una clase determinada de empleados que si uno de otra clase, en el curso de sus normales obligaciones, realiza tales tareas, no sólo debe percibir por ello, con carácter extraordinario, el salario de un día, sino que, además, los miembros excedentes o en situación de paro de la especialidad destinada a efectuar la operación deben recibir el salario de un día por no haber sido llamados a realizarla».

Es verdad que algunos individuos pueden ser beneficiados a expensas de los demás por esta minuciosa y arbitraria subdivisión del trabajo, siempre que ello ocurra exclusivamente en sus respectivos gremios. Pero los que apoyan esta teoría como práctica general olvidan que su aplicación eleva siempre los costos de producción y que, en definitiva, reduce la demanda de trabajo y los bienes producidos. El propietario de una casa que se ve forzado a emplear dos hombres para realizar el trabajo de uno, proporciona, ciertamente, empleo a un obrero extra. Pero sus disponibilidades económicas quedan menguadas justamente en esa medida, mengua que le impedirá invertir igual cantidad en algo que ocuparía a algún otro operario. Como su cuarto de baño ha sido reparado a un costo doble del normal, decide no comprar un nuevo suéter, como pensaba. El «trabajo» no se ha incrementado, porque un día de empleo de un alicatador innecesario ha supuesto un día de desempleo de un productor de suéteres u operario de máquina. Sin embargo, el propietario de la casa ha resultado perjudicado, porque en lugar de tener reparada la ducha y haber adquirido el suéter, ha de resignarse sólo con lo primero. Y si consideramos el suéter como parte de la riqueza nacional, el país dispondrá de un suéter menos. Ello simboliza el resultado neto del esfuerzo encaminado a crear más trabajo mediante su arbitraria subdivisión.

Pero hay otros sistemas de «extender el trabajo» a los que con frecuencia acuden los portavoces sindicales y los legisla dores. El más utilizado es la propuesta de reducir la semana laboral mediante disposiciones legales. La creencia de que ello «distribuiría más ampliamente el trabajo» y «proporcionaría más empleos» fue una de las principales razones que apoyaron la inclusión en la ley federal sobre reglamentación del horario laboral de la cláusula que sobreprima, a modo de sanción, el trabajo realizado en horas extraordinarias. La anterior legislación de los Estados Unidos, al prohibir el empleo de mujeres y menores durante más de, por ejemplo, cuarenta y ocho horas semanales, se basaba en la convicción de que un número mayor de horas resulta nocivo para la salud y la moral. En parte se apoyaba en la creencia de que el trabajar más horas reduce la eficacia. Pero la inserción en la ley federal de la cláusula que impone a los empresarios la obligación de abonar a sus obreros, con prima del 50 por 100, todas las horas trabajadas que excedan de un total de 40 semanales no se basaba fundamentalmente en el supuesto de que la semana de 45 horas, pongamos por caso, resultaría perjudicial a la salud o a la eficacia en el trabajo. Se incluyó, en parte, con la esperanza de mejorar el ingreso semanal del trabajador, y en parte, con el objeto de desanimar al empresario a mantener regularmente obreros en el trabajo durante más de cuarenta horas semanales, para que de esta forma se viese obligado a emplear obreros adicionales. En el momento en que se escriben estas páginas existen numerosos proyectos para «impedir el desempleo» estableciendo la semana laboral de 30 horas.

¿Cuál es el efecto real de tales planes, ya sean impuestos por los sindicatos o por la ley? El problema se verá con más claridad si se consideran dos ejemplos. Supongamos, en primer lugar, que se reduce la semana laboral ordinaria de 40 a 30 horas, sin que se modifique el salario por hora. Contemplemos luego una reducción igual, pero con un incremento en el salario por hora tal que permita la misma paga semanal para los obreros ya empleados.

Consideremos el primer caso: la semana laboral queda reducida de 40 horas a 30, sin variación del salario hora. Si existe un considerable desempleo cuando este plan es puesto en ejecución, sin duda ha de proporcionar suficientes empleos adicionales. Sin embargo, no cabe esperar que lo haga en número suficiente para mantener inalterada la nómina y el número de hombres-hora, a menos que partamos del inverosímil supuesto de que en cada industria ha habido exactamente el mismo porcentaje de desempleo y que los nuevos hombres y mujeres empleados no sean menos eficaces en sus especiales tareas, por término medio, que los que ya estaban empleados. Pero admitámoslo a efectos del razonamiento. Supongamos que pueda cubrirse el número justo de obreros adicionales en cada especialidad y que los nuevos obreros no elevan los costos de producción. ¿Cuál será el resultado de reducir la semana laboral de 40 horas a 30 (sin incremento alguno en el salario hora)?

Aunque se empleen más obreros, cada uno trabajará menos horas y no se producirá, por consiguiente, un claro aumento en la relación hombres-horas Es poco probable que se origine aumento apreciable en la producción. El total de las nóminas y el «poder adquisitivo» no serán mayores. Lo ocurrido, aun bajo los supuestos más favorables (que raramente se cumplirán) será que los obreros previamente empleados subvencionarán de hecho a los obreros anteriormente desempleados, pues a fin de que los nuevos obreros puedan recibir tres cuartas partes del salario semanal que anteriormente recibían los antiguos, éstos, a su vez, sólo percibirán ahora también tres cuartas partes de los dólares que antes recibían semanalmente. Cierto que los antiguos obreros trabajarán ahora menos horas, pero la adquisición de un mayor ocio a tan alto precio, a buen seguro que no la han decidido por el beneficio que pueda representar; por el contrario, es un sacrificio hecho para proporcionar empleo a otros.

Los dirigentes de los sindicatos que piden la reducción de la semana laboral para «la más amplia distribución del trabajo» reconocen de ordinario lo expuesto, presentando sus propuestas en una forma que pretende conseguir para cada uno seguros beneficios sin pérdida de lo ya alcanzado. Redúzcase la semana laboral de 40 a 30 horas, nos dicen, para procurar más empleos; pero compénsese ese acortamiento incrementando el salario hora en un 33 por 100. Los obreros ya empleados recibirán, por ejemplo, 40 dólares semanales por término medio, a cambio de 40 horas de trabajo; a fin de que sigan percibiendo igual cantidad por sólo 30 horas de trabajo, debe aumentarse el salario-hora en un promedio de 1,33 dólares.

¿Cuáles serían las consecuencias de semejante plan? la primera y más evidente sería la elevación de los costos de producción. Si suponemos que los obreros ganaban, cuando trabajaban 40 horas, menos de lo que permitían el nivel de los costos de producción, los precios y los beneficios, podrían haber logrado el incremento del salario hora sin reducir la duración de la semana laboral. Podrían, en otras palabras, haber trabajado igual número de horas percibiendo su íntegro salario semanal aumentado en un tercio, en lugar de recibir, con su nueva semana de 30 horas, una cantidad semanal igual a la anterior. Pero si con la semana de 40 horas ganaban ya un salario tan elevado como el nivel de los costos de producción y precios hacia posible (y el mismo desempleo que tratan de suprimir puede ser signo de que ya obtenían incluso más que eso), entonces el incremento en los costos de producción, como resultado del 33 por 100 de incremento en el salario-hora, será mucho mayor de lo que puede soportar el existente régimen de precios, producción y costos.

Por consiguiente, el resultado de la elevación de salarios será un desempleo mucho mayor. Las empresas más débiles habrán de cerrar sus puertas y los obreros menos eficientes serán despedidos, reduciéndose la producción en todos los órdenes. Una elevación en los costos de producción y una reducción en la existencia tenderán a elevar los precios, con la consiguiente disminución del volumen de mercancías que podrán adquirir los obreros con igual número de dólares; por otra parte, el aumento del desempleo retraerá la demanda y ello provocará un descenso en los precios. El nivel que finalmente alcancen dependerá de la política monetaria que se adopte. Pero si se persigue una política de inflación monetaria que permita el pago de los incrementos salarios-hora mediante una elevación de precios, ello representará simplemente una forma velada de reducir los salarios reales, que volverán a ser iguales a los de antes en cuanto a capacidad adquisitiva. El resultado sería, pues, el mismo que si la semana laboral se hubiese reducido sin aumento en el salario-hora, cuyas consecuencias ya hemos analizado.

En una palabra, los planes distributivos del trabajo se apoyan en la misma rara ilusión que venimos considerando desde el comienzo de la obra. Las gentes que defienden tales medidas piensan sólo en el empleo que proporcionarían a grupos o individuos aislados; no consideran cuál sería su efecto sobre toda la comunidad.

Se fundamentan también estos planes, como antes señalábamos, en la falsa creencia de que existe una cantidad fija de trabajo por realizar. No se concibe mayor desatino. No hay límite al trabajo por hacer, mientras haya necesidad o deseos humanos insatisfechos, que el trabajo pueda atender. En una moderna economía de intercambio se realizará más trabajo cuando los precios, costos y salarios se hallen en las mejores relaciones de reciprocidad. Más adelante veremos cuáles son dichas relaciones.

8. EL LICENCIAMIENTO DE SOLDADOS Y BURÓCRATAS
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Cuando al finalizar las guerras se proyecta la desmovilización de las fuerzas armadas, surge siempre el temor de que no haya suficiente número de empleos y que, en consecuencia, se produzca paro. Es cierto que cuando se licencia a millones de hombres la industria privada necesita, posiblemente, cierto tiempo para proporcionarles nueva ocupación, aunque lo verdaderamente extraordinario es la rapidez, no la lentitud, con que en el pasado se ha conseguido llevar a cabo tal operación. El temor al paro aparece porque la gente enjuicia solamente un aspecto del proceso.

Préstese atención tan sólo a los soldados que se reintegran al mercado del trabajo. ¿De dónde va a salir el «poder adquisitivo» que permita emplearlos? Si admitimos que el presupuesto público va a ser equilibrado, la respuesta es bien sencilla. El Gobierno dejará de mantener a los soldados y permitirá a los contribuyentes disponer de los fondos que les eran detraídos anteriormente con aquel fin. Los contribuyentes dispondrán así de medios que les permitirán adquirir mayor número de mercancías. En otras palabras, el incremento experimentado por la demanda civil proporcionará trabajo al nuevo contingente laboral integrado por los soldados.

El caso es distinto si se hace frente al gasto militar con un presupuesto desequilibrado, es decir, mediante emisiones de Deuda Pública u otras formas de financiación deficitaria. Esto plantea una cuestión diferente: la relativa a la financiación deficitaria, que será examinada más adelante. De momento basta con aclarar que el tema de la financiación deficitaria carece de relevancia en orden al problema que ahora examinamos; si se juzga ventajoso un déficit presupuestario, nada impide su continuación mediante la reducción de los impuestos en las mismas sumas previamente destinadas al sostenimiento de los ejércitos en acción.

La desmovilización, una vez iniciada, transforma la situación económica anterior. Los soldados mantenidos previamente por la población civil no se convertirán en ciudadanos dependientes del socorro de sus conciudadanos. Por el contrario, pronto gozarán de autonomía económica. Si damos por supuesto que las necesidades de la defensa nacional no exigen la presencia de estos hombres por más tiempo en las fuerzas armadas, su retención en ellas equivaldría a dilapidar riqueza inútilmente. Constituirán un elemento improductivo. Los contribuyentes no obtendrán nada a cambio de su sostenimiento. Ahora, sin embargo, los contribuyentes transferirán los fondos liberados de gravamen a este nuevo elemento civil por su equivalente en bienes o servicios. La producción nacional total, la riqueza de todos, se verá acrecentada.

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El razonamiento es aplicable a los funcionarios públicos de la Administración del Estado, siempre que sean tan numerosos que los servicios que presten a la comunidad no guarden proporción razonable con los sueldos que perciban. Sin embargo, cuando se intenta reducir el número de funcionarios considerados superfluos es seguro que esta acción ha de ser protestada por «deflacionaria». ¿Vamos a suprimir la «capacidad de compra» de estos funcionarios? ¿Vamos a irrogar perjuicios a los caseros y comerciantes que dependen de ese poder adquisitivo? Con ello tan sólo se conseguirá disminuir la «renta nacional» y provocar o acentuar la tendencia a la depresión.

Una vez más, el sofisma consiste en prestar atención tan sólo a los efectos de esta acción sobre los funcionarios despedidos y los comerciantes que dependen directamente de ellos. Una vez más se olvida que si estos funcionarios pierden sus empleos, los particulares podrán retener el dinero con que venían contribuyendo para su sostenimiento. De nuevo se desatiende el aumento que se produciría en la renta y en el poder adquisitivo de los contribuyentes, equivalente cuando menos a la disminución de la renta y la capacidad de compra de los funcionarios despedidos. Si los comerciantes que abastecían a estos burócratas ven disminuidas sus ventas, otros comerciantes experimentarán un aumento equivalente en las suyas. La prosperidad de Washington decaerá; quizá no pueda sostener tantos negocios; pero otras ciudades verán aumentar los suyos.

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