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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La esfinge de los hielos (13 page)

BOOK: La esfinge de los hielos
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En 1823, el americano Benjamín Morrel, a bordo de la goleta
Wasb,
emprendió, en el mes de Marzo, una primera campaña que le llevó, por 65° 15' de latitud, y luego por 70° 14', a la superficie de una mar libre con la temperatura del aire a 47° (8° 33 c. sobre 0) y la del agua a 44° (6° 67 c. sobre 0); observaciones que concuerdan manifiestamente con las hechas a bordo de
la Jane
en los parajes de la isla Tsalal. A no faltarle las provisiones, el capitán Morrel afirma que hubiera tocado, si no al polo austral, por lo menos al paralelo 85. En 1829 y 1830, una segunda expedición sobre el
Antártico
le condujo al 116° de longitud, sin encontrar obstáculos hasta el 30° 30', y descubrió la tierra Sur–Groenland.

Precisamente en la época en que Arthur Pym y William Guy llegaban más allá que sus predecesores, los ingleses Foster y Kendal, encargados por el Almirantazgo de determinar la forma de la Tierra, por las oscilaciones del péndulo en diferentes lugares, no pasaron del 64° 45' de latitud meridional.

En 1830, John Biscoe, que mandaba el
Tuba
y el
Lívely,
de la propiedad de los hermanos Enderby, fue encargado de explorar las regiones australes mientras cazaba la ballena y la foca. En Enero de 1831 cortó el paralelo 60, tocó en el 68° 51' por 10° de longitud Este, se detuvo ante infranqueables hielos, descubrió en el 65° 57' de latitud y 45° de longitud Este una extensa tierra, a la que dio el nombre de Enderby, y en la que no pudo acostar. En 1832 una segunda campaña no le permitió franquear el 66° más de 27'; pero encontró una isla, a la que puso el nombre de Adelaida, antes de otra alta y continua que fue llamada Tierra de Graham. De aquella campaña la Sociedad Real Geográfica de Londres dedujo la consecuencia que entre los 47 y 69 grados de longitud Este se prolongaba un continente por los 66 y 67 grados de latitud. Sin embargo, Arthur Pym tuvo razón para afirmar que esta conclusión no era racional, puesto que Weddell había navegado al través de estas supuestas tierras, y la
Jane
había seguido esta dirección más allá del paralelo 74.

En 1835, el lugarteniente inglés Kemp abandonó las Kerguelen. Después de haber visto apariencias de tierra en el 70° de longitud Este, alcanzó el grado 76, reconoció una costa que probablemente se unía a la tierra de Enderby, y no fue más lejos hacia el Sur.

En fin, en los principios del año 1839, el capitán Balleny, a bordo del navío
Elizabeth–Scott,
el 7 de Febrero pasaba 67° 7' de latitud por 104° 25' de longitud Oeste, y descubría el rosario de islas que lleva su nombre; después; en Marzo, por 65° 10' de latitud y 116° 10' de longitud Este, descubría la tierra a la que se dio el nombre de Sabrina. Este marino —simple ballenero, como más tarde supe— añadió así indicaciones precisas que, por lo menos en aquella parte del Océano austral, dejaban presentir la existencia de un continente polar.

Y después, como al principio de está narración he indicado, al mismo tiempo que la
Halbrane
se disponía a una tentativa que debía arrastrarla más lejos que los navegantes del período comprendido entre 1772 a 1835, el lugarteniente Carlos Wilkes, de la marina de los Estados Unidos, mandando una división de cuatro barcos, el
Vincennes,
el
Peacok,
el
Porpoise,
el
Flying–Fish
y de otros varios a éstos unidos, buscaba paso hacia el polo por la longitud oriental del grado 102. En aquella época quedaban aun por descubrir cerca de cinco millones de millas cuadradas de la Antártida.

Tales son las campañas que han precedido en los mares de la Antártida a la de la goleta
Halbrane,
mandada por el capitán Len Guy. En resumen: los más audaces de estos descubridores, o los más favorecidos si se quiere, no habían pasado, Kemp del paralelo 66, Balleny del 67, Biscoe del 68, Bellingshausen y Morrel del 70, Cook del 71, Weddell del 74. ¡Y era más allá del 83, casi 300 leguas más lejos, adonde había que llegar para socorrer a los sobrevivientes de
la Jane
!

Debo confesar que, por más que yo fuese de carácter poco imaginativo y hombre práctico, desde el encuentro del témpano que llevaba el cuerpo de Patterson me sentía extraordinariamente sobreexcitado. Una singular curiosidad no me dejaba punto de reposo. Veía ante mí los rostros de Arthur Pym y de sus compañeros abandonados en los desiertos de la Antártida.

Esbozábase en mí el deseo de tomar parte en la expedición proyectada por el capitán Len Guy. Pensaba en ello de continuo. Realmente, nada me llamaba a América: poco importaba que mi ausencia se prolongase seis meses o un año. Verdad es que faltaba obtener el consentimiento del capitán de la
Halbrane.
Pero ¿por qué había de rehusar mi cooperación? ¿Acaso no sería para él una satisfacción bien humana probarme materialmente que él había tenido razón al arrastrarme al teatro, de una catástrofe que yo había considerado como ficticia, mostrarme los restos de la
Jane
en dicho punto, desembarcarme en la isla Tsalal, de la que yo había negado la existencia, y colocarme en presencia de su hermano Williams?

Sin embargo, antes de tomar resolución definitiva yo esperaba a que se presentase ocasión de hablar al capitán Len Guy.

Además, no había por qué apresurarse. Después de los diez días que siguieron a nuestra partida de Tristán de Acunha, y durante los cuales el tiempo nos fue muy favorable, vinieron veinticuatro horas de calma. Luego la brisa sopló del Sur, y la
Halbrane
tuvo que reducir su velamen, pues el viento era fuerte. Imposible contar, además, sobra las cien millas que calculamos recorrer en un día… De aquí que la duración de la travesía iba a prolongarse otro tanto de lo calculado, por lo menos, y aun eso si no estallaba una de esas tempestades que obligan a los navíos a ponerse a la capa para hacer frente al viento o huir de él.

Afortunadamente, la goleta manteníase sólidamente en el mar hasta cuando desplegaba todo su velamen. Además, aunque su audacia fuera mucha, el lugarteniente hizo tomar rizos todas las veces que la violencia del huracán ponía en riesgo a su navío. No había que temer imprudencia ni descuido por parte de Jem West.

Del 22 de Septiembre al 3 de Octubre se anduvo poco. La derivación fue sensible hacia la costa americana, y sin una corriente que, enderezándola por lo bajo, mantuvo a la goleta contra el viento, hubiéramos, probablemente, llegado a las tierras de la Patagonia.

Durante este período de mal tiempo, busqué inútilmente ocasión para hablar a solas con el capitán Len Guy. Fuera de las horas de comer, él permanecía en su camarote, dejando, como de costumbre, la dirección del navío a su lugarteniente, y no aparecía por el puente más que para hacer el punto cuando el sol se mostraba. Añado que Jem West era admirablemente secundado por la tripulación, con el contramaestre a la cabeza, y que hubiese sido difícil encontrar diez hombres más hábiles, más atrevidos y más resueltos.

En la mañana del 4 de Octubre, el estado del cielo y de la mar se modificó notablemente. Calmóse el viento, disminuyó poco a poco la violencia del oleaje, y al siguiente día la brisa marcaba tendencia a establecerse al Noroeste.

No podíamos esperar cambio mejor. Fueron largados los rizos e izadas las velas altas, aunque el viento comenzaba a refrescar. Siguiendo así, el vigía, antes de diez días, señalaría las primeras alturas de las Falklands.

Del 5 al 10 de Octubre la brisa sopló con la constancia y regularidad de los vientos alisios. No hubo necesidad de atiesar ni de aflojar una sola escota. Aunque la fuerza del viento disminuyera gradualmente, su direción no cesó de ser favorable.

En la tarde del 11 tuve la ocasión que yo esperaba para sondear al capitán Len Guy. Este mismo la presentó hablándome en las circunstancias siguientes.

Estaba yo sentado a la entrada del comedor cuando el capitán Len Guy salió de su camarote, miró a popa y avanzó para tomar asiento a mi lado.

Evidentemente deseaba hablarme; y ¿de qué, sino de lo que absorbía todo su pensamiento? Así, con voz menos temblorosa que de ordinario, empezó diciéndome:

—Aun no he tenido el placer de hablar con usted, señor Jeorling, desde que salimos de Tristán de Acunha.

—Mucho lo he lamentado, capitán —respondí, manteniéndome en la mayor reserva hasta ver dónde iba a parar.

—Le suplico que me dispense. ¡Me atormentan tantas preocupaciones! Tengo que organizar un plan de campaña en el que nada quede a la casualidad… Le pido que no me guarde rencor por mi conducta.

—Crea usted que no.

—Convenido, señor Jeorling; y hoy que lo conozco a usted y le he podido apreciar, me felicito de tenerle a usted a bordo hasta nuestra llegada a las Falklands.

—Le estoy a usted muy reconocido, capitán, por lo que usted ha hecho por mí, y esto me anima a…

Me parecía propicio el momento para emitir mi proposición, cuando el capitán Len Guy me interrumpió en la siguiente forma:

—Y bien, señor Jeorling. ¿Cree usted ahora en la realidad del viaje de
la Jane,
o considera usted aun el libro de Edgard Poe como una obra de imaginación?

—No, capitán.

—¿No duda usted de que Arthur Pym y Dirk Peters hayan existido, ni de que William Guy, mi hermano y cinco de sus compañeros hayan sobrevivido?

—Preciso sería que yo fuera el más incrédulo de los hombres, capitán, y no deseo más que una cosa: que el cielo le favorezca a usted y asegure la salvación de los náufragos de la
Jane.

—Emplearé en la empresa todo mi celo, señor Jeorling, y con ayuda de Dios triunfaré.

—Lo espero, mi capitán…, casi tengo la certeza de ello; y si usted consiente…

—¿Es que ha tenido usted ocasión de hablar de todo esto con un tal Glass, ex cabo inglés, que pretende ser gobernador de Tristán de Acunha? —preguntó el capitán Len Guy sin dejarme terminar.

—Efectivamente —respondí;— y lo que ese hombre me ha dicho ha contribuido, y no poco; a cambiar en certidumbre mis dudas.

—¡Ah!… ¿le ha asegurado a usted?

—Sí… Me ha dicho que ha visto la
Jane
cuando estaba de escala hace once años.

—La Jane…
¿Y a mi hermano?

—Ha conocido personalmente al capitán William Guy.

—¿Y ha traficado con
la Jane
?

—Sí… Como acaba de hacerlo con la
Halbrane.

—¿Estaba anclada en esta bahía?

—En el mismo sitio que la goleta de usted, mi capitán.

—¿Y Arthur Pym… Dirk Peters?

—Ha tenido con ellos relaciones frecuentes.

—¿Ha preguntado qué ha sido de ellos?

—Sin duda… Y le he referido la muerte de Arthur Pym, al que él consideraba como a un hombre audaz, temerario, capaz de las más locas aventuras.

—Diga usted un loco, un loco peligroso, señor Jeorling. ¿No es él quien ha arrastrado a mi desgraciado hermano a la funesta campaña?

—Efectivamente; según su relación, hay motivo para creerlo.

—¡Y para no olvidarlo nunca! —añadió vivamente el capitán Len Guy.

—Ese Glass —añadí— conoció también al segundo de la
Jane,
Patterson…

—Era un excelente marino, señor Jeorling… ¡Un corazón de un valor a toda prueba! Patterson no tenía más que amigos… En cuerpo y alma pertenecía a mi hermano…

—¡Cómo Jem West a usted, capitán!

—¡Ah!… ¿Por qué hemos encontrado al desgraciado Patterson muerto sobre el témpano; muerto desde varias semanas antes?

—¡Ese encuentro le ha sido a usted de gran utilidad para sus futuras gestiones! —observé.

—Sí, señor Jeorling —dijo el capitán Len Guy… —Pero ¿sabe Glass dónde están actualmente los náufragos de
la Jane
?

—Yo se lo he dicho, capitán, así como todo lo que usted intenta para salvarlos.

Creí inútil añadir que a Glass había producido gran sorpresa no recibir la visita del capitán Len Guy, que su pretenciosa vanidad le hacía esperar, por suponer que de correspondía a él, gobernador de Tristán de Acunha, hacerla el primero.

Luego, cambiando el giro de la conversación, el capitán Len Guy me dijo:

—Quería preguntarle a usted, señor Jeorling, si piensa usted que en la relación de Arthur Pym, publicada por Edgard Poe, sea todo exacto.

—En mi opinión hay que hacer alguna excepción —dada la singularidad del héroe de estás aventuras, —por lo menos sobre lo extraño de ciertos fenómenos en los parajes que él señala más allá de la isla Tsalal. Y precisamente, en lo que concierne a William Guy y varios de sus compañeros, ya ve usted que Arthur Pym se engaña al afirmar que habían perecido en el derrumbamiento de la colina de Klock–Klock.

—¡Oh!… ¡Poe no lo afirma, señor Jeorling! —replicó el capitán Len Guy—. Dice sencillamente que, cuando Dirk Peters y él llegaron a la abertura, al través de la cual podían ver el campo de los alrededores, comprendieron el secreto del artificial temblor de tierra. Y como toda la pared de la colina se había precipitado en el fondo de la quebrada, no podían dudar de la suerte de mi hermano y de veintinueve de sus hombres, por lo que pensó que Dirk Peters y él eran los únicos blancos que habían quedado vivos en la isla Tsalal… Esto es lo que dice únicamente… ¡Nada más! ¡No eran más que suposiciones, como usted comprenderá, muy admisibles!… ¡Simples suposiciones!

—¡Lo reconozco, capitán!

—Pero ahora, gracias al cuaderno de Patterson, tenemos la seguridad de que mi hermano y cinco de sus compañeros escaparon a aquel derrumbamiento preparado por los naturales.

—Es evidente, capitán. En cuanto a la suerte de los sobrevivientes de la
Jane,
si fueron hechos prisioneros de nuevo por los indígenas de Tsalal, o si están libres, nada dicen las notas de Patterson, ni de las circunstancias por las que fue arrastrado lejos de ellos.

—Esto… lo sabremos…, señor Jeorling… Sí… Lo sabremos… Lo esencial es que tengamos la seguridad de que mi hermano y cinco de los marineros de
la Jane
estaban vivos, hace menos de cuatro meses, sobre una parte cualquiera de la isla Tsalal. Al presente no se trata de una novela formada por Edgard Poe, sino de una verídica relación firmada por Patterson.

—Capitán —dije yo entonces—, ¿quiere usted que lo sea de los suyos hasta el fin de la campaña de la
Halbrane
por los mares antárticos?

El capitán Len Guy clavó en mí una mirada penetrante, como la hoja de un puñal. No pareció sorprendido por la proposición que yo acababa de hacerle, que esperaba tal vez, y no pronunció más que estas palabras:

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