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Authors: Henry Hazlitt

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

La economía en una leccion (15 page)

BOOK: La economía en una leccion
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La intervención de los precios puede a menudo revestir apariencias de éxito durante un corto período. Puede dar la impresión de funcionar bien durante cierto tiempo, particularmente en épocas de guerra cuando se halla apoyada por el patriotismo y el ambiente de crisis. Ahora bien, cuanto más se prolonga, tanto mayores son las dificultades. Cuando los precios son mantenidos arbitrariamente bajos por imposición estatal, la demanda excede crónicamente a la oferta. Hemos visto que si el Estado intenta evitar la escasez de un artículo determinado reduciendo también los precios de la mano de obra, las materias primas y otros factores que intervienen en su costo de producción provoca al propio tiempo la escasez de todos ellos. Pero de continuar por el camino emprendido, los gobernantes no sólo se verán obligados a extender cada vez más el control de precios de arriba abajo en sentido «vertical», sino que considerarán indispensable implantarlo «horizontalmente». Si racionamos un articulo y el público no puede conseguirlo en cantidad suficiente, aunque disponga de capacidad adquisitiva procurará sustituirlo por otro. El racionamiento de todo artículo que se hace escaso provoca, en resumen, un aumento de la demanda de los no racionados. Si suponemos que el Gobierno tiene éxito al combatir los mercados negros (o al menos consigue impedir se desarrollen en escala suficiente para anular los precios legales), la persistencia en el control de precios debe llevarle al racionamiento de un número cada vez mayor de mercancías. Ahora bien, el racionamiento no se detiene en los consumidores. Durante la guerra no se limitó a dicho sector. De hecho se aplicó en primer término a la distribución de materias primas a los productores.

La consecuencia natural de un control general de precios que trata de perpetuar determinado nivel histórico de precios es forzoso que en definitiva conduzca a la implantación de un sistema económico totalmente planificado. Los salarios habrán de ser mantenidos bajos, tan rígidamente como los precios. La mano de obra tiene que racionarse tan implacablemente como las materias primas. El resultado final será que el Estado no sólo habrá de ordenar a cada consumidor la cantidad exacta de que puede disponer de cada artículo, sino también a cada fabricante la cantidad de materia prima y mano de obra que le está permitido utilizar. No sería posible tolerar ni la competencia en la oferta de salarios ni en los precios de los materiales Todo ello conduciría a implantar una petrificada economía totalitaria, con todas las empresas y todos los obreros a merced del Estado, y la pérdida final de todas las libertades tradicionales que hemos conocido. Porque, como Alexander Hamilton advirtiera en las páginas de El Federalista, hace siglo y medio, «el dominio sobre la subsistencia del hombre equivale al dominio sobre su voluntad»
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Estas son las consecuencias de lo que cabría denominar control de precios «perfecto», prolongado y «apolítico». Como quedó tan ampliamente demostrado en un país tras otro —particularmente en Europa, durante la segunda guerra mundial—, algunos de los más crasos errores de los burócratas quedaron mitigados gracias al mercado negro. Fue cosa corriente en muchos países europeos que la gente sólo pudiese atender a sus necesidades elementales favoreciendo el mercado negro. En algunos países éste floreció a expensas del mercado con precios fijos legalmente reconocidos, hasta que el primero pasó a ser de hecho el mercado. Sin embargo, al mantener nominalmente los precios tope, las autoridades trataban de demostrar que su intención, ya que no la del equipo de inspectores, era honesta.

No debe suponerse que no hubo perjuicios por el hecho de que el mercado negro suplantara finalmente al mercado legal. Los hubo, por cierto, y con un doble matiz: económico y moral. Durante el período de transición las empresas de gran envergadura y plenamente arraigadas, con una considerable inversión de capital y dependiendo en gran medida del mantenimiento de su prestigio ante el público, se ven forzadas a restringir o interrumpir la producción. Vienen a ocupar su lugar empresas improvisadas que disponen de poco capital y menos experiencia en la producción. Estas nuevas firmas carecen de eficacia si se las compara con aquellas a las que desplazan, producen artículos inferiores y fraudulentos a costos muy superiores de los que las empresas antiguas hubieran necesitado para continuar su producción. De este modo se premia la falta de honestidad. Las nuevas firmas deben su misma existencia o desarrollo a la circunstancia de no importarles violar la le y; sus clientes conspiran con ellas y, como consecuencia natural, la desmoralización se extiende a toda actividad mercantil.

Ocurre muy raras veces, además, que las autoridades encargadas de fijar los precios hagan algún esfuerzo honesto simplemente para preservar el nivel de precios existente al iniciar la intervención. Declaran que su intención es «mantener las cosas en su lugar». Sin embargo, muy pronto, so pretexto de «corregir desigualdades» o «injusticias sociales», inician una fijación de precios discriminatoria que sólo tiende a favorecer a los grupos con influencia política en detrimento de los demás. Como el poder político depende hoy en día primordialmente de los votos, los grupos que las autoridades tratan más frecuentemente de favorecer son los obreros y agricultores. Al principio se afirma que los salarios y el costo de la vida no guardan relación entre sí que los salarios pueden elevarse fácilmente sin que se eleven los precios. Cuando se pone de manifiesto que los salarios pueden incrementarse tan sólo a expensas de las ganancias, los burócratas comienzan a argüir que los beneficios eran ya demasiado considerables y que una elevación de salarios sin la correspondiente subida de precios todavía permitirá «una ganancia razonable». Como no existe nada parecido a una tasa uniforme de los beneficios, como la ganancia es variable en cada empresa, el resultado de esta política es eliminar los negocios con escaso margen de rentabilidad, desalentando o reteniendo la producción de determinados artículos. Ello significa desocupación, descenso en la producción y descenso del nivel de vida.

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¿En qué se basa todo el esfuerzo para fijar unos precios máximos? Ante todo, en la falta absoluta de visión respecto de los motivos que determinan la elevación de los precios. La causa real consiste o en la escasez de artículos o en el exceso de dinero. Los precios topes legales no pueden remediar ninguna de las dos cosas. En realidad, según acabamos de ver, su efecto queda limitado a intensificar la escasez de productos. Lo que procede respecto al exceso de dinero será tratado en un capítulo posterior. Ahora bien, uno de los errores que conducen a la fijación de precios constituye el tema fundamental de este libro. Así como los interminables planes para elevar los precios de ciertas mercancías favorecidas son el resultado de pensar sólo en los intereses de los productores a quienes inmediatamente afectan, olvidando a los consumidores, los planes para mantener bajos los precios mediante disposiciones legales son el resultado de considerar solamente los intereses de la gente como consumidores y prescindir de los que como productores les atañen. Y el apoyo político a tales programas procede de una confusión semejante en la mentalidad pública. La gente no quiere pagar más por la leche, la mantequilla, el calzado, los muebles, el alquiler de sus viviendas, las entradas del teatro o los diamantes. Siempre que el precio de cualesquiera de estos bienes se eleva sobre el nivel anterior, el consumidor se indigna y cree que está siendo despojado.

La única excepción radica en el artículo que cada uno produce: entonces comprende y aprecia la razón de su alza. Pero siempre está dispuesto a considerar su propio negocio como caso de excepción. «Mi propio negocio —dice— es peculiar y el público no lo comprende. La mano de obra se ha encarecido, el precio de las materias primas también se ha elevado, esta o aquella materia prima ya no se importa y debe fabricarse más cara en nuestro país. Además, ha crecido la demanda del producto y debe permitirse a los fabricantes aumentar los precios lo necesario para estimular una expansión que satisfaga la demanda». Y así por el estilo. Como consumidor, todo el mundo compra cien productos diferentes; como productor suele producir uno solo y puede ver la injusticia de mantener bajo el precio de ese producto. Y del mismo modo que cada fabricante desea un mayor precio para su producto, cada obrero desea un sueldo o salario más elevado. Cada uno puede percatarse, como fabricante, de que el control de precios restringe la producción en su sector, pero casi todos se resisten a generalizar esta observación, pues ello significaría tener que pagar más caros los productos de los demás.

Cada uno de nosotros, en una palabra, tiene una múltiple personalidad económica. Somos productores, contribuyentes y consumidores. La política que propugne dependerá de la postura particular que se adopte e n cada momento. Porque cada cual es unas veces el Dr. Jekyll y otras Mr. Hyde. Como productor desea la inflación (pensando principalmente en sus propios servicios o productos), como consumidor desea la limitación de los precios (pensando principalmente en lo que ha de pagar por los productos ajenos). Como consumidor puede abogar por los subsidios o aceptarlos de buen grado; como contribuyente se lamenta de tener que pagarlos. Toda persona piensa que podría manejar las fuerzas políticas de forma que le permitan beneficiarse de la subvención más de lo que pierde con el impuesto o aprovechar el alza de sus propios productos (mientras los costos de sus materias primas sean mantenidos legalmente bajos) y al mismo tiempo beneficiarse como consumidor con el control de precios. Ahora bien, la inmensa mayoría se engaña a sí misma. Porque no sólo ha de registrarse, en el mejor de los casos, tanta pérdida como ganancia con esta manipulación estatal de los precios; forzosamente se originarán mayores pérdidas que beneficios, pues toda intervención de los precios desorganiza y desalienta la ocupación y la producción.

17. LEYES DEL SALARIO MÍNIMO
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Hemos examinado anteriormente algunos de los perniciosos resultados que producen los arbitrarios esfuerzos realizados por el Estado para elevar el precio de aquellas mercancías que desea favorecer. La misma especie de daños derívanse cuando se trata de incrementar los sueldos mediante las leyes del salario mínimo. Esto no debe sorprendernos, pues un salario es en realidad un precio. En nada favorece la claridad del pensamiento económico que el precio de los servicios laborales haya recibido un nombre enteramente diferente al de los otros precios. Esto ha impedido a mucha gente percatarse de que ambos son gobernados por los mismos principios.

Las opiniones acerca de los salarios se formulan con tal apasionamiento y quedan tan influidas por la política, que en la mayoría de las discusiones sobre el tema se olvidan los más elementales principios. Gentes que serían las primeras en negar que la prosperidad pueda ser producida mediante un alza artificial de los precios y no vacilarían en afirmar que las leyes del precio mínimo, en vez de proteger, perjudican las industrias que tratan de favorecer, abogarán, no obstante, por la promulgación de leyes de salario mínimo e increparán con la máxima acritud a sus oponentes.

No obstante, debería quedar bien sentado que una ley de salario mínimo, en el mejor de los casos, constituye arma poco eficaz para combatir el daño derivado de los bajos salarios y que el posible beneficio a conseguir, mediante tales leyes, sólo superará el posible mal en proporción a la modestia de los objetivos a alcanzar. Cuanto más ambiciosa sea la ley, cuantos más obreros pretenda proteger y en mayor proporción aspire al incremento de los salarios, tanto más probable será que el perjuicio supere los efectos beneficiosos.

Lo primero que ocurre cuando, por ejemplo, se promulga una ley en virtud de la cual no se pagará a nadie menos de treinta dólares por una semana laboral de cuarenta y ocho horas, es que nadie cuyo trabajo no sea valorado en esa cifra por un empresario volverá a encontrar empleo. No se puede sobrevalorar en una cantidad determinada el trabajo de un obrero en el mercado laboral por el mero hecho de haber convertido en ilegal su colocación por cantidad inferior. Lo único que se consigue es privarle del derecho a ganar lo que su capacidad y empleo le permitirían, mientras se impide a la comunidad beneficiarse de los modestos servicios que aquél es capaz de rendir. En una palabra, se sustituye el salario bajo por el paro. Se causa un mal general, sin compensación equivalente.

La única excepción se registra cuando un grupo de obreros recibe un salario efectivamente por debajo de su valor en el mercado. Esto puede ocurrir sólo en circunstancias o lugares especiales donde las fuerzas de la competencia no funcionen libre o adecuadamente; pero casi todos estos casos especiales podrían remediarse con igual efectividad, más flexiblemente y con menor daño potencial, a través del actuar de los sindicatos.

Cabe pensar que si la ley obliga a pagar mayores salarios en una industria dada, pueda ésta elevar sus precios de tal suerte que el incremento pase a gravitar sobre los consumidores. Sin embargo, tal desviación no es tan hacedera ni se escapa con tanta sencillez a las consecuencias de una artificiosa elevación de sueldos. Muchas veces no es posible aumentar el precio de sus productos, pues quizá se induzca al consumidor a la búsqueda de un sustitutivo. O bien, si continúan adquiriéndolo, los nuevos precios les obliguen a comprar menos cantidad. En su consecuencia, aunque algunos obreros de la industria en cuestión se han beneficiado del alza de salarios, otros por ello perderán sus empleos. Por otra parte, si no se aumenta el precio del producto, los fabricantes marginales son desplazados del negocio. En realidad se habrá provocado una reducción en la producción y el consiguiente paro, recorriendo camino distinto.

Cuando se mencionan estas consecuencias, siempre hay alguien que replica: «Perfectamente; si para conservar la industria X es ineludible pagar salarios ínfimos, justo es que los salarios mínimos obliguen a su cierre». Ahora bien, tan audaz afirmación prescinde de ciertas realidades. En primer lugar, no advierte que los consumidores han de soportar la pérdida del producto. Olvida también que los obreros que trabajaban en la industria en cuestión quedan condenados al paro. Finalmente, ignora que por bajos que fueran los emolumentos abonados, eran los mejores entre todas las posibilidades que se ofrecían a los obreros de la tantas veces aludida industria X, pues de lo contrario habrían acudido a otra. Por lo tanto, si la industria X es suprimida por una ley de salarios mínimos, quienes en ella trabajaban se verán constreñidos a aceptar empleos que reputaron menos interesantes que los que por fuerza han de abandonar. Su demanda de trabajo hará descender todavía más los salarios de las ocupaciones alternativas que ahora les son ofrecidas. No cabe eludir la consecuencia: siempre que se imponen salarios mínimos se provoca un incremento del paro.

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