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Authors: Henry Hazlitt

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

La economía en una leccion (16 page)

BOOK: La economía en una leccion
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Además, los programas de asistencia destinados a aliviar el paro originado por la ley del salario mínimo crean un serio problema. Mediante un salario mínimo de 75 centavos por hora, verbigracia, se prohíbe a cualquiera trabajar cuarenta horas semanales por menos de treinta dólares. Supongamos ahora que se ofrece una asistencia de sólo dieciocho dólares semanales. Ello equivale a haber prohibido que una persona emplee su tiempo eficazmente ganando, por ejemplo, veinticinco dólares semanales, manteniéndole en cambio inactivo percibiendo un subsidio de dieciocho dólares a la semana. Hemos privado a la sociedad del valor de sus servicios; al hombre, de la independencia y dignidad que se derivan de la autosuficiencia económica, incluso a bajo nivel, separándole de la tarea más de su agrado, y, al propio tiempo, recibe una remuneración menor a la que podía haber ganado por su propio esfuerzo.

Estas consecuencias se producirán siempre que el socorro sea inferior en un centavo a los treinta dólares. Sin embargo, cuanto más elevado sea el mismo, tanto peor será la situación en otros aspectos. Si se ofrece un subsidio de treinta dólares, se facilita a muchos igual cantidad sin trabajar que trabajando. En fin, cualquiera que sea la cantidad a que ascienda el subsidio, provoca una situación en la que cada cual trabaja sólo por la diferencia entre su salario y el importe del socorro. Si éste, por ejemplo, es de treinta dólares semanales, los obreros a quienes se ofrece un salario de un dólar por hora o cuarenta dólares a la semana, ven que de hecho se les pide que trabajen por diez dólares a la semana tan sólo, puesto que el resto pueden obtenerlo sin hacer nada.

Cabría pensar en la posibilidad de escapar a estas consecuencias ofreciendo ese socorro en forma de trabajo remunerado, en lugar de hacerlo a cambio de nada; pero esto es tan sólo cambiar la naturaleza de las repercusiones. La asistencia en forma de trabajo significa pagar a los beneficiarios más de lo que el mercado hubiera ofrecido libremente. Por tanto, sólo una parte del salario de ayuda proviene de su actividad (ejercida, por lo general, en trabajos de dudosa utilidad), mientras que el resto es una limosna disfrazada.

Probablemente hubiera sido mejor, en todo evento que el Estado, inicialmente, hubiera subvencionado francamente el sueldo percibido en las tareas privadas que ya venían realizando. No queremos alargar más este asunto, pues nos llevaría al examen de cuestiones que de momento no interesan. Ahora bien, conviene tener presentes las dificultades y consecuencias de los subsidios al considerar la promulgación de leyes del salario mínimo o el incremento de los mínimos ya fijados.

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De cuanto antecede no se pretende deducir la imposibilidad de elevar los salarios. Lo único que se desea es señalar que el método aparentemente sencillo de incrementarlo mediante disposiciones del poder público es el camino peor y más equivocado.

Parece oportuno advertir ahora que lo que distingue a muchos reformadores de quienes rechazan sus sugerencias no es la mayor filantropía de los primeros, sino su mayor impaciencia. No se trata de si deseamos o no el mayor bienestar económico posible para todos. Entre hombres de buena voluntad tal objetivo ha de darse por descontado. La verdadera cuestión se refiere a los medios adecuados para conseguirlo, y al tratar de dar una respuesta a tal cuestión, no el lícito olvidar unas cuantas verdades elementales; no cabe distribuir más riqueza que la creada; no es posible, a la larga, pagar al conjunto de la mano de obra más de lo que produce.

La mejor manera de elevar, por lo tanto los salarios es incrementando la productividad del trabajo. Tal finalidad puede alcanzarse acudiendo a distintos métodos: por una mayor acumulación de capital, es decir, mediante un aumento de las máquinas que ayudan al obrero en su tarea; por nuevos inventos y mejoras técnicas; por una dirección más eficaz por parte de los empresarios; por mayor aplicación y eficiencia por parte de los obreros; por una mejor formación y adiestramiento profesional. Cuanto más produce el individuo, tanto más acrecienta la riqueza de toda la comunidad. Cuanto más produce, tanto más valiosos son sus servicios para los consumidores y, por lo tanto, para los empresarios. Y cuanto mayor es su valor para el empresario, mejor le pagarán. Los salarios reales tienen su origen en la producción, no en los decretos y órdenes ministeriales.

18. ¿INCREMENTAN LOS SINDICATOS LOS SALARIOS?
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El poder de los sindicatos obreros para elevar los salarios con carácter permanente y en relación con la totalidad de la población trabajadora ha sido notablemente exagerado. Tal exageración es, principalmente el resultado de no reconocer que los salarios fundamentalmente evolucionan en función de la productividad del trabajo. Por esta razón los salarios fueron en los Estados Unidos incomparablemente más elevados que en Inglaterra y Alemania durante las décadas en que el «movimiento sindical» en estos dos países estaba mucho más avanzado.

A pesar de la abrumadora evidencia de que la productividad laboral es el factor fundamental determinante de los salarios, la conclusión es generalmente olvidada o menospreciada por los jefes sindicales y por ese numeroso grupo de economistas teorizantes que buscan una reputación de «liberales», imitándoles como papagayos. Pero esta conclusión no se basa, como ellos suponen, en la hipótesis de que los empresarios son, en general, hombres amables y generosos, ansiosos de hacer lo justo. Básase en el supuesto absolutamente distinto de que el empresario anhela incrementar hasta el máximo sus propios beneficios. Si existen gentes dispuestas a trabajar a cambio de una cantidad menor de lo que piensan que merecen recibir, ¿por qué no ha de aprovecharse de ello todo lo posible? ¿Por qué ha de limitarse a contemplar cómo otro empresario obtiene dos dólares de ganancia cada semana, empleando a determinado obrero, y no ha de procurar conseguir los servicios de tal obrero mediante ofrecerle un dólar más a la semana, aun cuando su ganancia se reduzca también a un solo dólar por semana? Y en tanto existan situaciones análogas, la competencia entre los empresarios por el trabajo de los obreros originará una poderosa tendencia a que éstos sean remunerados con la totalidad del valor económico de sus servicios.

Con esto no quiero decir que los sindicatos no persigan finalidades legítimas ni desempeñen ninguna función útil. La misión más importante que pueden llenar es la de cerciorarse de que todos sus miembros obtienen por sus servicios el verdadero valor de mercado.

La competencia entre obreros por los empleos, y entre los empresarios por el trabajo de los obreros, no funciona a la perfección. Ni unos ni otros pueden hallarse plenamente informados respecto a las condiciones existentes en el mercado laboral. Un trabajador aislado, sin la ayuda del sindicato o el conocimiento de las «tarifas sindicales», carece de elementos para fijar el adecuado precio de sus servicios según el mercado, e individualmente se halla en una posición mucho más débil para negociar. Sus errores le resultan mucho más caros que a un empresario. Si éste, equivocadamente, rehusa tomar un empleado de cuyos servicios hubiese podido obtener ventaja, se limita a perder el beneficio neto que pudiera haber logrado empleando a esa persona; pero tal empresario quizá emplee en dicho momento cien o mil obreros. Ahora bien, si un trabajador rechaza erróneamente un empleo en la creencia de que puede obtener fácilmente otro que le reportará más ingresos, su error puede costarle caro. Se está jugando, generalmente, su único medio de vida. No sólo es posible que fracase en sus esfuerzos por encontrar con urgencia nuevo empleo que ofrezca mejor remuneración; puede darse el caso que, durante algún tiempo al menos, le sea imposible hallar otro empleo aun peor remunerado. El tiempo, en la mayoría de los casos, es la esencia del problema, porque tanto él como su familia han de comer. Por ello es posible que se vea tentado a aceptar un salario que le consta es inferior al «valor económico real» de sus servicios, antes de afrontar los indicados riesgos. Sin embargo, cuando todos los obreros de una empresa conciertan con su patrono un contrato laboral colectivo y estipulan el «salario base» y las demás condiciones con que cada clase de actividad ha de prestarse, se consigue que la discusión se lleve en plan de igualdad y el riesgo de cualquier posible error quede virtualmente eliminado.

Sin embargo, los sindicatos suelen extralimitarse con facilidad, según ha demostrado la experiencia sobre todo cuando cuentan con el apoyo de una legislación laboral partidista que sólo establece obligaciones para los empresarios, en cuyo caso va n más allá de su cometido, actúan sin ninguna responsabilidad y adoptan una política antisocial y de cortos alcances. Actúan así, por ejemplo, siempre que pretenden elevar los salarios de sus miembros por encima del nivel fijado por el mercado. Tal intento fatalmente provoca paro. Pero de hecho sólo se consigue implantar aquel tipo de salario empleando de alguna manera la coacción o la intimidación.

Así, en ocasiones se restringe el número de miembros del sindicato imponiendo condiciones de afiliación que no se basan en la destreza o habilidad profesional probadas. Tal restricción puede adoptar muchas formas: exigir a los obreros unas cuotas de entrada excesivas; fijar arbitrarios requisitos para ingresar; establecer discriminaciones, abiertas o disimuladas, fundadas en motivos religiosos y en diferencias raciales o de sexo; señalar un límite absoluto del número de miembros o declarar el boicot, empleando en su apoyo la fuerza si fuere necesario, no sólo a mercancías producidas en empresas que emplean obreros no sindicados, sino incluso a empresas que emplean obreros afiliados a sindicatos rivales o que radican en otras ciudades o regiones.

El caso más obvio de empleo de la fuerza y la intimidación para elevar o mantener los salarios de los miembros sindicados por encima de los tipos reales registrados en el mercado es la huelga. La huelga no implica necesariamente violencia; su empleo pacífico es un arma legítima del trabajo, aun cuando debería usarse con moderación y siempre en última instancia. Si un grupo de obreros interrumpe su trabajo, quizá logre hacer recapacitar a un terco empresario que hasta entonces les había venido pagando miserablemente, haciéndole ver que no conseguirá sustituirlos por otros de condiciones semejantes, dispuestos a aceptar el salario que los primeros rechazaron. Ahora bien, desde el momento en que los obreros utilizan intimidaciones o violencias para que sus demandas sean aceptadas, desde que se valen de piquetes para impedir que cualquiera de los empleados continúe en sus tareas o para evitar que el empresario tome a otros para que sustituyan permanentemente a los huelguistas, su causa se hace dudosa. Porque los piquetes no se emplean en realidad contra los empresarios, sino contra otros obreros. Estos desean ocupar los puestos que han quedado vacantes y percibir los salarios rechazados por los huelguistas. Este hecho prueba que las ocupaciones alternativas que se ofrecían a estos nuevos obreros no son tan buenas como las que rechazan los que van a la huelga. Por consiguiente, si los antiguos empleados consiguen por la fuerza impedir que los nuevos obreros ocupen sus puestos, impídenles escoger la mejor de las alternativas, obligándoles a optar por la peor. Los huelguistas se hallan en una posición privilegiada y emplean la fuerza para mantenerla contra los otros asalariados.

Si el precedente análisis es correcto, el indiscriminado odio al «esquirol» no aparece justificado. Si el «esquirol» es un simple agitador profesional que amenaza usar de la violencia, siendo incapaz de realizar el trabajo, o si recibe durante algún tiempo un sueldo más elevado para que simule estar trabajando y obligue a los huelguistas a desistir de sus pretensiones entonces el odio puede estar justificado. Pero si se trata simplemente de hombres y mujeres que buscan un empleo permanente y desean aceptarlo con los sueldos antiguos que los huelguistas rechazan, en tal caso son trabajadores a los que se obliga a aceptar empleos peores para que los huelguistas puedan disfrutar de otros mejores. Esta posición privilegiada de los antiguos trabajadores sólo puede ser mantenida de hecho mediante la constante amenaza de apelar a la violencia.

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La economía apasionada ha dado origen a teorías que un sereno examen no puede justificar. Una de ellas es la de que el trabajo está generalmente mal pagado. El aserto es de igual naturaleza al que pretende que en el mercado libre los precios, en general, son crónicamente demasiado bajos. Otra curiosa teoría, pero persistente, proclama que los intereses de los obreros de una nación son idénticos y que un incremento en los salarios de determinada agrupación sindical puede ayudar por algún proceso misterioso a elevar los del resto de los trabajadores. No sólo carece esta idea de fundamento, sino que sucede precisamente todo lo contrario: si un sindicato logra, mediante coacción, unos salarios superiores a como valora realmente el mercado sus servicios, perjudicará a los demás trabajadores, como daña a otros miembros de la comunidad.

Con el fin de ver con mayor claridad cómo ocurre esto, imaginemos una comunidad en la que los datos numéricos estén extraordinariamente simplificados. Supongamos que la comunidad consta exactamente de media docena de grupos de trabajadores y que estos grupos son originalmente iguales entre sí, tanto con referencia a los salarios totales que perciben como al valor en el mercado de las mercancías que producen o de los servicios que prestan.

Imaginemos que estos seis grupos se componen de: 1.º, obreros agrícolas; 2.º, dependientes de comercio; 3.º, obreros textiles; 4.º, mineros de carbón 5.º, obreros de la construcción, y 6.º, ferroviarios. Sus salarios medios, fijados sin ninguna especie de coacción, no son necesariamente iguales; pero cualesquiera que sean, asignemos a cada uno el número índice original cien como base. Ahora supongamos que cada grupo forma un sindicato nacional capaz de imponer sus aspiraciones, no en proporción a su productividad económica, sino en función de su poder político y posición estratégica. Imagínese que en definitiva los obreros agrícolas no consiguen el menor aumento en sus salarios, mientras los dependientes logran un incremento del 10 por 100, los obreros textiles del 20 por 100, los mineros del 30 por 100, los de la construcción el 40 por 100 y los ferroviarios el 50 por 100.

Sobre tales supuestos, resulta que se ha producido un incremento medio en los salarios del 25 por 100. Imaginemos también, en aras de la sencillez aritmética, que el precio de la mercancía fabricada por cada grupo de obreros aumenta en la misma proporción que los respectivos salarios. (Por varias razones, incluido el hecho de que los costos de la mano de obra no son los únicos, el precio no aumentará exactamente de ese modo y, desde luego, no lo hará en corto período. Pero, no obstante, esas cifras servirán para ilustrar el principio básico de que se trata).

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