Read La Espada de Disformidad Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Estaba tan concentrado en este sonido distante, que casi chocó con Arleth Vann. El asesino se había detenido en una zona de profundas sombras, a poca distancia de la entrada de un estrecho callejón, y estudiaba una casa oscura y con los postigos cerrados que estaba situada al otro lado de la calle. Malus se acuclilló junto al guardia y miró el edificio. Le pareció muy viejo y decrépito. Los faroles de luz bruja que había sobre la puerta se había apagado hacía mucho, y en algún momento del pasado había cedido uno de los tres balcones de hierro y dejado profundos surcos en la piedra donde antes estaban las barandillas. La puerta, según vio, era de roble oscuro, y los goznes de hierro eran gruesos y estaban libres de óxido.
—¿Qué sitio es éste? —susurró.
Arleth Vann le dirigió una mirada de soslayo.
—Esta casa es la razón de que el templo escogiera a Har Ganeth como propia. —Avanzó con precaución y miró arriba y abajo de la calle—. No veo guardias. Tal vez se vieron atrapados en la lucha, o quizá el templo se ha vuelto descuidado a lo largo de los años. —El asesino se encogió de hombros—. Sigúeme.
Con rapidez y en silencio, los dos druchii atravesaron la calle iluminada por las lunas gemelas. Al llegar a la puerta, Arleth Vann apoyó una mano sobre la oscura madera y empujó. Se abrió silenciosamente y dejó a la vista una oscuridad abisal.
Malus le dirigió a Arleth Vann una mirada de preocupación.
—¿Ni guardias ni cerraduras?
—Cerraduras obvias, ninguna, pero la casa está muy bien protegida, mi señor. Ten la seguridad de que es así.
El guardia entró cautelosamente en la oscuridad. Malus lo siguió, con las entrañas agitadas por la aprensión. Al atravesar el umbral, sintió un cosquilleo en el cuello y el cuero cabelludo. Tz'arkan se removió.
—Magia antigua —susurró el demonio—. Sabe a podredumbre y sepultura. Ten cuidado, Darkblade.
La oscuridad, fría y húmeda, envolvió a Malus. Se detuvo y esperó durante un momento para permitir que sus ojos se adaptaran. El vestíbulo de entrada de la vieja casa era de techo alto, como muchas de las casas de los druchii, y tres ventanas estrechas dejaban pasar apenas la luz a través de los cristales mugrientos. Ante los ojos de Malus, todo aparecía como diferentes matices de noche. A la derecha se alzaba el fantasmal arco de una escalera, de una oscuridad diferente de la superficie de ébano del suelo. En lo alto, la perfecta bóveda de sombras estaba manchada por burbujas grises que Malus supuso que eran antiguas abrazaderas para lámparas de luz bruja.
Arleth Vann se volvió hacia Malus, y su semblante de alabastro quedó flotando en la oscuridad como un espíritu sin cuerpo.
—Hay una puerta al pie de la escalera. Por ella llegaremos a las celdas —dijo, y desapareció en las tinieblas.
Casi de inmediato, Malus perdió de vista al asesino. Maldijo para sí y desvió la mirada hacia la escalera que apenas veía para luego avanzar con cuidado por el suelo de piedra. Pasados unos momentos, llegó al pie de la escalera y recorrió la pared hasta que casi se dio de bruces contra Arleth Vann, prácticamente invisible. Malus oyó crujir la puerta y sintió una ráfaga de aire más frío y húmedo en una mejilla. Frunció la nariz al percibir el olor a tierra húmeda y podredumbre antigua. La entrada en sí era una mancha de sombra más oscura contra el gris acero de la pared. Percibió, más que vio, que Arleth Vann se deslizaba al interior, y avanzó con rapidez tras él.
Sin previa advertencia, los ojos de Malus quedaron deslumbrados por una explosión de luz verde pálido. Susurró una maldición e intentó protegerse la vista del pequeño globo de luz bruja que ardía en la palma de la mano que Arleth Vann tenía en alto.
—¡No tenía ni idea de que fueras brujo! —exclamó Malus, que parpadeaba de sorpresa. Arleth Vann se encogió de hombros.
—El templo enseña a sus asesinos unas cuantas triquiñuelas: cómo hacer luz, cómo silenciar goznes herrumbrosos, cosas de ese tipo. Nada parecido al conocimiento que posee alguien como Urial.
Se encontraban en una estrecha escalera que descendía hasta otra puerta con herrajes. Arleth Vann descendió lentamente, comprobando cada escalón de piedra con un pie antes de continuar.
—Uno de estos escalones activa una trampa de veneno —murmuró—, así que tienes que seguir mis movimientos con exactitud.
—Pareces saber muchísimo sobre este lugar —comentó Malus, que intentaba seguir los pasos del asesino.
Arleth Vann volvió a encogerse de hombros.
—Así fue como escapé del templo, hace tantos años. —Se detuvo ante el tercer escalón contando desde abajo, y comprobó la contrahuella con la punta de la bota—. Es éste —dijo, y pasó con cuidado por encima de la trampa, para continuar hacia la puerta. Se oyó un raspar metálico cuando hizo girar la anilla de hierro y empujó la puerta por la que entró una fuerte ráfaga de aire gélido que a Malus lo caló hasta los huesos.
La puerta se abría sobre un descansillo de piedra alumbrado por un oscilante resplandor verde. El asesino apagó la luz bruja que llevaba en la mano y atravesó el umbral. Malus lo siguió de cerca, mientras observaba cómo la respiración se condensaba en el aire helado. Sus botas resbalaron sobre las oscuras piedras ribeteadas de destellante escarcha. Arleth Vann lo cogió inmediatamente por un brazo y lo ayudó a recobrar el equilibrio.
—Cuidado, mi señor —susurró en voz baja—. No os conviene caer justo aquí.
Malus recobró el equilibrio y miró en torno. El descansillo tenía apenas tres pasos de lado y se abocaba a un cavernoso espacio de al menos nueve metros de profundidad. Desde donde estaba veía que la mitad superior del espacio tenía forma cuadrada y estaba revestida de bloques de piedra bien acabados. Desde el descansillo descendía otra escalera que corría pegada a la áspera pared hasta el suelo de la cámara. La fuente de la luz estaba abajo y radiaba hacia lo alto en un oscilante nimbo fantasmal.
Malus zafó el brazo de la presa del guardia y se aproximó con cuidado al borde del descansillo. Abajo vio una franja de piedra oscura y lustrosa, lo bastante ancha para que cuatro hombres caminaran lado a lado, que llevaba hasta una alta arcada abierta en la ladera de la gran colina. La arcada tenía al menos cuatro metros y medio de altura hasta el ápice, y parecía estar hecha de enormes huesos pulimentados que no se parecían a nada que hubiese visto antes. Daba la impresión de que arcada y camino habían sido excavados en la fría tierra. Los montones de roca y tierra retirados de la senda formaban altos terraplenes a los lados, apisonados hasta adquirir la dureza de la roca a lo largo de los siglos. Cuatro barras de hierro de casi cuatro metros de largo habían sido clavadas en cada uno de los terraplenes que flanqueaban el camino para formar un tosco octágono por cuyo centro pasaba la senda.
En las barras de hierro había empalados cadáveres, cuyas oscuras formas marchitas se apilaban unas sobre otras de tal modo que Malus no sabía dónde acababa uno y comenzaba el siguiente. Todos tenían atados los pies y las manos, con las extremidades contorsionadas por los estertores de largas y dolorosas agonías. Hacía mucho tiempo que estaban allí, ya que se hallaban cubiertos del moho sepulcral responsable de la pálida luz que iluminaba el horripilante espacio.
Malus miró a Arleth Vann con asombro.
—¿Qué es este sitio?
—Hace siglos, cuando la ciudad fue fundada, un druchii llamado Cirvan Thel construyó esta casa —explicó el asesino en voz baja—. Varios años después de que el edificio estuviera acabado, Thel decidió añadirle un nivel inferior destinado a bodega para vino, y los obreros descubrieron el camino. Las piedras del pavimento resistieron todos los intentos de arrancarlas, incluida la brujería, así que Thel ordenó a los obreros que lo siguieran para ver hasta dónde llegaba. Cuando los trabajadores llegaron hasta el túnel del otro lado, una bocanada de aire inmundo entró y los mató en un instante. Thel, que era devoto, lo interpretó como un presagio. Cuando el aire ponzoñoso se hubo disipado lo suficiente para que un esclavo sobreviviera sin sufrir efectos nefastos, Thel y un puñado de sus guardias entraron en el túnel para ver adónde iba.
—¿Y qué encontraron?
—La Puerta Bermellón —replicó el asesino. Señaló el arco—. El pasadizo se adentra profundamente en el corazón de la colina y llega a una cámara circular que podría descender hasta el corazón del mismísimo mundo. En el centro de esa cámara se alza una torre plana desde la que se extiende un antiguo puente de hueso, y en lo alto de la torre se halla la terrible puerta. Nadie sabe quién la construyó ni por qué, pero es de una antigüedad incalculable. —Se volvió a mirar a Malus con ojos atemorizados—. Conduce al corazón mismo de los dominios del Señor del Asesinato.
El noble se sintió desconcertado.
—Khaine es un dios druchii. ¿Cómo es posible eso, si la puerta fue construida en una época anterior a la pérdida de Nagarythe?
Arleth Vann abrió las manos ante sí.
—Thel estudió la puerta y pensó que había sido colocada allí en previsión de nuestra llegada, un regalo del Dios de la Sangre para su pueblo elegido. Les llevó la noticia del descubrimiento a los ancianos del culto, y llegaron de toda Naggaroth para estudiar la puerta. Cuando la contemplaron por primera vez, supieron que a partir de ese momento la colina y todo lo que se alzaba sobre ella tenía que pertenecer al culto. Poco después, el Rey Brujo entregó Har Ganeth al templo de Khaine.
Malus miró la arcada de hueso, y una sensación de miedo le heló las entrañas.
—Urial habló de la Puerta Bermellón cuando regresábamos del Islote de Morhaut. La usó para llegar hasta Har Ganeth.
El asesino asintió con la cabeza, pensativo, como si el noble hubiese respondido a un enigma preocupante.
—Algunos de los textos de la biblioteca del templo afirman que el auténtico discípulo de Khaine puede valerse del poder de la puerta sin importar en qué lugar del mundo se encuentre. Puede llegar hasta la caverna de debajo de la colina de un solo paso, si hace las ofrendas adecuadas. Hay espíritus que protegen la puerta de los indignos, y si el que la atraviesa no les proporciona sustento, le cobran un precio terrible.
—Él los recompensó ampliamente —gruñó Malus, mientras pensaba en la carnicería de la cubierta principal del vapuleado barco corsario—. Y por lo poco que vi, programó la llegada para que hubiera una multitud de adoradores esperando al otro lado.
El asesino se encogió de hombros.
—Con cada luna nueva, los ancianos del templo se reúnen ante la puerta y celebran sagradas ceremonias de veneración. Si Urial salió por la puerta, y nada menos que con Yasmir tras de sí, tiene que haber parecido algo de lo más portentoso. —Se volvió y avanzó hacia la estrecha escalera que descendía hasta el fondo de la caverna.
Malus lo siguió con precaución a través del descansillo, e inició el largo descenso. Las contrahuellas destellaban a causa de la escarcha. Cuando tendió una mano para apoyarse en la pared mientras bajaba, se encontró con que estaba cubierta por una fina capa de hielo.
Sentía un hormigueo en la piel mientras bajaban lentamente. La caverna estaba inundada de energías brujas.
El noble se aclaró la garganta.
—Respecto a Urial... —comenzó.
Arleth Vann lo interrumpió con una mano alzada.
—Silencio —dijo, con una voz que era apenas un susurro—, estamos a punto de pasar ante los guardianes.
La escalera acababa al borde del camino. Al hallarse cerca, Malus vio que las piedras del oscuro sendero eran como bloques de obsidiana pulimentados como espejos. Parecía que cada piedra tenía un defecto: una ligera mancha pálida en el centro. Las formas eran borrosas, pero había el suficiente juego de luces y sombras para que los objetos adquirieran la calidad de caras vivientes. Perplejo, Malus comenzó a inclinarse para verlas más de cerca, pero la voz del demonio sonó áspera en sus oídos.
—Si en algo valoras tu cordura, mortal, no mires más —le recomendó Tz'arkan con frialdad—. Hay algunas cosas que ningún druchii, ni siquiera tú, está destinado a conocer.
El noble se enderezó con sobresalto. Arleth Vann ya se estaba alejando y llegaba a la primera de las largas barras de hierro, con la cabeza inclinada y las manos metidas dentro de los ropones.
Malus avanzó tan rápidamente como se atrevía para seguirlo, justo cuando el asesino llegaba a la primera barra. De repente, el aire se vio inundado por un lastimero coro de lamentos que salían por las ennegrecidas bocas de los cadáveres ensartados.
Un escalofrío de terror recorrió la espalda de Malus. Había oído ese sonido en una ocasión anterior, en las profundidades de la torre de Urial.
El noble miró con miedo la pértiga de hierro que estaba a su derecha. De las bocas abiertas y las vacías cuencas oculares de los empalados manaba una niebla pálida cuyos jirones danzaban y ondulaban en un viento espectral para adquirir la forma de pálidas figuras delgadas con largos dedos y rostro demacrado. Los ojos eran globos del más puro azabache, desalmados y crueles.
—¡Los maelithii! —jadeó Malus.
—No tengas miedo —susurró Arleth Vann—. Aparta los ojos de ellos y recorre el sendero antiguo. No se les permite causarle daño alguno a los que tienen sobre sí la bendición de Khaine.
Malus apartó los ojos y los clavó en las piedras negras por las que caminaba. No se dejarían engañar por sus ojos alterados por la magia. Se imaginaba a los maelithii echándose encima de él, clavándole los negros colmillos y devorando su fuerza vital. Cuando acabaran con él, su piel tendría el color de un moretón oscuro, el negro azulado de un cadáver que ha permanecido durante meses en la nieve.
Los vengativos espíritus silbaban y aullaban por encima de la cabeza de Malus, acercándose cada vez más. Comenzaron a temblarle las piernas. No había manera de defenderse de esos espíritus: las espadas pasaban a través de ellos y, para colmo, el brazo quedaba entumecido y congelado. Luchó contra el impulso de dar media vuelta y correr hacia la escalera, mientras se preguntaba si aún quedaba mucha distancia hasta la arcada.
Uno de los maelithii lanzó un grito agudo y descendió hasta acercársele tanto que Malus sintió que se le formaban vetas de escarcha en el negro cabello. Otros maelithii comenzaron una cacofonía de lamentos a modo de réplica. «¡Lo han descubierto!», pensó.
Malus sintió que una aguja de hielo se le clavaba en una mejilla, y con la misma rapidez percibió que el demonio se desenroscaba dentro de su pecho como una víbora sobresaltada. Tz'arkan les bramó a los maelithii un desafío que hizo estremecer a Malus, y los funestos espíritus se retiraron entre lamentos plañideros.