La edad de la duda (7 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: La edad de la duda
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—Ha llegado la denuncia, ¿eh?

Montalbano hizo un gesto vago que podía significar todo y nada.

—¡Esos cabrones! —Digiulio hizo una pausa—. ¡Menudos hijos de puta!

Una vez enterado de la gran consideración en que Digiulio tenía a quienes lo habían denunciado, el comisario decidió averiguar algo más.

—Cuénteme su versión de los hechos.

—En Rétino, Zizì y yo fuimos a beber a una taberna, y allí había dos griegos que…

—… los provocaron.

—Exacto. Zizì reaccionó y yo no me quedé atrás. Se organizó una pelea y…

—Destrozaron el local.

—¿Destrozar? ¡Ni de coña! Zizì rompió dos o tres sillas y…

Zizì. ¿Dónde había oído nombrar a ese tal Zizì? Alguien se lo había mencionado de pasada, pero ¿quién? ¿Y cuándo?

—Disculpe, pero ¿Zizì es alguien del lugar?

Digiulio lo miró perplejo.

—No; es uno de la tripulación.

—Pero no figura entre los…

—Ah, perdone, nosotros lo llamamos Zizì, pero su nombre es Ahmed Chaikri; es magrebí.

En ese momento a Montalbano se le encendió la bombilla.

—¿Era criado del antiguo propietario?

La perplejidad de Digiulio aumentó.

—¿Criado del antiguo…? ¡Ni de coña! ¡Pero si no hace ni tres meses que Zizì embarcó!

El cerebro de Montalbano era ahora un motor a pleno rendimiento.

—¿Me repite el nombre de los otros miembros de la tripulación?

—Pero si ellos no estuvieron en la pelea…

—Dígamelos de todos modos.

—Maurilio Álvarez, que es el mecánico; Stefano Ricca, que es…

Montalbano dejó de escucharlo. ¡Ricca! Lo recordó todo. Vanna le había dicho que Ricca era un banquero, socio de su tío Arturo. Ella se llamaba Vanna como el velero, mientras que Digiulio, Zizì y Ricca eran tres tripulantes…

¡Qué astuta había sido la chica! ¡Una verdadera artista! Había que quitarse el sombrero.

A ver si iba a resultar que lo que él consideraba una tomadura de pelo por parte de Vanna tenía, en cambio, un objetivo preciso. En cualquier caso, ahora lo más urgente era desembarazarse del marino.

—Oiga, ¿usted tiene por casualidad una hermana que se llama Vanna?

—¿Yo? No. Yo tengo un hermano que se llama Antonio.

—Está bien, puede irse.

El hombre no entendía nada.

—¿Y la denuncia?

—¿Cuál?

—La del propietario de la taberna.

—No ha llegado.

—Y entonces ¿por qué me ha hecho venir?

—Por otra denuncia.

—¿Hay otra?

—Sí, de una tal Vanna Digiulio contra su hermano Mario. Pero, puesto que usted asegura que no tiene hermanas…

—No es que lo asegure, ¡es que no las tengo!

—Entonces es un caso evidente de homonimia. Adiós, amigo.

• • •

Estaba seguro: no era Digiulio quien había avisado a Vanna del cambio de ruta del velero. Era absolutamente preciso hablar con los otros miembros de la tripulación. Llamó a Fazio, que se presentó todavía con cara de ofendido por la exclusión.

—Siéntate.

Montalbano se quedó un momento mirándolo. ¿Debía contarle la historia de Vanna o no? Ahora que el asunto parecía tener otro significado, ¿no era mejor contar con un aliado como Fazio?

—¿Recuerdas que el otro día llovió tanto que la carretera se hundió?

—Sí, señor.

—¿Recuerdas que traje a la comisaría a una pobre chica que se llamaba Vanna Digiulio?

—Sí, señor.

—¿Quieres saber una cosa? No se llamaba ni Vanna ni Digiulio, y no era una pobre chica, sino una grandísima hija de puta que me tomó por un idiota de marca mayor.

Fazio se quedó boquiabierto.

—¿En serio?

Y Montalbano se lo contó todo.

• • •

—¿Y usía qué piensa del asunto? —preguntó al final Fazio.

—Yo me he formado una idea precisa sobre unos pocos hechos. Que la chica (sigamos llamándola Vanna por comodidad), en cuanto me presenté como el comisario Montalbano, se puso a estornudar sin parar.

Fazio se quedó pasmado.

—Disculpe, pero ¿qué tiene eso que ver?

—Lo tiene, lo tiene. Me juego las pelotas a que eran estornudos fingidos. Lo hacía para ganar tiempo y decidir si debía decirme lo que quería decirme. Y de inmediato me puso, indirectamente, sobre la pista del velero.

—¿Y por qué?

—Puedo aventurar una hipótesis. Lo hizo para que fuese un recuerdo de futuro.

—Explíquese mejor.

—Si a ella le ocurría algo malo, me había dado suficientes datos sobre a quién debía interrogar.

—Pero ¡la chica no llegó a ver a los del velero!

—En efecto. Porque, en mi opinión, sucedió un imprevisto.

—¿Qué imprevisto?

—Que el velero atracó con un muerto a bordo. Lo que significaba la presencia de la policía, Capitanía, el forense, la Científica… demasiada gente. Prefirió desaparecer. ¿Te cuadra?

—Sí, señor. Pero seguimos sin saber qué había venido a hacer.

—Y por eso es importante descubrir quién está en contacto con ella. ¿Alguien de Capitanía? No lo creo posible. Digiulio no; estoy seguro. Así que ahora necesito contar con tu habilidad.

—¿Qué quiere decir?

—Con los otros miembros de la tripulación no podemos utilizar el mismo sistema que con Digiulio. Es preciso que encuentres una manera de aproximarte al magrebí, ¿cómo se llama…?

—Chaikri.

—Sí, pero para los amigos es Zizì. Intenta enterarte de alguna cosa, que se emborrache… ¿Bajan a tierra?

—¡Ya lo creo! No hacen otra cosa que andar de aquí para allá.

—Pues encuentra el mejor modo de hacerte amigo suyo.

En ese momento apareció Mimì Augello, elegantísimo y sonriente.

—¿Dónde has estado?

—Pero ¿cómo? ¿Catarella no te lo ha dicho? Llevé a Beba con el niño a casa de sus padres. ¿No ves qué cara tengo? ¡Esta noche he dormido por fin como un rey!

Montalbano se quedó mirándolo en silencio.

—¿Qué pasa? —preguntó Augello.

—Mimì, se me está ocurriendo una idea.

—¡Qué buena noticia! ¿Tiene alguna relación conmigo?

—Claro. ¿Te sientes capaz de hacerle la corte a una mujer de cincuenta años que aparenta cuarenta?

Mimì no lo dudó ni un segundo.

—Puedo intentarlo.

Capítulo 6

Fue a comer a la
trattoria
de Enzo sintiéndose bastante satisfecho; pensaba que había encontrado el camino correcto para entender algo sobre el comportamiento de la chica conocida como Vanna. Ahora estaba casi seguro de que ella había actuado siguiendo un plan preciso, trazado mentalmente en cuanto se enteró de que él era el comisario Montalbano.

O sea, que no se había tratado de una broma, sino de una cosa seria, y muy seria.

En cualquier caso sentía, aunque no comprendía la causa precisa, que estaba comportándose como ella habría querido que lo hiciera.

En cambio, en lo que se refería al muerto de la lancha, no tenía nada por lo que felicitarse; el caso estaba estancado prácticamente desde el principio. El hecho de no poder identificarlo lo paralizaba todo. Quien le había destrozado la cara había logrado su objetivo.

Por otro lado, si se trataba de un forastero, era inútil recorrer los hoteles y pensiones de Vigàta, Montelusa y alrededores. Aparte de que habría sido una tarea larga, el problema seguía siendo el mismo: ¿cómo se reconoce a alguien que ya no tiene cara y va indocumentado? Y si por casualidad era alguien del lugar, ¿cómo es que no se había presentado ninguna denuncia de desaparición?

En la
trattoria
encontró consuelo: el pescado había vuelto al menú de Enzo y, para resarcirse de la abstinencia forzosa del día anterior, se dio un atracón. Pidió una fritura de salmonetes y calamares que habría quitado el hambre a media comisaría.

Por consiguiente, el paseo por el muelle hasta el faro se impuso como una necesidad absoluta. Esta vez hizo también el recorrido largo, pasando por delante del
Vanna
y el
As de corazones
, que seguían cabeceando juntos.

Acababa de pasar ante las dos embarcaciones cuando oyó a su espalda risas y voces. Se giró sin dejar de andar.

Livia Giovannini, la propietaria del
Vanna
, y el capitán Sperli estaban bajando en ese momento por la pasarela del
As de corazones
, mientras desde la cubierta un hombre de considerable corpulencia, un hércules de un metro noventa como mínimo, espaldas como un armario y pelirrojo, les decía adiós con la mano. El barco era enorme, pero aquel hombre por fuerza tendría que andar inclinado por el interior. Después, la señora y el capitán empezaron a subir por la pasarela del
Vanna.

Al llegar a la roca plana, Montalbano se sentó, encendió un cigarrillo y empezó a pensar en lo que acababa de ver.

¿Por qué la propietaria y el capitán del
Vanna
habían subido al
As de corazones
?

¿Se trataba de una simple visita de cortesía, de un gesto de buena vecindad? ¿Era costumbre entre aquella gente actuar así? Teniendo en cuenta la hora, también era probable que los del
Vanna
hubieran sido invitados a comer, cosa muy natural. ¿O bien ya se conocían? ¿Mantenían viejas relaciones de amistad, de negocios u otro tipo?

Sólo se podía hacer una cosa, e inmediatamente: averiguar más cosas sobre el
As de corazones.

Pero de ese modo la investigación, en vez de empezar a reducirse, se ampliaría aún más al implicar a otras personas. Y eso es lo peor que puede suceder en el transcurso de una investigación.

Fuera como fuese, la única manera de obtener información sobre el
As de corazones
era preguntarle a Laura, a la cual tenía que preguntarle otra cosa lo antes posible.

¡Laura! ¡Madre mía, qué guapa era!

Y de nuevo se perdió en sus pensamientos sobre la joven teniente. No le gustaba ser incapaz de concentrarse en ninguna otra cosa en cuanto pensaba en ella. Sólo la tenía a ella en la cabeza; cómo andaba, cómo reía… En el fondo, le daba un poco de vergüenza. No le parecía serio en un hombre de su edad. Pero no podía remediarlo.

Cuando subió al coche, en lugar de ir a la comisaría, tomó la carretera de Montelusa. Se detuvo delante del Instituto Médico Forense, bajó y entró.

—¿Está Pasquano?

—Estar, está. —Lo que, traducido, significaba: está, pero no es aconsejable ir a molestarlo.

—Verá, sólo necesito copiar la ficha que ha cumplimentado el doctor después de la autopsia del cadáver desfigurado.

—Podría facilitársela yo, pero usted no puede llevársela.

—La quiero sólo para copiar algunos datos aquí mismo, delante de usted. Hágame ese favor.

—Está bien, pero no se lo diga al doctor.

• • •

Una media hora más tarde aparcó delante de Retelibera, una de las dos cadenas de televisión locales.

—¿Está Zito?

—Está en su despacho —dijo la secretaria, que lo conocía perfectamente.

El comisario y el periodista se abrazaron; eran viejos amigos y se alegraban mucho siempre que se veían.

Montalbano le pasó los datos que había copiado: estatura, peso, color del pelo, anchura de hombros, longitud de las piernas, dentadura… Zito le prometió que daría la noticia en los dos siguientes telediarios, el de las ocho y el de medianoche. A los que llamaran, les dirían que se pusieran en contacto directamente con la comisaría.

• • •

En la oficina encontró a Fazio esperándolo con cara de perro apaleado.

—¿Qué pasa?

—¡
Dottore
, estamos jodidos!

—¿Y te parece que eso es una novedad? No sé qué le ves de sorprendente. Yo tengo clarísimo que he estado jodido desde el momento de nacer, así que, jodienda más o jodienda menos… A ver, ¿de qué se trata?

—De Chaikri.

—Desembucha.


Dottori
, casualmente, mientras iba a comer, al pasar por delante de la taberna de Giacomino he visto que entraban Digiulio, Ricca y Alvarez. Así que al cabo de un momento he entrado yo también y me he sentado cerca de ellos. Al oír que hablaban de Zizì he puesto la antena. ¿Quiere saber una cosa?

—Si es mala, no quiero saberla, pero tú dímela igualmente.

—Anoche detuvieron a Zizì.

Montalbano soltó un taco.

—¿Quién? —preguntó.

—Los carabineros.

—¿Y por qué?

—Parece que anoche, cuando volvía al barco, vio un coche de los carabineros parado junto al puerto. Zizì había bebido bastante, así que se acercó al vehículo, se desabrochó la bragueta y se puso a mear encima.

—Pero ¿está mal de la cabeza o qué? ¿Y los carabineros estaban dentro del coche?

—Sí, señor.

—¿Y qué pasó?

—Pasó que, cuando estaban arrestándolo, le arreó un mamporro a uno de los carabineros.

Montalbano soltó otro exabrupto.

—¿Qué hacemos? —preguntó Fazio.

—¿Qué quieres que hagamos? ¡No puedo telefonear a los carabineros y decirles que lo pongan en libertad porque a mí me va bien! Intenta acercarte a Ricca; es el único movimiento posible.

• • •

La noche anterior había quedado con Laura en que ella le telefonearía a las siete, pero ya eran casi las ocho y aún no había dado señales de vida.

Como le había pedido a Laura el número de su móvil, después de un ratito de tira y afloja consigo mismo decidió llamarla.

—Soy Montalbano.

—Te he reconocido por la voz. —Frase dicha sin ningún entusiasmo.

—Se te ha olvidado que…

—No se me ha olvidado.

¡Coño, sí que estaba comunicativa!

—¿Mucho trabajo?

—No.

—Entonces, ¿por qué no…?

—Había decidido no llamarte.

—Ah.

Se hizo el silencio. A Montalbano lo asaltó el pánico del corte de línea. Era una cosa de lo más idiota, y sin embargo no podía remediarlo; le entraba un miedo insoportable, de niño abandonado en una nave en medio del espacio.

—¿Diga? ¿Diga? —se puso a berrear.

—¡No grites! ¡Estoy aquí!

—¿Puedes explicarme por qué no…?

—Por teléfono no me siento cómoda.

—Inténtalo.

—Te he dicho que no.

—Entonces, veámonos, por favor. Tengo que preguntarte también una cosa sobre el
Vanna.

Otra pausa. Pero esta vez Montalbano la oía respirar.

—¿Quieres que vayamos a cenar? —preguntó ella.

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