—¿Y el resto de la tripulación?
—Maurilio, que es español, está en el
Vanna
desde que el
ingigneri
lo compró, como Sperli. Los tres marineros actuales fueron contratados después de que Sperli se deshiciera de la antigua tripulación porque le recordaba demasiado las experiencias de la señora.
—A ver si lo entiendo. ¿Se deshizo de todos menos de Maurilio?
—Sí, señor. Porque Maurilio está protegido.
—¿Protegido por qué?
—Por el testamento del
ingigneri
, donde se decía que Maurilio debía permanecer a bordo mientras quisiera.
—¿Y cómo explica Maurilio esa cláusula?
—No la explica; dice que sentía un gran afecto por el
ingigneri.
—Afecto que, sin embargo, no le impedía aceptar que la señora se lo pasase por la piedra.
Fazio abrió los brazos.
—Ánimo. ¿Quiénes son los otros tres?
Fazio tuvo que consultar otra vez el papelito.
—Ahmed Chaikri, magrebí, veintiocho años; Stefano Ricca, natural de Yiareggio, treinta y dos años; y Mario Digiulio, natural de Palermo…
¡Digiulio! ¡El apellido que le había dado Vanna! ¿Se trataba de una coincidencia? Lo mejor era comprobarlo.
—¡Para! Ahora es tarde, pero mañana por la mañana coges a ese tal Digiulio y me lo traes aquí.
Fazio lo miró desconcertado.
—¿Qué ha hecho?
—No ha hecho nada; me interesa conocerlo mejor. Busca una excusa cualquiera, pero a las nueve lo quiero en comisaría.
• • •
Montalbano estaba a punto de irse a Marinella cuando sonó el teléfono.
—
Dottori
, hay una señora que es hembra pero tiene nombre de varón, dice que se llama Giovannino y quiere hablar con usía personalmente en persona.
—Hazla pasar.
Era Livia Giovannini, la propietaria del velero. Entró desplegando una amplia sonrisa. Iba vestida de noche, bastante elegante.
—Comisario, disculpe si lo molesto.
—Por favor, señora, siéntese.
—Ayer estaba un poco alterada y olvidé preguntarle una cosa. ¿Puedo preguntársela ahora?
Era de una amabilidad exquisita. Puro teatro, estaba claro.
—¡Faltaría más!
—¿Cómo es que sabía que tengo una sobrina?
Debía de haberse devanado los sesos para encontrar una explicación; seguramente le había pedido consejo a Sperli y al final había decidido preguntárselo directamente. Lo que significaba que el asunto de la seudosobrina era importante. Pero ¿por qué?
—Ayer diluviaba y la carretera de la costa que va a Vigàta se hundió —empezó Montalbano, y le contó toda la historia.
—¿Le dijo algo de mí?
—Sólo me dijo el nombre de su marido, pero no el apellido. Ah, ahora que me acuerdo, dijo también que es usted muy rica y que le gusta viajar por mar. Nada más.
La mujer se mostró aliviada.
—¡Menos mal!
—¿Por qué?
—Porque a veces a la pobre se le va la cabeza y dice disparates, se inventa historias inverosímiles… Estaba preocupada pensando que quizá le había…
—Comprendo. Pero le aseguro que no me contó nada raro.
—Gracias —repuso ella, levantándose con una sonrisa radiante.
—De nada —contestó Montalbano, levantándose también con una sonrisa más radiante todavía.
En Marinella oyó el teléfono mientras abría la puerta, pero cuando levantó el auricular era demasiado tarde; al otro lado de la línea ya no había nadie. Miró el reloj: las ocho y treinta y cinco.
Se desahogó soltando unos cuantos improperios contra la propietaria del velero por haberle hecho perder tiempo.
Le había dado a Laura el número de Marinella y habían quedado en que lo llamaría a las ocho y media. Por eso él no le había pedido su número. ¿Y ahora qué? ¿Telefoneaba a Capitanía o esperaba un poco, confiando en que volviera a llamarlo? Decidió esperar.
Se cambió de traje y fue a abrir el horno. Adelina, la asistenta, le había preparado una fuente de pasta
'ncasciata
suficiente para cuatro. En el frigorífico, por si tenía más apetito, cosa difícil, había un plato de
nervetti all'acìto
, trochos de cabeza y cartílago de ternera hervidos y aliñados con cebolla y encurtidos.
El teléfono sonó de nuevo. Era Laura.
—He llamado hace un rato, pero…
—Disculpe, pero me he entretenido en la comisaría y…
—¿Dónde nos vemos?
—En Marinella hay un bar…
—No me apetece.
—¿El qué?
—Que nos veamos ahí. No me gustan los bares.
—En tal caso, podríamos…
—¿Me explica cómo se va a su casa? —preguntó ella sin rodeos.
En el fondo, era lo más sencillo, y Laura debía de ser una chica práctica. Montalbano se lo explicó.
—Entonces quedamos así: yo voy a su casa y, mientras tomamos un aperitivo, decidimos adónde vamos a cenar.
—Sí, mi teniente.
• • •
Laura se presentó media hora más tarde. Se había quitado el uniforme y ahora llevaba una falda por encima de la rodilla, una blusa blanca y una especie de chaleco grueso. El pelo, suelto, le caía sobre los hombros. Guapísima, vital y simpática.
—¡Qué bonito es esto!
Montalbano abrió la cristalera de la galería, y ella salió y se quedó embelesada.
—¿Qué quiere tomar?
—Vino blanco, si tiene.
El comisario tenía siempre una botella en la nevera. La sacó y metió otra.
—¿Podemos sentarnos aquí? —preguntó Laura.
—Claro.
Bebieron el vino sentados uno al lado del otro en el banco. Pero hacía demasiado fresco, y al terminar la copa tuvieron que entrar.
—¿Adónde va a llevarme?
—Hay dos posibilidades: o vamos a un restaurante cerca de Montereale, pero para eso tenemos que coger el coche… o nos quedamos aquí.
Ella se mostró dubitativa y Montalbano la malinterpretó.
—Usted apenas me conoce, pero le aseguro que…
Laura rompió a reír con una risa cristalina.
—¡No, no! Ni se me ha ocurrido pensar que quiera…
Montalbano sintió una punzada de melancolía. ¿Lo veía tan viejo como para no tener ya deseos? Afortunadamente, ella continuó:
—… pero debo confesarle que tengo un hambre canina; hoy no he podido comer a mediodía.
—Venga conmigo.
La guió hasta la cocina, abrió el horno y sacó la fuente. Laura aspiró el aroma, suspiró y cerró un instante los ojos.
—¿Qué me dice? ¿No le parece una buena propuesta?
—Quedémonos.
• • •
Se conocieron más a fondo. Ella le contó que había elegido la carrera militar porque su padre era almirante —ya próximo a la jubilación—, que había estudiado en la Academia de Livorno, que había estado embarcada en el
Vespucci
, que su tío se llamaba Gianni y también era oficial de la Marina —destinado en un crucero—, que tenía treinta y tres años, que vivía en Vigàta desde hacía apenas tres meses y que aún no había tenido tiempo de hacer amistades. Era la primera vez, desde que estaba en Vigàta, que quedaba para comer con un hombre. Montalbano, en cambio, le habló largo y tendido de Livia. Laura se comió también los
nervetti.
Tenía buen paladar.
—¿Quieres…? Disculpe, ¿quiere…? —empezó Montalbano.
—¿Te molesta tutearme?
—En absoluto. ¿Quieres un café, un whisky…?
—¿Queda más vino de éste?
• • •
—¿Habéis conseguido identificar al muerto? —pregunto Laura en un momento dado.
—Todavía no. Creo que la identificación será larga y difícil.
—Me han dicho que lo mataron destrozándole la cara.
—No; se la destrozaron después. Murió envenenado.
—Entonces… —Laura se interrumpió—. No, nada; me había formado una idea… Pero es ridículo hablar de esto contigo. Me he informado, ¿sabes? Me han dicho que en tu campo eres más que bueno, excepcional.
Montalbano se sonrojó y ella volvió a reír.
—¡Qué maravilla! ¡Todavía existe un hombre capaz de sonrojarse!
—¡Anda, para ya! Dime cuál es tu idea.
—Había pensado en un robo que se complica. Ese hombre está dando un paseo por el muelle, alguien quiere arrebatarle su cartera, él planta cara, el otro lo golpea con una piedra y se lo carga. Después lo mete en un bote… por esa parte hay muchos anclados, y… ¿Habéis comprobado a quién pertenece la embarcación?
Montalbano consiguió no sonrojarse otra vez de milagro. No se le había ocurrido. Y era lo primero en que debería haber pensado. Estaba perdiendo facultades; no tenía vuelta de hoja.
—No —respondió—, porque la Científica opina que no había sido utilizada antes de poner dentro el cadáver.
Laura arrugó la nariz.
—Aun así, yo haría una pequeña comprobación.
Más valía cambiar de tema; si no, acabaría quedando mal.
—Oye, quizá puedas darme una respuesta. Que tú sepas, ¿hay mucha gente rica que se pasa todo el año en el mar, yendo de un puerto a otro sin hacer otra cosa?
—¿Te refieres a Livia Giovannini?
—¿La conoces?
—El
Vanna
atracó en el puerto tres días después de que yo me incorporara al servicio en Vigàta. Subí a bordo para hacer un trámite y así nos conocimos. En aquella ocasión venía de Tánger, pero había zarpado meses antes de Alexander Bay.
—¿Dónde cae eso? —preguntó Montalbano, sorprendido.
—Es un pequeño puerto de Sudáfrica.
—¿Y ahora de dónde ha venido?
—De Rétino, y…
—¿Rétino? ¿Dónde está?
—En la isla de Creta, y se dirigía a Orán, pero tuvo que cambiar de ruta a causa del mal tiempo.
El comisario estaba atónito.
—¿Te sorprende? —inquirió Laura.
—Pues sí. No digo que el
Vanna
sea una embarcación pequeña, pero…
—Ten en cuenta que es uno de los mejores veleros del mundo. Además, el marido de la señora Giovannini modificó totalmente la distribución y los motores.
—Sperli dijo que llevan un motor auxiliar que no funciona bien.
—¡Y un cuerno! Creo que las velas las usan sólo de adorno. Es una bestia de veintiséis metros, originalmente con veinticuatro plazas para dormir. También ampliaron y modificaron los camarotes, de forma que ahora las plazas para dormir han quedado reducidas a media docena, pero en compensación han ganado mucho espacio y otro saloncito.
—El yate que está al lado tampoco se queda corto.
—¿El
As de corazones
? Ese es un Baglietto de dieciocho con sesenta y tres metros, dotado de dos potentes motores GM, y tiene nueve plazas para dormir. Va a donde quiere.
—Veo que entiendes de esto.
—Mi interés es por puro entretenimiento personal.
—Oye, volviendo a lo de antes, te preguntaba si hay mucha gente rica que…
—¿… que se pasa la vida en el mar? No creo.
—Entonces, ¿cómo te lo explicas?
—No me lo explico. Quizá sea una manía que tenía el marido y contagió a su mujer.
Montalbano se quedó pensativo. Al cabo de un momento preguntó:
—¿Cómo se podría averiguar cuántos puertos ha tocado el
Vanna
en el último año?
—Revisando el cuaderno de bitácora del capitán.
—¿Y cómo se le podría echar un vistazo?
—El único que puede hacerlo es el fiscal. Pero debe encontrar una excusa ingeniosa. ¿Vas a explicarme por qué te interesa tanto el
Vanna
? En el fondo, se cruzó con la zódiac por pura casualidad.
—No sé decirte por qué, pero… tengo curiosidad… No sé… hay algo que no me convence.
No podía decirle que lo que había despertado sus sospechas era el encuentro con la chica que decía llamarse Vanna, como el propio velero.
• • •
Laura se fue pasada la medianoche, con la promesa de que al día siguiente se llamarían.
El se quedó un rato despierto pensando en el hombre asesinado. Si, como afirmaba Pasquano, lo habían dejado irreconocible a propósito, eso significaba que alguien podía reconocerlo. A primera vista, un razonamiento como ése parecía digno de Catarella o de Perogrullo. Pero era un punto de partida.
En nuestros días, un pobre diablo asesinado así no es noticia, como dicen los periodistas. La prensa nacional puede dedicarle como máximo cinco líneas; la local, media columna. Las cadenas de televisión nacionales ni siquiera lo mencionarían; las del lugar del suceso, en cambio, sí.
Por eso la persona capaz de reconocer al muerto, en caso de que le hubieran dejado intacta la cara, no podía sino encontrarse en las inmediaciones de Vigàta. Por consiguiente, el eventual reconocimiento habría llevado directamente al asesino. ¿Por qué?
Por una razón sencillísima: porque el hombre había sido envenenado. Para matar así a alguien, hay que poner el veneno en algo de comer o de uso personal; no hay otra. Por tanto, el muerto tenía que conocer a su asesino forzosamente.
Igual lo había invitado a tomar un aperitivo o a cenar, como había hecho él con Laura, y mientras el pobre miraba hacia otro lado…
¡Laura! ¡Madre mía, qué guapa era esa mujer! Pero ¿qué le pasaba? ¿Qué se le estaba metiendo en la cabeza? No iría a imaginarse que a su edad… Pero ¡qué ojos tenía! ¡Y cómo lo miraba! No consiguió seguir razonando, y llegó a la conclusión de que lo único que podía hacer era irse a la cama.
• • •
—¿Está Fazio? —fue lo primero que preguntó al entrar en la comisaría.
—Sí,
siñor dottori.
Y lo acompaña otra persona que está a su lado con él.
—Dile a Fazio que venga a mi despacho él solo.
Acababa de sentarse cuando entró Fazio.
—¿Cómo es Digiulio?
—¿Y cómo quiere que sea? Un palermitano que…
—Quiero saber si cuando le has dicho que tenía que venir a la comisaría se ha puesto nervioso.
—No, señor. Se ha quedado tan tranquilo. Es más, ha dicho que se lo esperaba.
—¡¿Se lo esperaba?!
—Eso ha dicho.
—Hazlo pasar.
—¿Puedo estar presente?
—No.
Fazio salió ofendido.
Mario Digiulio era un tipo de unos cuarenta años, con una de esas caras que se olvidan un segundo después de haberlas visto. Llevaba un jersey negro de cuello vuelto y unos vaqueros sucios. Era totalmente distinto de como se lo había imaginado Montalbano. Tal como había dicho Fazio, no estaba nada impresionado. Inesperadamente, en cuanto el comisario le dijo que se sentara, fue el primero en hablar.