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Authors: Henry Hazlitt

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

La economía en una leccion (5 page)

BOOK: La economía en una leccion
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Las gentes desean invertir su capital, pero siempre con cautela, puesto que aspiran a recuperarlo. Por ello la mayoría de quienes prestan dinero investigan cuidadosamente las circunstancias de cualquier solicitante antes de arriesgarlo. Sopesan las perspectivas de beneficios contra los riesgos de pérdidas. A veces se equivocan. Ahora bien, por razones obvias, incidirán en menor número de errores que los prestamistas estatales. E n primer lugar, el dinero o es suyo o les ha sido voluntariamente confiado. En el caso del crédito oficial, el dinero pertenece a otros, de quienes ha sido obtenido mediante impuestos, sin contar con su voluntad. El dinero privado no será invertido si no se tiene la seguridad de que ha de ser recuperado con intereses. Ello implica que los beneficiarios son, sin duda, capaces de producir aquellos bienes que el país realmente necesita. Por el contrario, el dinero oficial suele prestarse para alcanzar algún vago objetivo general, como por ejemplo, «proporcionar trabajo»; cuanto más ineficaz sea la obra —es decir, cuanto mayor sea el volumen de mano de obra requerido en relación con el valor del producto—, más altamente apreciada será la inversión.

Además, los banqueros particulares son seleccionados por la dura mecánica del mercado. En cuanto cometen grandes errores, pierden sus fondos y carecen en adelante de medios para prestar. Sólo cuando han tenido éxito en el pasado dispondrán de más dinero para prestar en el futuro. De este modo los prestamistas privados (excepto la proporción relativamente pequeña que haya heredado su capital) son rigurosamente seleccionados por el proceso de supervivencia de los más aptos y hábiles. Los prestamistas estatales son, en cambio, o personas que fueron aprobadas en las oposiciones a funcionarios civiles v saben resolver en teoría cuestiones hipotéticas, o personas capaces de dar las razones más ingeniosas en justificación de los créditos concedidos y las más plausibles explicaciones para evidenciar que no tienen culpa cuando se pierden. Pero el resultado final sigue siendo el mismo: los préstamos privados permiten utilizar los recursos y el capital existentes mucho mejor que los créditos estatales. Estos dilapidarán mucho más capital y recursos que los empréstitos privados. En una palabra, los anticipos estatales, en comparación con los privados, reducirán la producción en vez de aumentarla.

En resumen, la concesión de empréstitos estatales a individuos o proyectos privados se preocupa de B y olvida a A. Ve a las personas en cuyas manos se pone el capital, pero ignora a aquellas que de otro modo lo hubieran conseguido. Contempla el proyecto para el cual fueron concedidos los fondos; olvida los proyectos a los cuales, por ello, tal dinero se niega. Ve el beneficio inmediato para un sector mientras se desentiende de la pérdida experimentada por otros grupos y del quebranto irrogado, en definitiva, al conjunto de la comunidad.

Todo ello constituye nueva ilustración del sofisma consistente en ver sólo intereses especiales a corto plazo, olvidando el interés general de la colectividad a largo plazo.

3

Al iniciar este capítulo hicimos notar que la «ayuda» estatal a los negocios es a veces tan temible como la hostilidad del Gobierno. Esto es aplicable tanto a las subvenciones como a los empréstitos concedidos por el Estado. El Estado jamás presta o da algo a los ciudadanos que previamente no haya obtenido de ellos mismos. A menudo oímos a los partidarios del
New Deal
y otros políticos vanagloriarse de cómo el Gobierno americano, durante el año 1932 y aún más tarde, «subvencionó a la industria privada» a través de la
Reconstruction Finance Corporation
, la
Home Owners Loan Corporation
y otros organismos estatales. Ahora bien, el Estado no puede prestar a las empresas privadas una ayuda financiera que no detraiga, antes o después, de las mismas. Todos los fondos del Estado proceden de las exacciones fiscales. Y el crédito mismo del Estado, tantas veces proclamado, se basa en el supuesto de que las obligaciones que asume serán afrontadas en última instancia con el producto de los impuestos. Cuando el Gobierno subvenciona o concede anticipos, en realidad grava negocios privados prósperos para auxiliar ruinosos negocios privados. En determinadas circunstancias anormales tales medidas pueden hallar justificación en razonamientos cuya fuerza dialéctica no vamos ahora a examinar. Pero a la larga, tal manera de actuar del Gobierno no parece remuneradora desde el punto de vista de la totalidad del país y la experiencia así lo ha demostrado.

6. EL ODIO A LA MAQUINA
1

Constituye uno de los errores económicos más corrientes la creencia de que las máquinas, en definitiva, crean desempleo. Mil veces destruido, ha resurgido siempre de sus propias cenizas con mayor fuerza y vigor. Cada ve z que se produce un prolongado desempleo en masa, las máquinas vuelven a ser el blanco de todas las iras. Sobre este sofisma descansan todavía muchas prácticas sindicales que el público tolera, sea porque en el fondo considera que los sindicatos tienen razón, sea porque se halla demasiado confuso para poder apreciar claramente las causas de su error.

La creencia de que las máquinas provocan desempleo, cuando es sostenida con alguna consistencia lógica, llega a descabelladas conclusiones. Bajo tal supuesto, no sólo debe estarse causando desempleo hoy en día con cada perfeccionamiento técnico, sino que el hombre primitivo debió empezar a producirlo con sus primeros esfuerzos por liberarse de la necesidad y de la fatiga inútiles.

Sin ir tan lejos, volvamos a La Riqueza de las Naciones de Adam Smith, publicada en 1776 El primer capítulo de este notable libro se titula «De la división del trabajo», y en la segunda página del mismo nos dice el autor que un obrero no familiarizado con el empleo de maquinaria utilizada en la fabricación de alfileres «apenas podría hacer un alfiler por día e, indudablemente, no harta veinte», mientras que con el uso de esa maquinaria puede fabricar 4800 alfileres diarios. Así pues, siguiendo el razonamiento, ya en la época de Adam Smith, las máquinas habrían desplazado de 240 a 4800 productores de alfileres por cada uno que permaneció en su trabajo. Si las máquinas no hicieran otra cosa que privar al hombre de su trabajo, en la industria del alfiler existiría ya en aquella época un 99,98 por 100 de desempleo. ¿Podría darse un panorama más sombrío?

En efecto, pudo darse, pero esto fue así porque la Revolución Industrial estaba todavía en su infancia. Contemplemos algunos de sus aspectos e incidentes más destacados. Veamos, por ejemplo, lo que ocurrió en la industria de fabricación de medias. Conforme iban siendo instalados los nuevos telares, eran destruidos por los artesanos, que en un solo tumulto destrozaron más de mil; se incendiaron talleres y se amenazó a los inventores, quienes se vieron precisados a huir para salvar sus vidas, no quedando restablecido el orden hasta que intervino el ejército y fueron deportados o ahorcados los principales cabecillas.

Ahora bien, no debe olvidarse que, en la medida en que pensaban en su propio futuro inmediato e incluso más lejano, la oposición de los revoltosos a la máquina era racional. William Felkin nos dice en su
Historia de la industria de géneros de punto fabricados a máquina
(1867), que la mayor parte de los 50.000 obreros ingleses empleados en la fabricación de medias, y sus familias, tardaron más de cuarenta años en sobreponerse al hambre y la miseria a que les llevó la introducción de la máquina. Pero en cuanto a la creencia de los amotinados de que la máquina habría de estar desplazando continuamente obreros; se equivocaban, ya que antes de que finalizase el siglo XIX la industria de fabricación de medias empleaba, por lo menos, cien obreros por cada uno de los empleados a comienzos del siglo.

Arkwright inventó en 1760 su maquinaria para el hilado del algodón. En aquella época se ha calculado que existían en Inglaterra 5200 hilanderos que utilizaban tornos de hilar y 2700 tejedores; en conjunto, 7900 personas dedicadas a la producción de textiles de algodón. La introducción de la invención de Arknvright encontró oposición, por estimarse amenazaba el medio de vida de los obreros, y la resistencia tuvo que ser vencida por la fuerza. Sin embargo, en 1787, veintisiete años después de aparecido el invento, una investigación parlamentaria mostró que el número de personas empleadas en el hilado y tejido de algodón había ascendido de 7900 a 320 000, o sea un incremento del 4400 por 100.

Si el lector consulta el libro
Cambios económicos recientes
, de David A. Wells, publicado en 1889, hallará algunos pasajes que, dejando a un lado fechas y cifras absolutas, pudieran haber sido escritos por cualquiera de nuestros actuales tecnófobos, valga el vocablo. Citaremos algunos:

Durante los diez años transcurridos entre 1870 y 1880 inclusive, la Marina mercante británica incrementó su actividad, sólo en cuanto a registros y despachos extranjeros, hasta la cifra de 22 000 000 de toneladas. Sin embargo, el número de hombres ocupados en esta gran actividad había disminuido en 1880, en comparación con 1870, en cantidad aproximada de 3000 (2990 exactamente). ¿A qué fue debido? A la introducción de las grúas a vapor y elevadores de grano en muelles y desembarcaderos, al empleo de la fuerza de vapor, etcétera.

En 1873, el acero Bessemer, que no había sido objeto de medidas protectoras, costaba 80 dólares por tonelada en Inglaterra; en 1886 se fabricaba y vendía en el mismo país a menos de 20 dólares la tonelada.

Durante el mismo tiempo, la capacidad de producción anual de un convertidor Bessemer se había incrementado al cuádruplo, con ningún aumento, sino más bien ligera disminución, del trabajo invertido.

La potencia de las máquinas de vapor existentes en funcionamiento en todo el mundo, en el año 1887, ha sido calculada por la Oficina de Estadística de Berlín como equivalente a la de 200 000 000 de caballos, lo que representa, aproximadamente, el esfuerzo conjunto de 1000 millones de hombres; como mínimo, el triple de la población obrera del mundo.

Parece que esta última cifra debería haber hecho reflexionar al autor del libro induciéndole a preguntarse cómo es que aún quedaban empleos en el mundo en 1889, pero se limitaba a concluir, con moderado pesimismo, que «bajo tales circunstancias, la superproducción industrial… puede hacerse crónica».

Durante la depresión del año 1932 se reanudó, una vez más, la práctica de culpar del desempleo a las máquinas. En pocos meses se habían extendido por todo el país, como bosque en llamas, las doctrinas de un grupo que se denominaba a sí mismo los Tecnócratas. No cansaré al lector con la exposición de cifras fantásticas presentadas por este grupo, ni con las necesarias correcciones que muestran cuáles fueron los hechos reales. Baste con decir que los Tecnócratas volvieron al error, en toda su prístina pureza, de que las máquinas desplazan permanentemente a los hombres, con la sola particularidad de que en su ignorancia presentaban este error como nuevo y revolucionario descubrimiento. Fue simplemente una ilustración más del aforismo de Santayana, según el cual, aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo. Los Tecnócratas fueron relegados finalmente al olvido entre fáciles ironías. Pero su doctrina, que les había precedido, persiste. Se refleja en centenares de normas y prácticas sindicales, encaminadas a hacer ineludible la intervención de mayor número de obreros en determinada tarea, dilatar su realización durante el mayor tiempo posible o simplemente obligar a los empresarios a mantener empleos inútiles, que se toleran e incluso aprueban gracias a la conclusión que a este respecto reina en la mentalidad pública.

Corwin Edwards, en su declaración ante el Comité Temporal de Economía Nacional, como testigo del Departamento de Justicia, citaba innumerables ejemplos de tales prácticas. En la ciudad de Nueva York se llegó a prohibir la instalación de equipo eléctrico que estuviese fabricado fuera del Estado, a menos que se desmontase y volviese a montar en la misma obra En Houston, Texas, los fontaneros titulados y el sindicato acordaron que la tubería prefabricada para la instalación sería colocada por los obreros de la unión sindical sólo en el caso de que se suprimiera uno de los extremos roscados, para ser roscada nuevamente en la obra Varias delegaciones locales del sindicato de pintores impusieron restricciones al uso de pistolas para pintar, en muchos casos destinadas meramente a proporcionar trabajo, aun a cambio de exigir el más lento proceso de aplicar la pintura a brocha. Una delegación local del sindicato de transportes exigía que cada camión que entrase en la zona metropolitana de Nueva York llevase un conductor local, además del propio conductor del vehículo. En varias ciudades, el sindicato de electricistas requería la presencia de un operario en cualquier construcción donde se precisase temporalmente de luz o energía, no siéndole permitido realizar trabajo alguno de montaje. Esta norma, según Mr. Edwards, «implica a menudo la contratación de un hombre que se pasa el día leyendo o haciendo solitarios y cuyo único cometido es maniobrar un interruptor al comienzo y al final de la jornada».

Podríanse citar prácticas análogas en muchas otras actividades. En los ferrocarriles, los sindicatos insisten en el empleo de fogoneros en tipos de locomotoras en las que no son necesarios sus servicios. En los teatros los sindicatos obligan al empleo de tramoyistas incluso en representaciones donde no se utiliza escenario alguno. El sindicato de músicos exige el empleo de músicos llamados «figurones» e incluso de orquestas completas en lugares en que sólo se interpretan discos de gramófono.

2

Podrían acumularse montañas de cifras que demostraran cuán equivocados estaban los tecnófobos del pasado. Pero de nada serviría si no pusiéramos en claro por qué estaban equivocados. La estadística y la historia de nada vale n a la economía si no van acompañadas de una básica comprensión deductiva de los hechos, lo que significa, en este caso, una clara evaluación del porqué tuvieron que ocurrir las pasadas consecuencias de la introducción de la maquinaria y otros dispositivos orientados a la mayor economía del trabajo. De lo contrario, los tecnófobos aducirán, como aseguran de hecho cuando se les hace resaltar los absurdos contenidos en las profecías de sus predecesores, que «puede que sea así en lo que se refiere al pasado, pero las condiciones actuales son fundamentalmente diferentes y es ahora cuando no podemos seguir perfeccionando las máquinas economizadoras del trabajo». En efecto, la señora Eleanor Roosevelt escribía en un periódico sindical, el 19 de septiembre de 1945: «Hemos llegado ya a un extremo en que los mecanismos economizadores de trabajo sólo son deseables cuando no desplazan al obrero de su puesto».

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