—Sí.
—Pero a tu casa no.
—De acuerdo. A donde tú quieras.
—Vayamos a ese restaurante de Montereale del que me hablaste.
—Muy bien. Ven tú aquí, a la comisaría, cogemos mi coche y…
—No. Dime cómo se va a esa
trattoria.
Nos vemos directamente allí. Pero dentro de una hora, que tengo que cambiarme.
¿Qué le pasaba? ¿Por qué había cambiado tanto de actitud? No lo entendía.
• • •
Al cabo de diez minutos sonó el teléfono.
—¡Ah,
dottori, dottori
! ¡Ah,
dottori
!
Mala señal. Cuando Catarella empezaba lamentándose así, significaba que telefoneaba el
siñor
jefe
supirior
, como lo llamaba reverentemente.
—¿El jefe superior pregunta por mí?
—¡Sí,
siñor dottori
! ¡Es urgentísimo!
—Dile que no estoy en la comisaría.
Igual era para pedirle que fuera a Montelusa y le impedía acudir a la cita con Laura.
—¡Virgen santísima,
dottori
! —exclamó Catarella.
—¿Qué te ocurre?
—¡Me ocurre que cuando tengo que decir un embuste al
siñor
jefe
supirior
me parece que cometo un pecado mortal!
—¡Pues ve a confesarte!
Pasados tres cuartos de hora, se disponía a levantarse para salir cuando se presentó Fazio.
—
Dottore
, como tengo un amigo muy querido que es carabinero, me he permitido…
—¿Qué has hecho?
—Le he preguntado qué intenciones tenían con Chaikri.
—¿Y cómo has justificado tu interés?
—Le he dicho que es amigo mío, que cuando bebe no sabe lo que se hace, y me he disculpado en su nombre.
—¿Y qué te ha contestado?
—Lo han soltado esta misma tarde, a las cinco. Han presentado una denuncia contra él por agresión y resistencia. ¿Qué hago? ¿Voy a buscarlo a la taberna de Giacomino?
—Ve ahora mismo y deja estar a Ricca por el momento.
• • •
Ya se había puesto de pie cuando sonó el teléfono directo. ¿Contestar o no contestar? Esa era la cuestión. La prudencia sugería no contestar, pero como le había dado precisamente ese número a Laura, pensó que podía ser ella para decirle que había cambiado de idea. Levantó el auricular.
—¿Sí?
—¡Qué suerte haberlo encontrado,
dottor
Montalbano! ¿Acaba de regresar a la sede?
—En este preciso momento.
Era el pelmazo del jefe de gabinete del jefe superior de policía, el
dottor
Lattes, apodado «leches y mieles», y empeñado, entre otras cosas, en que Montalbano tenía mujer e hijos.
—Queridísimo amigo, el jefe superior ha salido y me ha dejado el encargo de que lo localice.
—Dígame,
dottore.
—Verá, urge confirmar qué expedientes son los que quedaron destruidos por esa especie de inundación que sufrieron el otro día.
—Comprendo.
—¿Tendría disponible una horita o una horita y media?
—¿Cuándo?
—Ahora. Podemos hacerlo por teléfono. Basta con que tenga delante la lista de los expedientes perdidos. Hagamos de momento una comprobación rápida, aunque necesaria para…
Montalbano se vio perdido. ¿Debía anular la cena con Laura? No, no cedería a la venganza de la burocracia. Pero ¿qué podía hacer? ¿Cómo iba a escabullirse? Quizá sólo podía salvarlo una buena representación improvisada. Así pues, dio rienda suelta a sus dotes de actor trágico.
—¡Ay, pobre de mí! ¡No puedo, no puedo! ¡Por desgracia, no tengo tiempo! —exclamó con voz desesperada.
Lattes quedó impresionado.
—¡Dios santo! ¿Qué le ocurre?
—¡Acaba de telefonear ahora mismo mi esposa!
—¿Y qué?
—¡Llamaba desde el hospital! ¡Ay, qué desgracia!
—Pero ¿qué ha pasado?
—Mi hijo pequeño, Gianfrancesco, está muy mal, y tengo que ir sin falta…
El
dottor
Lattes no titubeó.
—¡Por lo que más quiera, Montalbano! ¡Vaya enseguida, corra! Rezaré a la Virgen por su… ¿Cómo ha dicho que se llama?
Montalbano ya no se acordaba del nombre que había dicho. Soltó uno al azar.
—Gianantonio.
—Pero ¿no ha dicho Gianfrancesco?
—¿Lo ve? ¡No sé dónde tengo la cabeza! Gianantonio es el mayor, que está bien, gracias a Dios.
—¡Vaya, vaya! ¡No pierda más tiempo! Le deseo que todo salga bien. Y mañana deme noticias, se lo ruego.
• • •
Montalbano salió disparado para Montereale.
Y al cabo de menos de dos kilómetros el coche se paró. En el depósito no quedaba ni una gota de gasolina. Sabía que a unos doscientos metros había un surtidor.
Bajó, cogió una lata, fue corriendo hasta el surtidor, llenó la lata, pagó, volvió al coche, arrancó, paró de nuevo en el surtidor, llenó el depósito y salió pitando. Todo eso sin dejar de soltar palabrotas ni un momento.
Y cuando llegó al restaurante, sudando y jadeando, Laura ya estaba sentada a una mesa y lo esperaba nerviosa.
—Si tardas cinco minutos más, no me encuentras —dijo, fría como un témpano.
Quizá fue por los contratiempos que se habían interpuesto en su camino e impedido que llegara a tiempo por lo que, al oír esas palabras, Montalbano perdió los nervios. No pudo controlarse y se le escapó una frase que jamás habría pensado que diría:
—En ese caso, me voy yo.
Dio media vuelta, salió del restaurante, cogió el coche y se dirigió a Marinella.
• • •
Sólo tenía ganas de meterse en la ducha y quedarse bajo el chorro de agua el mayor tiempo posible para que se le calmaran los nervios.
Veinte minutos después, mientras se secaba, reflexionó, con la mente fría, sobre lo que había hecho y le pareció una tontería como una casa. Porque él necesitaba a Laura para llevar adelante la investigación: Mimì Augello sólo podría contactar con la señora Giovannini a través de Laura.
Eso era lo que ocurría cuando se mezclaban los asuntos personales con los del trabajo. Decidió que lo primero que haría a la mañana siguiente sería telefonear a Laura para pedirle disculpas.
De momento no tenía hambre; quizá le entrara con un rato en la galería respirando el aire del mar. Mientras volvía del restaurante, se había dado cuenta de que, al contrario que la noche anterior, no hacía fresco y no corría ni un soplo de aire. Así que se quedó en calzoncillos. Encendió la luz de la galería desde dentro, cogió el tabaco y el encendedor y abrió la cristalera.
E inmediatamente se quedó helado.
No por el frío que no hacía, sino porque frente a él, callada, con la mirada gacha, estaba Laura.
Al parecer había llamado; él no la había oído porque estaba en la ducha, y entonces ella, como sabía a ciencia cierta que se encontraba en casa, había dado la vuelta para presentarse por la parte trasera.
—Perdona —dijo muy seria. Levantó los ojos, y de pronto se le escapó la risa.
Y justo en ese momento, casi viéndose reflejado en sus ojos, Montalbano cayó en la cuenta de que iba en calzoncillos.
—¡Aaahhh! —gritó, y echó a correr hacia el cuarto de baño como en una escena cómica de cine mudo.
Estaba tan alterado y confundido que la escena cómica continuó cuando, al ponerse los pantalones, resbaló en el suelo mojado y cayó de culo.
Cuando por fin se encontró en condiciones de razonar mínimamente, salió y fue a la galería. Laura se había sentado en el banco y estaba fumando un cigarrillo.
—Por lo que parece, hemos discutido —dijo ella.
—Sí. Te pido disculpas, pero es que…
—Dejemos de pedirnos disculpas. Te debo una explicación.
—No tienes por qué dármela.
—Voy a hacerlo porque me parece necesario. ¿Te queda un poco de aquel vino?
—Claro.
Montalbano entró en casa. Volvió con una botella recién abierta y dos copas. Laura se bebió una entera antes de empezar a hablar.
—No tenía ninguna intención de llamarte y me había jurado que, si me telefoneabas tú, te diría que no podía verte.
—¿Por qué?
—Déjame hablar.
Pero él insistió.
—Mira, Laura, si ayer te sentiste ofendida por algún motivo que todavía no…
—No me ofendiste; al contrario.
¿Qué significaba aquel «al contrario»? Lo mejor era quedarse callado y dejarla hablar.
—No quería verte porque tengo miedo de hacer el ridículo. Y además, no sería justo.
Montalbano no salía de su asombro. Y se temió que metería la pata dijera lo que dijera. Pero la verdad es que no entendía nada.
—Por lo tanto —continuó Laura—, me dije que sería un error seguir viéndote. Es la primera vez en la vida que me pasa una cosa así. Es muy humillante, muy deprimente, porque te vuelves completamente pasiva; no puedes hacer absolutamente nada, tu voluntad no cuenta. De hecho, cuando me has llamado, no he sido capaz… Ayúdame.
Se interrumpió, se sirvió otra copa y se bebió la mitad. Mientras se la acercaba a los labios, Montalbano vio cómo brillaban sus ojos, en los que se agolpaban las lágrimas.
«Ayúdame.» Pero ¿a qué? ¿Y por qué lloraba? ¿Cómo podía ayudarla, si no tenía la menor idea de lo que le pasaba?
De repente, Montalbano lo entendió. Aunque, de buenas a primeras, se negó a creer lo que había entendido. ¿Sería posible que a ella le estuviera sucediendo exactamente lo mismo que a él? ¿Sería posible que entre los dos se hubiera producido el clásico flechazo?
Se enfadó consigo mismo por recurrir a una frase hecha, pero no le acudieron a la mente otras más originales. Notó que se le aflojaban las piernas, se sintió perplejo, feliz y asustado a un tiempo.
«Ayúdame tú», pensó decirle. Pero, mientras pedía ayuda en silencio, habría querido abrazarla y estrecharla contra sí. Y para contenerse tuvo que hacer tal esfuerzo que le aparecieron unas gotas de sudor en la frente.
Entonces hizo lo único que podía hacer si realmente era el hombre que creía ser, aunque fuese a costa de sentir un verdadero dolor físico, una especie de cuchilla clavada en el pecho.
—Puesto que nos hemos visto —dijo indiferente, como si no hubiera comprendido en absoluto sus palabras y el sufrimiento que encerraban—, aprovecho para pedirte un favor, siempre y cuando puedas hacérmelo.
—Dime.
Le pareció que ella se sentía desilusionada y contenta al mismo tiempo.
—El subcomisario, que se llama Mimì Augello, además de ser un policía excepcional, es un hombre muy atractivo que sabe tratar a las mujeres.
—¿Y…? —repuso Laura, un tanto sorprendida por ese preámbulo.
—Creo que podría resultar bastante útil que conociera a la propietaria del velero.
—Ya. Crees que si traban amistad, tu hombre conseguirá sonsacarle alguna información.
—Exacto.
—¿Te importa decirme por qué tienes los ojos puestos en ese velero? He sabido que la Policía Fiscal lo ha sometido a numerosos controles y nunca ha encontrado nada anormal.
—Eso tal vez no signifique nada.
—Explícate mejor.
—No puedo más de lo que lo he hecho; créeme. Es simplemente, cómo te diría, una impresión, una sensación… —¡Mierda! ¡Tenía que hacer de perro de caza que olfatea una pista en vez de contarle todo el episodio de Vanna!
—¿Y esas sensaciones tuyas dan siempre en el clavo? —preguntó Laura en tono irónico.
—Para ti, entonces, ¿se trata de una viuda rica cuya única distracción es navegar de vez en cuando y acabar en la cama del capitán?
—¿Por qué no? ¿Qué te parece tan raro?
—Está bien. En tal caso, dejémoslo.
—Perdona, que yo tenga una opinión distinta de la tuya no significa que no quiera ayudarte. Dime cómo puedo serte útil.
—Tendrías que hacer algo para que Augello conociera a la señora Giovannini.
Laura se quedó callada.
—Si no te sientes capaz… —empezó Montalbano.
—No, no. Pero, antes que nada, ¿estás seguro de que los del velero no saben quién es Augello?
—Segurísimo.
—Entonces el problema es cómo hacer que se conozcan. No es fácil, ¿sabes? Tendría que llevarlo al velero, pero para eso debo encontrar una buena excusa para ir yo.
—Había pensado que podrías presentárselo como alguien encargado de algo y que en calidad de tal tenga que subir a bordo.
Laura se echó a reír.
—¡Me parece una sugerencia clarísima!
—Disculpa, pero no consigo…
—Déjame pensar; seguro que se me ocurre algo.
Se dispuso a beberse otra copa, pero Montalbano la detuvo.
—¿No te parece demasiado con el estómago vacío? ¿Quieres comer algo?
—Sí —dijo ella. Y añadió—: No. Me voy.
Se levantó.
—Venga, no seas así… —pidió Montalbano.
Laura se sentó. Se levantó de nuevo.
—Me voy.
—Por favor…
Ella volvió a sentarse. Parecía una marioneta movida por hilos invisibles.
Montalbano fue a la cocina y abrió el horno. En una fuente había cuatro enormes salmonetes hechos con una salsa especial inventada por Adelina. Encendió el horno con el grill para que se calentaran bien.
Luego abrió el frigorífico, metió otra botella de vino y cogió un plato de aceitunas, queso y anchoas. Después sacó de un cajón el mantel, las servilletas y los cubiertos, y los dejó encima de la mesa para llevarlo todo a la galería y cenar allí.
Para asegurarse de que los salmonetes no se quemaban, abrió el horno y cogió la fuente, y mientras estaba inclinado notó el peso de Laura, que se apoyaba en su espalda y, en silencio, lo abrazaba cruzando las manos sobre su pecho.
Se quedó paralizado, medio agachado y sintiendo que la sangre le corría cada vez más deprisa, temiendo que los latidos de su corazón se oyeran en la habitación como un martillo neumático. Ni siquiera notaba el calor insoportable de las asas de la fuente, que le estaba achicharrando los dedos.
—Perdóname —dijo Laura.
Y su cuerpo se apartó mientras sus manos lo soltaban lentísimamente; se retiraron como haciéndole una larga caricia.
La oyó salir de la cocina.
Montalbano, hechizado, desconcertado, perplejo, dejó la fuente en la encimera y puso los dedos quemados bajo el chorro de agua fría antes de salir con el mantel y los cubiertos para poner la mesa.
Pero al llegar a la puerta se detuvo.
Sólo debía dar cinco o seis pasos para llegar a la galería, y quizá encontrar allí la felicidad. Sin embargo, tenía miedo; esos pocos metros eran peor que una travesía transoceánica, lo llevarían muy lejos de la existencia vivida hasta entonces, sin duda cambiarían por completo su rutina. ¿Sería capaz a su edad?