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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La esfinge de los hielos (9 page)

BOOK: La esfinge de los hielos
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Era una isla perteneciente a un grupo numeroso esparcido por Oeste.

Aproximóse la goleta y ancló a seis brazas. Preparáronse los botes; Arthur Pym y Dirk Peters descendieron a uno de ellos, que no se detuvo hasta encontrarse con cuatro canoas llenas de hombres armados. ¡Hombres nuevos! dice el libro.

Nuevos eran, en efecto, aquellos indígenas, de un negro de azabache, vestidos con la piel de un animal negro y desconocedores del color blanco. Preciso era suponer entonces que durante el invierno, cuando caía la nieve, si allí nevaba, cuando se formaban los hielos, si allí se formaban, la nieve y el hielo eran negros como el ébano… ¡Todo esto pura imaginación!

Aquellos insulares, sin manifestar disposiciones hostiles, no cesaban de gritar estas dos palabras:
anamoo–moo y lama–lama.
Cuando sus canoas acostaron, el jefe Too Vit obtuvo permiso para subir a bordo de la
Jane
con unos veinte de sus compañeros. Manifestaron infinito asombro, pues tomaron la goleta por una criatura viva, y la acariciaban. Dirigida por ellos, entre los arrecifes, al través de una bahía cuyo fondo era de arena negra, arrojóse el ancla a una milla de la playa, y el capitán William Guy, dejando a algunos en rehenes a bordo, desembarcó.

¡Qué isla, a creer a Arthur Pym; qué isla la de Tsalal! ¡Sus árboles no se parecían a ninguna de las especies conocidas! ¡Las rocas presentaban en su composición una estratificación ignorada por los mineralogistas modernos! ¡Por los ríos corría una sustancia líquida sin apariencia de limpidez, estriada de distintas venas, las que no se reunían por cohesión inmediata cuando se las separaba con la hoja de un cuchillo!

Fue preciso andar tres millas para llegar a Klock–Klock, principal aldea de la isla. Allí nada más que miserables chozas formadas con pieles negras, animales domésticos semejantes al cerdo, una especie de carnero de vellón negro, volátiles de veinte especies, albatros, ánades y galápagos en gran número.

Al llegar a Klock–Klock, el capitán William y sus compañeros encontraron una población que Arthur Pym calcula en diez mil almas; hombres, mujeres y niños, si no para inspirar terror, al menos para mantenerse a distancia de ellos: tan fogosos y demostrativos estaban. Al fin, después de descansar en la casa de Too Wit, volvieron a la ribera, donde el escombro de mar —se molusco tan solicitado por los chinos—, más abundante que en ninguna otra porción de los mares australes, debía suministrar enormes cargamentos.

A este propósito se procuró hacerse entender por Too–Witt. El capitán William Guy le pidió autorización para construir cobertizos, donde algunos de los hombres de la
Jane
prepararían el escombro de mar—, mientras la goleta continuaría su camino hacia el polo. Too–Wit aceptó gustoso está proposición, y terminóse un ajuste, según el cual los indígenas prestarían su concurso para la recolección del precioso molusco.

En un mes se terminó la faena. Designóse a tres hombres para que permaneciesen en Tsalal. No hubo motivo para concebir la más ligera sospecha respecto a los naturales. Antes de despedirse el capitán William Guy, quiso volver al pueblo de Klock–Klock, después de haber, por prudencia, dejado seis hombres a bordo, cargados los cañones y el ancla a pico, los cuales hombres debían oponerse a toda aproximación de los indígenas.

Too–Witt, escoltado por unos cien hombres vestidos de pieles negras, fue delante de los visitantes. Subieron por una estrecha garganta entre colinas de piedra parecidas al jabón, como Arthur Pym no las había visto en parte alguna. Preciso fue seguir mil sinuosidades a lo largo de taludes de 60 a 80 pies por una anchura de 40.

El capitán William Guy y los suyos, sin gran temor, por más que el sitio fuera a propósito para una emboscada, caminaban apretados unos contra otros.

A la derecha, un poco adelante, iban Arthur Pym, Dirk Peters y un marinero llamado Alien.

Al llegar ante una hendedura que se abría en el flanco de la colina, Arthur Pym tuvo la idea de penetrar en ella con el objeto de coger algunas avellanas que pendían en racimos achaparrados. Hecho esto, iba a volver sobre sus pasos cuándo notó que Dirk Peters y Alien le habían acompañado. Disponíanse a ganar la entrada de la hendedura cuando una violenta y repentina sacudida les arrojó a tierra; al mismo tiempo las masas de la colina se hundieron y les vino el pensamiento de que iban a ser enterrados vivos.

¿Vivos… los tres? No. Alien había sido sepultado tan profundamente entre los escombros que ya no vivía.

Arrastrándose sobre las rodillas, abriéndose camino con el cuchillo y manejando su bowieknife, Arthur Pym y Dirk Peters lograron tocar en cierto terreno esquistoso, algo más resistente, llegando después a una plataforma natural al extremo de una quebrada sólidamente cubierta, sobre la que se veía un pedazo de cielo azul. Desde allí sus miradas pudieron alcanzar todos los alrededores.

Un derrumbamiento acababa de efectuarse. Derrumbamiento artificial, sí, artificial, provocado por los indígenas. El capitán William Guy y sus veintiocho compañeros, aplastados bajo más de un millón de toneladas de tierra y piedra, habían desaparecido.

En el país pululaban insulares llegados de las islas vecinas, sin duda, y atraídos por el deseo de saquear la
Jane.
Setenta barcos se dirigían entonces hacia la goleta. Los seis hombres que quedaron a bordo les enviaron una primera descarga de metralla y bala mal dirigida; después otra que causó efecto terrible. Sin embargo, la
Jane
fue invadida, incendiada, muertos sus defensores. Al fin se produjo una formidable explosión al quemarse la pólvora, explosión que destruyó un millar de indígenas y mutiló otros tantos, mientras los demás huían gritando:
¡Tékéli–li! ¡Tékéli–li
!

Durante la siguiente semana, Arthur Pym y Dirk Peters, viviendo de avellanas, de carne de avestruz, de codearías, escaparon al furor de los naturales, que no sospechaban su presencia. Encontrábanse en el fondo de una especie de abismo negro, sin salida. Recorriéndole, descendieron al través de una sucesión de concavidades. Edgard Poe da el croquis de él, siguiendo su plan geométrico, el conjunto del que reproducía una palabra de raíz árabe, que significa «ser, blanco», y la palabra egipcia DD UÁPIÑ que significa «región del Sur».

Se ve que el autor americano lleva aquí lo inverosímil hasta los últimos límites. Por lo demás, yo no solamente había leído y releído está novela de Arthur Gordon Pym, sino que también conocía las demás obras de Edgard Poe. Sabía lo que se debe pensar de este genio más sensitivo que intelectual. ¿No ha dicho, con razón, el más original de sus críticos: «En él domina la imaginación como absoluta reina; es una facultad casi divina que percibe todas las íntimas relaciones de las cosas, las correspondencias y analogías»?…

Lo cierto es que jamás ha visto nadie en estos libros otra cosa que obras de imaginación. ¿Cómo, pues, a no estar loco, un hombre como el capitán Len Guy ha podido creer en la realidad de estos hechos?

Continúo:

Arthur Pym y Dirk Petera no podían vivir en medio de aquellos abismos, y tras muchas tentativas, consiguieron arrastrarse por una de las pendientes de la colina. Al momento cinco salvajes se lanzaron sobre ellos; pero, gracias a sus pistolas y al extraordinario vigor de Dirk Peters, cuatro de los insulares fueron muertos. El quinto fue arrastrado por los fugitivos, que ganaron una embarcación amarrada a la ribera y cargada con tres grandes tortugas. Unos veinte insulares que se lanzaron en su persecución, procuraron en vano detenerlos. Fueron rechazados, y la canoa se dio al mar, dirigiéndose hacia el Sur.

Arthur Pym, navegaba entonces más allá del 48 de latitud austral. Comenzaba el mes de Marzo, es decir, que se acercaba el invierno antártico. Cinco o seis islas se mostraban hacia el Oeste, que importaba evitar por prudencia. Arthur opinaba que en la proximidad del polo la temperatura se dulcificaría. En la extremidad de los pagays o remos, de que estaba pro vista la canoa, fue colocada una vela, formada con las camisas de Dirk Peters y de su compañero, camisas blancas, el color de las cuales llenó de espanto al indígena prisionero, que respondía al nombra de Nu–Nu.

Durante ocho días continuóse aquella extraña navegación, favorecida por una dulce brisa del Norte, con un día permanente, por una mar sin un pedazo de hielo, de lo que nada se había visto desde el paralelo del islote Bennet.

Entonces fue cuando Arthur Pym y Dirk Peters entraron en una región nueva y asombrosa. En el horizonte se levantaba una extensa nube de vapor gris y ligero, empenachado de luminosas líneas, semejantes a las que las auroras boreales proyectan. Una corriente de gran fuerza ayudaba a la brisa. La embarcación se deslizaba por una superficie líquida, excesivamente templada y de apariencia lechosa, que parecía agitarse en el fondo. Cayó una ceniza blancuzca, lo que redobló el espanto de Nu–Nu, cuyos labios se levantaron, dejando al descubierto su dentadura negra.

El 9 de Marzo aumentaron esta lluvia la temperatura del agua, que ni la mano podía soportar. La inmensa cortina de vapor extendida por todo el horizonte meridional, semejaba cataratas sin límites que descendían en silencio de lo alto de algún inmenso murallón, perdido en las alturas del cielo.

Doce días después, las tinieblas invaden aquellos parajes. Tinieblas cortadas por los efluvios luminosos que escapan de las profundidades del Océano Antártico.

La embarcación se aproximaba a la catarata con impetuosa velocidad, sin que en la relación de Arthur se explique la causa de ello.

A veces la sábana se hundía, dejando ver atrás un caos de imágenes flotantes e indistintas, sacudidas por poderosas corrientes de aire.

En medio de las espantosas tinieblas pasaban bandadas de gigantescos pájaros, de lívida blancura, arrojando su eterno
Tékéli–li,
y al fin el salvaje, en el colmo del espanto, lanzó su último suspiro.

Y repentinamente, presa de una velocidad loca, la canoa se precipita en la catarata, en la que se abre una concavidad como para tragarla. Pero he aquí que se levanta una figura cubierta con un velo, de mayores proporciones que las de ningún habitante de la tierra. El color de la piel del hombre era la blancura perfecta de la nieve.

Tal es la novela creada por el genio ultrahumano del más grande poeta del Nuevo Mundo. Así es como termina, aunque más propio es decir que no termina. En mi opinión, en la imposibilidad de imaginar desenlace adecuado a tan extraordinarias aventuras, se comprende que Edgard Poe haya interrumpido su narración por la muerte «repentina y deplorable de su héroe», dejando esperar que, si se encuentran alguna
vez
los dos o tres capítulos que faltan, serán publicados.

VI
¡CÓMO UN SUDARIO QUE SE ENTREABRE!

La navegación de la
Halbrane
se efectuaba en las condiciones más favorables de mar y viento. Si persistían, en quince días se recorrería la distancia que separa la isla del Príncipe Eduardo de Tristán de Acunha —unas 2300 millas— y, como el contramaestre había asegurado, no sería menester cambiar las amuras. La invariable línea del Sudeste estaba bien establecida, no exigiendo más que alguna disminución de velas altas, algunas veces.

El capitán Len Guy dejaba a Jem West el cuidado de maniobrar, y el audaz portavela —perdóneseme la palabra— no se decidía a coger rizos a las velas sino cuando la arboladura amenazaba con venirse abajo. Pero yo no sentía ningún recelo ni había avería que temer con tal marino… Siempre estaba vigilando.

—¡Nuestro segundo no tiene semejante! —me dijo un día Hurliguerly— y merece mandar un barco almirante.

—Efectiva mente —respondí—. Jem West me parece un verdadero marino.

—¡Y qué goleta la nuestra! Puede usted felicitarse y felicitarme, puesto que he conseguido que el capitán Len Guy variase su resolución en lo que a usted concierne.

—Si es usted el que ha obtenido ese resultado, le doy a usted las gracias, contramaestre.

—Y hay por qué darlas, pues a pesar de las instancias del compadre Atkins, el capitán dudaba. Pero yo conseguí hacerle entrar en razón.

—No lo olvidaré, contramaestre, no lo olvidaré; pues gracias a su intervención, en vez de consumirme en las Kerguelen, no tardaré en estar a la vista de Tristán de Acunha.

—Dentro da algunos días, señor Jeorling. Según lo que he oído, en Inglaterra y Alemania se ocupan actualmente en construir barcos que llevan una máquina en la panza y ruedas, de las que se sirven como una ánade de sus patas… Bien… Ya veremos lo que resulta. Mi opinión, sin embargo, es que tales barcos no podrán luchar con una hermosa fragata de sesenta, impulsada por la brisa. ¡El viento, señor Jeorling, el viento basta, y un marino no tiene necesidad de ruedas en su casco!

No tenía por qué contrariar las ideas del contramaestre respecto al empleo del vapor para la navegación. Se estaba en los comienzos. ¿Quién podía prever el porvenir?

Y en aquel momento recordé que
la Jane…,
aquella
Jane
de que el capitán Len Guy me había hablado como si hubiera existido, como si la hubiera visto con sus propios ojos, había ido, precisamente en quince días, desde la isla del Príncipe Eduardo a Tristán de Acunha.

Verdad que Edgard Poe disponía a su antojo de los vientos y de la mar.

Por lo demás, durante los quince días siguientes, el capitán Len Guy no me habló más de Arthur Pym. Parecía como si nunca lo hubiera hecho. Si él había esperado convencerme de la identidad del héroe de los mares australes, hubiera dado prueba de mediano talento. Lo repito: ¿cómo un hombre de buen sentido hubiera podido discutir en serio sobre tal materia? A menos de haber perdido la razón, de ser por lo menos un monomaniático sobre este caso especial, como lo era Len Guy, nadie —por décima vez lo repito—, nadie podía ver otra cosa que una obra de imaginación en la novela de Edgard Poe.

¡Calcúlese! Según ella, una goleta inglesa había avanzado hasta el 84° de latitud Sur, y, sin embargo, tal viaje no había tenido la importancia de un gran acontecimiento geográfico. Arthur Pym, volviendo de las profundidades de la Antártida, no fue colocado sobre los Cook, los Wedrell, los Biscoe. ¿No se le hubieran tributado los honores públicos lo mismo a él que a Dirk Peters, los únicos pasajeros de la Jane? ¿Y qué pensar de aquella mar libre descubierta por ellos? ¿De la extraordinaria velocidad de las corrientes que los arrastraban hacia el polo? ¿De la temperatura anormal de las aguas, que la mano no podía resistir? ¿De la cortina de vapores tendida por el horizonte? ¿De la catarata que se entreabre y en la que aparecen figuras sobrehumanas?…

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