La Espada de Disformidad (19 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: La Espada de Disformidad
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Malus acompasó sus movimientos justo cuando el fanático iniciaba otra feroz acometida. Los ancianos retrocedieron como antes, pero el noble avanzó por detrás de ellos y cogió a uno por el pescuezo. El anciano lanzó un grito cuando Malus lo empujó hacia la espada del fanático. La hoja afilada como una navaja se clavó profundamente en el pecho del anciano, y Malus continuó empujando para dejar el
draich
atrapado bajo el cuerpo que se desplomaba. El fanático tuvo el tiempo justo para gritar una amarga maldición antes de que el noble le partiera el cráneo como un melón.

Un bramido salvaje hendió el aire. Al volverse, Malus vio que la sacerdotisa que se había enfrentado a él en la Ciudadela de Hueso alzaba un hacha ensangrentada y hacía volar la cabeza cortada de un fanático hacia el cielo iluminado por las llamas. Tenía una profunda herida en el hombro izquierdo, pero una salvaje sonrisa le iluminaba el rostro.

Eso dejaba sólo al jefe de los fanáticos. Si sabía que sus compañeros estaban muertos, no lo demostró. El espadachín sujetaba el
draich
ante sí, con la punta dirigida hacia la garganta del Gran Verdugo. Tenía el cuerpo tenso como una trampa de acero preparada para dispararse. El jefe del templo clavaba una mirada formidable en el joven guerrero mientras flexionaba los dos brazos con los que aferraba la enorme hacha y se balanceaba levemente de un pie a otro. La sangre manaba en abundancia de las profundas heridas que tenía en brazos, pecho y piernas.

Los dos guerreros se encararon el uno con el otro durante largos momentos, sin que ninguno le dejara una brecha al oponente. Ninguno de ellos se movía. Los ancianos del templo observaban la lucha con reverente silencio. Malus desvió los ojos hacia el templo y reprimió un gruñido mientras se llevaba una mano a la otra daga arrojadiza que portaba en el cinturón.

—Acabad de una vez, por amor de la Madre Oscura —murmuró—. No tengo tiempo para esto.

Fue el fanático quien perdió la prueba de voluntades. Al pensar que el oponente estaba débil por la pérdida de sangre, y tal vez por codiciar la gloria que obtendría si mataba al maestre del templo, el espadachín se convirtió en un repentino borrón de movimiento y dirigió un temible tajo hacia el cuello del Gran Verdugo. Pero el maestre lo estaba todo menos débil, y cuando la larga espada silbaba al hender el aire, la golpeó con un revés del hacha. El acero encantado rompió la espada en tres pedazos. Y el golpe de retorno del Gran Verdugo decapitó al fanático.

El maestre del templo se inclinó para recoger la cabeza que yacía en el suelo.

—Coged las cabezas de los otros —ordenó, mientras se ataba el trofeo al cinturón—. Cuando esto acabe, haremos una alta pila con ellas sobre el altar del templo.

Malus observó los macabros restos de la batalla. Casi cuarenta miembros de su bando yacían muertos o agonizantes, y sabía que aún estaba por llegar lo peor.

—Démonos prisa —dijo el noble—. Podemos sorprender a Tyran y su consejo de herejes mientras intentan llevar a cabo el ritual.

—¡Sangre y almas! —gritó la sacerdotisa que blandía el hacha, y el resto de los ancianos recogieron el grito. Tenían la sangre encendida y corrieron hacia el templo en desordenada turba, ansiosos por demostrar su devoción para con el Señor del Asesinato. Pronto dejaron atrás al Gran Verdugo al ascender los blancos escalones del templo y atravesar las altas entradas estrechas. Malus iba detrás de ellos, no sin asegurarse de que Arleth Vann permanecía cerca de él. Asintió para sí. Esto iba a salir bien.

El templo estaba construido con el mismo alabastro que el resto de la ciudad, pero allí acababan las similitudes. En el diseño se evidenciaba la obra de esclavos enanos, decenas de ellos, tal vez incluso centenares. La construcción se centraba en una sola torre estrecha, que se alzaba como una espada hacia el cielo iluminado por el fuego, construida sobre una amplia base octogonal a la que daba soporte una ingeniosa red de gráciles contrafuertes que se elevaban a más de nueve metros de altura. Los bloques de mármol encajaban unos con otros con tal precisión que la totalidad de la estructura parecía más una escultura que un edificio, tallada en la cima de la colina por las manos de un dios. El templo era un símbolo de riqueza y poder capaz de hacer sentir humilde a un drachau, mucho más a alguien como Malus. Alzó los ojos hacia la grandiosa torre, y no pudo evitar sentirse invadido por una ola de negra avaricia.

El noble subió a la carrera por los escalones del templo mientras escuchaba los gritos de los ancianos que resonaban, iracundos, en el cavernoso espacio interior. Las puertas de roble negro, chapadas de latón, habían sido abiertas de par en par y dejaban ver la negrura teñida de rojo del interior del templo.

Malus atravesó el umbral y sintió sabor a sangre en el aire. A la piel se le adhirieron energías brujas que palpitaban a un ritmo inaudible. Tz'arkan se removió en el interior de su pecho, al reaccionar con ansia ante el poder que reverberaba en el templo.

El espacio del otro lado de la puerta era cavernoso, iluminado por docenas de braseros que pintaban en las paredes y el techo saltarinas formas carmesí y sombras amenazadoras. Sobre el suelo de mármol negro había pirámides de cráneos, centenares de ellas, colocadas según una compleja disposición. En lo alto, una niebla de humo teñido de rojo propagaba el sangriento resplandor del fuego. El aire olía a podredumbre y al perfume dulzón de la carne asada. A Malus le escocían los ojos y le dolía la garganta, y por un momento tuvo la sensación de haber retrocedido en el tiempo y estar avanzando trabajosamente por el reino teñido de rojo de la torre de Urial, en Hag Graef.

En el extremo opuesto de la nave, Malus vio una amplia escalera que ascendía hasta otra estrecha puerta. Se volvió a mirar a Arleth Vann.

—¿Hacia dónde debemos ir? —preguntó.

El asesino inclinó la cabeza hacia la escalera.

—El templo tiene tres sanctasanctórums. Esta sala está reservada a los acólitos y visitantes. Al final de la escalera, al otro lado, encontraremos una capilla más pequeña donde los sacerdotes y ancianos del templo hacen sacrificios y rinden culto. Más allá de esa capilla se encuentra el Sanctasanctórum de la Espada.

Malus asintió con la cabeza y echó a andar a paso ligero hacia la escalera.

—Cuando lleguemos al sanctasanctórum, necesitaré tener el camino despejado hasta la espada. Haz lo que tengas que hacer.

—Entiendo —replicó el asesino, ceñudo—. Se hará la voluntad de Khaine.

El aire se hizo más denso cuando Malus se aproximó a los escalones. Notó un zumbido en los oídos, como los distantes gritos de una multitud. Una vez más recordó la torre de Urial, y se preparó para lo que podría encontrar más adelante.

—Necesitarás mi poder —susurró el demonio—. Tómalo, o morirás.

El noble se detuvo en medio de la amplia escalera.

—No —siseó.

—Éste no es momento para ser orgulloso, Malus. Estás débil, y lo sabes. Yo puedo ayudarte. Si no compartes mi poder, serás derrotado. Son demasiado fuertes para ti.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Malus. De pronto, se sintió encogido y hambriento, con los músculos atrofiados y los huesos doloridos por la fatiga. Entonces pensó en Urial y su brujería, y en la temible destreza de Tyran con la espada.

—Tengo mi odio —susurró—. Tengo mi ingenio. Con eso bastará, demonio. Siempre ha sido así.

—Sabes que eso no es verdad. ¿Cuántas veces habrías estado perdido de no haber sido por mí?

Malus enseñó los dientes al desterrar la duda y el miedo de su mente mediante un puro y sanguinario esfuerzo de voluntad. Entonces oyó los gritos de guerra y los alaridos de los agonizantes que llegaron desde la capilla de lo alto de la escalera, y corrió hacia ellos.

La capilla era una sala más pequeña, de forma ovalada, de unos ochenta pasos de largo, rodeada de braseros encendidos de los que manaban columnas de humo perfumado que ascendían en espiral hasta el punto más alto del techo de bóveda. Entre los braseros había profundos nichos abovedados llenos de pilas de cráneos dorados, y una gran cantidad de trofeos similares sin adornos formaban altos montones en torno a la tarima que se alzaba en el otro extremo de la capilla. Por encima de la plataforma de mármol flotaba un dosel de vapor ondulante y rojizo que manaba de la boca de un enorme caldero de latón empotrado en la piedra hasta la altura de las rodillas. De la olla surgía un poder terrible y el burbujeante líquido que contenía siseaba y salpicaba como si la desesperada batalla que se libraba cerca de él lo despertara a la vida.

Otra escalera, ésta más estrecha que la anterior, ascendía desde detrás de la plataforma hacia la enorme escultura del gran dios Khaine sentado en un terrorífico trono de latón. En la base de la temible estatua relumbraba una puerta iluminada de rojo, a pocos pasos de la cual se libraba una feroz refriega.

Otra retaguardia, pensó Malus, colérico. La multitud de ancianos del templo con sus guardias habían ascendido por la corta escalera para apiñarse en torno a la lucha, justo delante de la entrada. No podía ver mucho de lo que sucedía debido a la niebla de burbujeante sangre que ascendía del caldero, pero oía con claridad el entrechocar del acero y los alaridos de los agonizantes.

En el aire zumbaba el poder. Malus sintió las entrañas atravesadas por fuertes dolores, y una lágrima caliente le bajó por una mejilla. La gota se detuvo en sus labios y, al lamérselos, notó el sabor de la sangre. «Ya casi estoy —pensó—. ¡Un poco más!»

Se abrió paso entre los rezagados que estaban en su lado de la plataforma, y subió sobre ella. Se encontró mirando la hirviente superficie del caldero, donde se arremolinaban cráneos pequeños y huesos delicados en el líquido hirviente. Detuvo a Arleth Vann cuando subía detrás de él, y negó con la cabeza.

—Rodéala por el lado —le ordenó con voz ronca—. Yo atraeré la atención de la retaguardia. Tú atácalos por detrás.

El asesino asintió con la cabeza y bajó de la plataforma. Malus se volvió hacia el caldero, inspiró profundamente y saltó hacia el dosel de sangre vaporizada. Con la espada a punto, pasó por encima de la boca del caldero brujo y cayó en cuclillas al otro lado.

Se encontró mirando por encima de las cabezas de los ancianos que gritaban e intentaban abrirse paso escalera arriba para unirse a la refriega. Se empujaban y tropezaban con los cuerpos de los muertos, y con manos pálidas arrastraban los cadáveres ensangrentados afuera de la batalla y los dejaban recostados contra el pie de la plataforma. Malus se quedó quieto y observó atentamente la feroz lucha que se libraba en lo alto de la escalera. Una figura solitaria giraba y asestaba puñaladas dentro de un enfurecido círculo de ancianos del templo.

Atisbo una larga trenza apretada de lustroso cabello negro y unos delgados brazos de alabastro que se movían con un veloz y regular ritmo de matanza.

Entonces, la multitud retrocedió ante el feroz ataque y pareció que toda la primera fila de ancianos simplemente se desplomaba como trigo segado. Apareció un semblante pálido y salpicado de sangre, y Malus se encontró mirando los ojos violeta de Yasmir.

Llevaba el atuendo ritual de las brujas del templo: un largo taparrabos carmesí de seda sujeto por un cinturón de cráneos de oro que le rodeaba las esbeltas caderas. Su torso estaba desnudo, decorado con listas y bucles de sangre pegajosa, al igual que los largos brazos y delicados dedos. Tenía una gargantilla de cráneos de oro en torno al esbelto cuello, y en las muñecas destellaban brazaletes de oro y rubíes. Bajo el peinado anguloso de las brujas del templo, el semblante ovalado estaba sereno y dolorosamente hermoso, como el de una escultura perfecta animada por el aliento del mismísimo Dios de la Sangre. En las manos, de las que goteaba sangre, destellaban dos dagas finas como agujas que lamían el aire como lenguas de víbora para desviar estocadas de espada y hender profundamente la carne blanda.

Cuando los ojos de la mujer se clavaron en los de Malus, éste sintió que lo atravesaba una conmoción fría. Era como mirar los ojos de la muerte misma, y en ese momento no deseó otra cosa que perderse en su abrazo.

La multitud de ancianos volvió a subir la escalera, sólo para perder a tres más a los que mataron las veloces armas de Yasmir. Cuando cayeron, adelantó uno de sus pequeños pies y avanzó un paso. Sus ojos no se apartaban de los de Malus.

—Viene por ti, Malus —susurró Tz'arkan—. ¡Acepta mi poder, o te matará!

Si llegaba hasta él, acabaría con su vida; se lo decía con los ojos. Sentía su deseo como un aliento gélido en la piel. La mano de Malus apretó la empuñadura de la espada, pero no le causó mejor sensación que si hubiera asido una barra de plomo.

Otros tres ancianos saltaron hacia Yasmir y la acometieron casi simultáneamente. Murieron antes de que sus golpes llegaran a medio camino del objetivo, con la garganta, un ojo y el corazón atravesados. Ella avanzó otro corto paso cuando los muertos cayeron a sus pies.

Malus no podía apartar los ojos de ella. Unos pocos más y estaría casi lo bastante cerca para tocarla. Sin embargo, no podía moverse, fascinado por la mirada violeta como un pájaro ante una sinuosa serpiente.

—¡Escúchame, Darkblade, éste es el momento de la verdad! La Novia de Destrucción se aproxima, y sin mí no puedes vencerla. ¡Acepta lo que te ofrezco! ¡Acéptalo!

Entre los ancianos se oyó un grito terrible, y todos retrocedieron ante la acometida de la santa viviente. Uno se dio cuenta de que no podía escapar, así que se dejó caer de rodillas ante Yasmir y recibió la punta de una daga en un ojo con una plegaria en los labios. Otros que se encontraban al pie de la escalera dieron media vuelta y huyeron.

Los separaban menos de tres metros. De pronto, el aire mismo resonó como golpeado por el martillo de un dios, y Malus sintió que el Ritual del Portador de la Espada había culminado. Supo que en algún punto más allá de la entrada iluminada de rojo, Urial tendía una mano hacia la
Espada de Disformidad
de Khaine, y el pensamiento de verse frustrado cuando estaba tan cerca de la meta encendió una chispa de amargo odio en su pecho.

La muerte se aproximaba, con sus cuchillos oscuros, y la condenación se enroscaba dentro del pecho de Malus. ¿Qué podía hacer?

Con un grito de desesperación, tres ancianos cayeron y derramaron su sangre sobre los escalones de mármol, y Yasmir saltó como un venado hasta el borde de la plataforma. Malus inspiró temblorosamente y la miró a la cara.

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