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Authors: Henry Hazlitt

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

La economía en una leccion (19 page)

BOOK: La economía en una leccion
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Volvamos ahora a la doctrina de que el trabajo debe obtener «lo suficiente para adquirir el producto creado». La producción nacional, esto es evidente, no la crean ni la compran tan sólo los obreros pertenecientes al sector de la industria. La compran todos —empleados de oficina, profesionales, accionistas, tenderos, carniceros, pequeños comerciantes, etc.—, en una palabra, todos los que contribuyen de un modo u otro a su creación.

En cuanto a los precios, salarios y beneficios que deben determinar la distribución de aquella producción, los precios mejores no son los más elevados, sino aquellos que estimulan el mayor volumen de producción y de venta. Los mejores tipos de salarios no son los más elevados, sino los que permiten una amplia producción, empleo total y el sostenimiento de las mayores nóminas. Los mejores beneficios, desde el punto de vista no sólo de la industria, sino también del trabajo, no son los más bajos, sino aquellos que estimulan a más gentes a convertirse en empresarios o a proporcionar nuevos empleos.

Si tratarnos de orientar la economía en beneficio de un grupo o clase aislado, perjudicaremos o destruiremos los demás grupos, sin excluir los miembros del sector que aspirábamos a beneficiar. Es necesario orientar la economía en beneficio de todos.

20. LA FUNCIÓN DE LOS BENEFICIOS

La indignación que muestra mucha gente hoy en día ante la sola mención de la palabra «beneficios» indica la escasa comprensión que generalmente existe de la vital función que desempeñan en nuestra economía nacional. Para clarificar las ideas es forzoso insistir otra vez sobre aquellos aspectos de la materia ya tratados en el capítulo XIV, al hablar del mecanismo de los precios, si bien analizando el tema desde ángulo diferente.

En realidad, los beneficios no representan una gran cantidad en nuestra total economía. La ganancia neta de las empresas mercantiles en los quince años que van de 1929 a 1943, para dar una cifra ilustrativa, arrojó un promedio inferior al 5 por 100 de la renta nacional Sin embargo, los «beneficios» representan el aspecto de la renta que concita mayor hostilidad, siendo significativo que exista una palabra, «usurero», para estigmatizar a quienes al parecer obtienen excesivos beneficios, sin que dispongamos de palabras equivalentes para calificar a quienes obtienen salarios excesivos o experimentan crecidas pérdidas. No obstante, los beneficios del propietario de una barbería pueden constituir un promedio muy inferior no sólo al salario de un actor cinematográfico o del director de una sociedad anónima, sino incluso al salario medio del trabajador especializado.

La materia se halla empañada por toda suerte de falsos conceptos. Con frecuencia se alude a los beneficios totales de la General Motors, la empresa industrial más grande del mundo, como si aquéllos representaran la regla en lugar de la excepción Pocos son los que conocen los índices de mortalidad de las empresas mercantiles. La mayoría ignora (según referencia de los estudios del TNEC) que «si prevaleciesen en los negocios las condiciones que por término medio mostró la experiencia de los últimos cincuenta años, aproximadamente tan sólo siete de cada diez ultramarinos que abriesen hoy sus puertas sobrevivirían hasta su segundo año de existencia, y de ellos únicamente cuatro podrían celebrar su cuarto aniversario». Desconocen que durante todos los años comprendidos en el período 1930-1938, el número de sociedades mercantiles que sufrieron pérdidas superó, según referencia de las estadísticas del impuesto de utilidades, al número de las que lograron beneficios.

¿A cuánto ascienden, por término medio, los beneficios? No se ha hecho cálculo con las debidas garantías, que abarque los distintos tipos de actividades —tanto entre sociedades mercantiles como entre empresarios individuales—, ni tampoco un número suficiente de años prósperos y adversos. Pero algunos eminentes economistas creen que si tomamos en consideración un período de tiempo suficientemente amplio y tenemos en cuenta la totalidad de las pérdidas experimentadas por todos los negocios, después de conceder un margen de beneficio al capital invertido, a un tipo de interés mínimo relativamente seguro, y atribuir una remuneración razonable, a modo de salario, a los servicios de quienes dirigen sus propios negocios, puede ocurrir que no quede beneficio alguno e incluso que se produzcan pérdidas. Ello en manera alguna obedece a la circunstancia de que los iniciadores de negocios sean deliberadamente filántropos, sino a que su optimismo y confianza en sí mismos les inducen con excesiva frecuencia a aventuras de las que no pueden salir airosos
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Es inconcuso, en todo caso, que cualquier persona que invierte un capital corre el riesgo no sólo de no obtener beneficio alguno, sino de perderlo. En el pasado, el atractivo de unos elevados dividendos en determinadas empresas o industrias indujo a afrontar tan grave riesgo. Ahora bien, cuando los beneficios, pongamos por caso, quedan limitados al 10 por 100 u otro porcentaje análogo, en tanto que el riesgo de pérdida de todo el capital se mantiene, ¿cuál ha de ser el probable efecto sobre el aliciente de la ganancia y su repercusión, por tanto, en relación con el empleo y la producción? El impuesto de tiempo de guerra sobre beneficios extraordinarios fue suficiente demostración de la medida en que tales limitaciones pueden influir en el relajamiento de los índices generales de producción y rendimiento industrial.

Sin embargo, la política estatal tiende actualmente casi en todas partes a suponer que la producción proseguirá su curso a pesar de cuanto se haga por desalentarla. Uno de los mayores peligros actuales para la producción deriva de la política estatal de regulación oficial de precios. No sólo tal política paraliza la producción de un artículo tras otro, al quitar incentivo para su fabricación, sino que sus efectos a largo plazo impiden alcanzar el equilibrio de producción según la demanda real de los consumidores. Si la economía fuera libre, la demanda actuaría de forma que algunas ramas de la producción obtendrían beneficios que los funcionarios gubernamentales sin duda considerarían «no razonables» o «excesivos». Pero ello precisamente no sólo intensificaría al máximo la productividad de los negocios en el sector en cuestión, juntamente con la reinversión de aquellos beneficios en nueva maquinaria y empleos, sino que además atraería de todas partes a empresarios y personas dispuestas a invertir su dinero en tales empresas, hasta que la producción en la industria fuese suficientemente grande para satisfacer la demanda, con lo que los beneficios descenderían al antiguo nivel general.

En una economía sin trabas, en la que salarios, costos y precios quedan a merced del libre juego de la competencia, las perspectivas de beneficios deciden cuáles serán los artículos que se produzcan, en qué cantidades y cuáles los que no han de producirse en absoluto. Si no se registra beneficio en la fabricación de un artículo, es señal que el trabajo y el capital a él destinados se hallan mal invertidos, por cuanto el valor de los recursos que han de ponerse a contribución para elaborar el producto es superior al precio del artículo en cuestión.

En resumen, constituye función propia de los beneficios guiar y canalizar el empleo de los factores de la producción de tal manera que su utilización aporte al mercado miles de mercancías distintas en las cantidades precisas que la demanda solicita. Ningún funcionario oficial, por genial que sea, puede resolver este problema de manera arbitraria. Precios y beneficios libres elevarán al máximo la producción y remediarán la escasez con mayor rapidez que ningún otro sistema. Los precios y beneficios arbitrariamente fijados sólo pueden prolongar la escasez y reducir no sólo la producción, sino también el número de empleos.

Finalmente, la función de los beneficios consiste en provocar un constante e indeclinable estímulo en la dirección de todo negocio conducente a introducir una mayor economía y eficacia, no obstante el nivel anteriormente alcanzado. En las épocas de prosperidad, la dirección obra así para incrementar todavía más los beneficios; en las épocas normales, para aventajar a los competidores, y en los tiempos adversos, para poder sobrevivir. Porque los beneficios no sólo pueden descender a cero; pueden convertirse rápidamente en pérdidas, y una persona realizará mayores esfuerzos para librarse de la ruina que para mejorar simplemente su posición.

Resumiendo, los beneficios derivados de las relaciones entre costos y precios no sólo nos indican cuáles son los artículos de cuya producción se desprende mayor provecho económico para todos, sino también cuáles son los medios más económicos de fabricarlos. Estos problemas se presentan igualmente bajo un régimen de economía socializada y también entonces, como en los regímenes capitalistas, es necesario hallar soluciones; en realidad, cualquier sistema económico imaginable tendría que enfrentarse con ellos y para la inmensa mayoría de mercancías y servicios económicos las soluciones que ofrece el sistema de beneficios y pérdidas, bajo un régimen capitalista de empresa privada en competencia libre de trabas, son incomparablemente superiores a las que podrían obtenerse mediante cualquier otro sistema.

21. EL HECHIZO DE LA INFLACIÓN
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He considerado necesario advertir al lector, una y otra vez, que determinada política económica provocaría fatalmente ciertos resultados, «a condición de que no se produjera inflación». En los capítulos que tratan de las obras públicas y del crédito estatal hube de referirme a la conveniencia de aplazar el estudio de las complicaciones que la inflación introduce en esas cuestiones. Ahora bien, los problemas relacionados con el dinero y la política monetaria constituyen una parte tan intima, y en algunos casos tan consustancial, del proceso económico, que aquella separación era muy difícil, incluso a efectos de la exposición; por esa razón, en los capítulos en que se examinan las consecuencias de diversas políticas estatales o sindicales, en orden a salarios, empleos, beneficios y producción, fue obligado analizar sin aplazamientos algunas de las repercusiones que origina la adopción de políticas monetarias distintas.

Antes de iniciar el estudio de las repercusiones de la inflación en casos concretos, conviene analizar las de carácter general. E incluso previamente estimo todavía preferible indagar los motivos que han inducido siempre a los gobernantes a acudir a la inflación, que disfruta, por otra parte, desde las más remotas épocas, de un raro atractivo para las masas populares; el porqué, en fin, su canto de sirena ha hechizado a una nación tras otra en su caminar hacia el desastre económico.

El error más fácil de evidenciar y, sin embargo, tan antiguo y constante, es aquel que al confundir «dinero» y «riqueza», confiere sorprendente vigor al hechizo que emana de la inflación. «Que la riqueza consiste en dinero, es decir, en oro y plata —escribía Adam Smith hace casi dos siglos— es una noción popular que naturalmente se desprende de la doble función del dinero como instrumento del comercio y como medida de valor… Hacerse rico es adquirir dinero; para ser breves, diremos que riqueza y dinero son considerados en el lenguaje común, bajo todos los aspectos, como conceptos sinónimos».

La verdadera riqueza consiste, por supuesto, en aquello que se produce y consume: alimentos, ropas que vestimos, viviendas que habitamos. Representan riqueza los ferrocarriles, las carreteras y automóviles barcos, aviones, fábricas; los libros, pianos y cuadros de arte. Es tan poderosa, sin embargo, la ambigüedad verbal que confunde dinero y riqueza, que incluso quienes en ocasiones perciben claramente la confusión existente en el constante trasiego de ambos conceptos vuelven a caer en ella posteriormente en el curso de sus razonamientos. Todos sabemos que si dispusiéramos de más dinero podríamos adquirir mayor número de bienes; con triple cantidad de dinero, nuestra «riqueza» sería tres veces mayor. Para muchos resulta indiscutible que si el Estado emitiese más dinero, distribuyéndolo equitativamente entre la población, la riqueza de todos nosotros aumentaría con la cuota que nos hubiera correspondido en el reparto.

Estos son, sin duda, los más ingenuos partidarios de la inflación. Otros, más cautos, reconocen que si todo fuera tan sencillo como creen los primeros, el Estado podría resolver la totalidad de los problemas económicos emitiendo simplemente billetes. Presienten la existencia de un obstáculo y piensan que el Estado debería limitar; de una u otra forma, la cantidad de dinero adicional a emitir. Emitiría justamente lo indispensable para dominar alguna que otra supuesta «deficiencia» o «laguna».

El poder adquisitivo, razonan, es crónicamente insuficiente porque la industria, de un modo u otro, no distribuye bastante numerario entre los productores al objeto de que puedan adquirir como consumidores el producto elaborado. En algún punto debe existir un «escape» misterioso. Y hay quienes tratan de «probarlo» mediante ecuaciones algebraicas. En el primer miembro de aquéllas consignan, una sola vez, determinada cantidad, mientras que en el segundo miembro la incluyen, sin apercibirse de ello, algunas veces más de la cuenta. De esta suerte provocan alarmante diferencia entre lo que llaman «pagos A» y lo que denominan «pagos A + B». Agrúpanse, visten el uniforme verde del movimiento inflacionista y requieren al Gobierno para que emita dinero o conceda «créditos» que permitan hacer realidad el pago del valor numérico de esa diferencia representada por la letra B en la expresión algebraica.

Los más toscos partidarios de lo que denominan «crédito social» pueden parecernos ridículos; pero son innumerables las escuelas de barnices más alambicados que pretenden haber elaborado «planes científicos» para emitir o conceder, en cantidades exactas, el dinero o créditos adicionales indispensables para colmar supuestas «deficiencias» o «lagunas» de carácter crónico o periódico, cuyo alcance y extensión aseguran poder calcular mediante diversos procedimientos no revelados con exceso.

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Los inflacionistas mejor preparados no dejan de reconocer que cualquier incremento sustancial en el volumen de dinero en circulación lleva consigo la reducción del poder adquisitivo de la unidad monetaria; en otras palabras, conduce a un aumento en el precio de las mercancías. Pero tal repercusión no les preocupa. Al contrario, precisamente por ello desean la inflación. Algunos aseguran que de esta suerte mejorará la situación de los deudores pobres frente a los acreedores ricos. Otros piensan que la apuntada medida estimulará las exportaciones y reducirá las importaciones. E incluso hay quienes sostienen que la inflación es absolutamente necesaria para superar las depresiones, «poner de nuevo en marcha a la industria» y alcanzar el «pleno empleo».

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