Read La Espada de Disformidad Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
El noble se detuvo en seco.
—¿La puerta de la ciudad? ¿No a través de la puerta de la fortaleza?
Arleth Vann asintió con la cabeza.
—Se retiraron a poco menos de un kilómetro hacia el oeste por el camino de los Esclavistas, y están plantando el campamento cerca de la orilla.
—Vaya unos estúpidos. ¡Urial controla toda la maldita ciudad! Ahora será cien veces más difícil echarlo. A menos que...
—A menos que, tal vez, esos oráculos de baja estofa tengan razón y las brujas del templo hayan visto que Malekith está de camino.
—¡Condenación! —exclamó Malus—. Si eso es verdad, casi nos hemos quedado sin tiempo. Si Urial aún tiene el control de la ciudad cuando llegue el Rey Brujo, la suerte estará echada y no habrá modo de evitar la guerra que vendrá a continuación. —Con un gemido sordo, volvió a ponerse en movimiento y atravesó con rapidez la sucesión de cámaras con largas zancadas impacientes.
—Honradamente, mi señor, me sorprende que eso te importe —dijo Arleth Vann, que caminaba de prisa para mantener el paso—. ¿Acaso una guerra sagrada no serviría a los propósitos de Khaine?
El noble le lanzó al guardia una mirada dura.
—Dadas las circunstancias, creo que eso debo decidirlo yo.
—Por supuesto, mi señor.
Malus continuó adelante y atravesó la última cripta hasta llegar a la puerta abierta que daba a la antecámara del pabellón. Percibió un hedor acre que le resultó familiar, y oyó que uno de los druchii que los acompañaban lanzaba una maldición de sorpresa ante el olor. Dentro de la antecámara se oyó un nítido siseo prolongado, como si escapara vapor de una tetera rajada.
Aunque era pequeño para su especie,
Rencor
ocupaba casi un tercio de la amplia antecámara rectangular. Arleth Vann lo había dejado justo dentro de las puertas principales del pabellón, e incluso con la poderosa cola enroscada a un lado, el nauglir era lo bastante largo como para rozar los extremos de las largas mesas situadas a los lados de la habitación.
Malus alzó una mano para advertir a los demás.
—Esperad aquí —les dijo a Arleth Vann y a los otros.
Rencor
, al oír su voz, se levantó sobre las zarpas y volvió el enorme hocico cuadrado hacia él. Las fosas nasales se le dilataron al percibir el olor de su amo.
El noble atravesó la estancia con lentitud mientras estudiaba atentamente al gélido en busca de señales de peligro. Antes de enviar a Arleth Vann a la ciudad en busca de
Rencor
, había untado tanto su piel como la del guardia con una nueva capa del vrahsha que guardaba en un pequeño frasco dentro del ropón. El ungüento disimulaba el olor del druchii, pero no la corrupción demoníaca que Malus sabía que estaba propagándose por su cuerpo.
Del pecho de
Rencor
ascendió un lento gruñido.
—Tranquila, grandiosa bestia tonta —dijo alegremente—. Soy yo.
El gélido bajó levemente la cabeza. De las enormes fauces le caía baba venenosa en largos regueros espesos. Gruñó amenazadoramente cuando el noble avanzó otro paso. Al desenroscar la cola, las escamas rasparon la piedra. El musculoso apéndice grueso como un cable rozó la mesa central de la estancia al pasar y redujo a polvo una de las esquinas con un fuerte crujido.
Malus se detuvo, repentinamente reacio a ponerse al alcance del gélido.
—¿Dónde lo encontraste? —preguntó.
—En los establos donde lo dejaron los fanáticos de Tyran —respondió el asesino—. Había logrado salir del corral hacía días, y parecía estar instalado allí.
El noble examinó al nauglir y reparó en varias heridas recientes en el pellejo acorazado de la bestia de guerra. Ninguna parecía ni remotamente grave. Para su gran alivio, la silla de montar y las alforjas del lomo del gélido estaban intactas.
—¿Le han dado de comer a
Rencor?
—Sí, ha comido bien —le aseguró el guardia—. Había restos de carne y trozos de hueso por todo el corral. Probablemente se comió primero a los cuidadores, y luego se puso a cazar a los habitantes de la ciudad durante los últimos días.
Malus asintió con la cabeza. Si
Rencor
estaba bien alimentado, era un momento tan seguro como otro para acercarse a la bestia. Tras inspirar profundamente, avanzó un paso más.
El gélido se apoyó ligeramente sobre los cuartos traseros en una postura defensiva; otra mala señal.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó Malus a la bestia de guerra—. Soy yo, y no tengo tiempo para tus tonterías. Tenemos una dura cabalgata por delante.
Avanzó otro paso, y las fauces de
Rencor
comenzaron a abrirse lentamente, centímetro a centímetro.
El noble se dio cuenta de que el gélido se disponía a atacar, y lo inundó una abrumadora ola de frustración.
—Mira, escúchame, enorme montón de escamas —le espetó Malus, y apuntó con un dedo colérico a la bestia de guerra de una tonelada de peso—, no he llegado hasta tan lejos para convertirme en comida de mi propia montura. ¡Quieto, y déjame que te mire!
El grito autoritario de Malus resonó en las paredes de la cámara y sobresaltó al gélido.
Rencor
se echó bruscamente atrás, con las fosas nasales dilatadas, y lanzó dentelladas al aire con los largos colmillos como dagas capaces de machacar incluso hueso. Por un instante, el noble temió que la bestia de guerra diera media vuelta y huyera de la antecámara hacia el túnel del otro lado de la puerta, pero el gélido se detuvo, echó vapor por la nariz y se sentó, obediente.
Interiormente, el noble suspiró de alivio.
—Eso está mejor —dijo, y se acercó al nauglir. Caminó en torno al gélido para examinarle las garras, los dientes, los ojos, los flancos y la cola. Cuando se convenció de que la bestia estaba prácticamente ilesa, pasó a examinar sus pertenencias—. Ayúdame con esta armadura —le pidió a Arleth Vann.
Con movimientos cautelosos, el guardia se reunió con Malus junto a
Rencor
y lo ayudó a retirar las alforjas de cuero que contenían la armadura del noble. Arleth Vann trabajó con rapidez y eficiencia para desenvolver las piezas de la tela aceitada que las protegía, y luego ayudó a Malus a ponerse el viejo kheitan. Al cabo de pocos minutos, el noble se sujetaba el cinturón de la espada sobre el faldar de malla, y casi se sentía otra vez como el de antes.
—Dices que la lucha en la ciudad se prolongó hasta la puesta de sol, más o menos —recordó Malus, mientras se ponía los guanteletes—. ¿Qué hora es ahora?
—Han pasado dos horas desde la puesta de sol, aproximadamente, mi señor —respondió el asesino.
Malus hizo una mueca. Las primeras luces previas a la aurora palidecían el cielo cuando él, el asesino y Niryal habían escapado de la Ciudadela de Hueso.
—Hemos perdido muchísimo tiempo —se lamentó, y miró hacia la puerta principal del pabellón—. ¿Dónde está Niryal? Ella y otro de los leales del templo estaban montando guardia.
Arleth Vann frunció el entrecejo.
—No vi a nadie cuando llegué, mi señor.
Malus se quedó petrificado. Un frío nudo de pavor le contrajo las entrañas.
De repente,
Rencor
se volvió para dirigir el hocico hacia el túnel exterior y gruñir amenazadoramente. De inmediato, le respondió un coro de agudos aullidos.
—¡Barrad la puerta! —gritó Malus, y cogió a
Rencor
por las riendas y lo llevó hacia el interior de la antecámara. Arleth Vann y los otros saltaron a obedecerle, aunque pasaron tan lejos del siseante nauglir como pudieron. Los tres druchii llegaron a las puertas y las cerraron, para luego coger un trozo de piedra en forma de cuña que habían partido y comenzar a encajarlo en el estrecho espacio situado bajo los paneles de piedra.
—¿Qué has visto? —le preguntó el noble al guardia, mientras conducía a
Rencor
en torno al otro extremo de la mesa central de la cámara.
—Vi al menos a una de las bestias —le informó el asesino, que encajaba la cuña con un martillo sacado de una de las tumbas. Con cada golpe, volaban esquirlas de piedra—. Peor aún, vi luces brujas.
—¿Cuántas?
—Al menos una docena —respondió Arleth Vann, ceñudo.
—Madre de la Noche —susurró Malus. Tantas luces podían significar cincuenta druchii o más—. ¿Alguna señal de Niryal o del otro centinela?
El guardia negó con la cabeza.
—Si finalmente los asesinos decidieron unirse a Urial, podrían haberlos matado a ambos sin que nadie se diera cuenta. Es probable que me dejaran pasar a mí porque me acompañaba
Rencor
.
—Y saben que estamos atrapados —dijo el noble, con cara de preocupación.
Algo pesado se estrelló contra las puertas con un estruendo atronador que hizo que
Rencor
diera un salto. A través de la jamba penetró una nube de polvo, y en el exterior resonó un aullido agudo. Malus oyó cómo unos tentáculos espinosos azotaban la piedra.
—Retroceded —ordenó Malus, y desenvainó la espada. Arleth Vann y los dos druchii se retiraron para situarse detrás de
Rencor
. El nauglir había vuelto a adoptar una postura defensiva y gruñía ominosamente, con la cola extendida. El noble le dio unas palmaditas en el cuello al gélido, mientras sus compañeros desenvainaban las armas y formaban un pequeño semicírculo detrás de él.
Oyeron otro impacto tremendo, y un crujido seco de piedra partida.
—Esto no aguantará mucho —murmuró Arleth Vann.
—Supongo que no hay ningún pasadizo secreto para salir de aquí del que no me hayas hablado —comentó Malus.
—Si lo hubiera, ¿no crees que los enanos lo habrían usado?
—Buen argumento.
Otro golpe impactó contra las puertas, y esta vez los druchii vieron abrirse rajaduras arriba y abajo desde el centro de la hoja de la izquierda.
Malus intentó pensar, a despecho del frenético latido del pulso que le atronaba los oídos.
—Tal vez podríamos escondernos en las tumbas. Fingir que somos enanos.
Arleth Vann negó con la cabeza.
—No resultaría, mi señor.
Rencor
es demasiado alto para ser un enano.
—Es verdad —reconoció con voz átona—. Supongo que tendremos que encontrar una manera de matar a esos bastardos, entonces.
Con un estruendo tremendo, la puerta de la izquierda estalló en una lluvia de polvo y fragmentos de piedra, y la esbelta forma de una de las bestias del Caos entró rodando en la antecámara. Tenía la húmeda piel gelatinosa cubierta de polvo, y arañó la piedra del suelo con las garras al resbalar y detenerse. Agitó coléricamente los tentáculos en el aire, y uno de los ojos grandes como puños de la bestia se clavó en el noble, al que tenía a pocos metros de distancia.
Con los temibles látigos espinosos extendidos y el lustroso pico siseando, el monstruo se agazapó para saltar. Malus dio una palmada en el cuello del nauglir.
—¡Caza,
Rencor!
¡¡Caza!! —gritó, justo cuando la criatura se lanzaba hacia él.
La bestia del Caos era veloz como un gato, pero el nauglir lanzó un bramido que hizo caer polvo del techo y se encontró con la temible criatura saltando en el aire. El monstruo era enorme, pero
Rencor
era un tercio más grande y mucho más corpulento. Las dos bestias chocaron y el monstruo salió despedido hacia atrás mientras azotaba furiosamente con los tentáculos el acorazado pellejo del gélido, que le clavaba las zarpas y desgarraba la garganta de la bestia. Cayeron con una fuerza tal que estremeció el suelo e hizo pedazos dos de las mesas laterales justo cuando una ola de druchii vociferantes cargaban a través de la puerta rota.
Se trataba de un destacamento variopinto armado con una mezcla aparentemente aleatoria de armas y armaduras: servidores del templo de negro ropón que blandían espadas cortas y pesadas hachas, junto con druchii que empuñaban cuchillos y vestían ropas civiles. Una mujer que llevaba el justillo de cuero de los carniceros, empuñaba una cuchilla incrustada de sangre junto a un noble ataviado con armadura completa y armado con un par de espadas. Lo único que la turba tenía en común era el símbolo del Dios de la Sangre marcado a fuego en la frente, y la estúpida mirada de la sed de sangre en los oscuros ojos.
La salvaje carga los llevó a lanzarse de cabeza al camino de las dos bestias que forcejeaban. La cola de
Rencor
derribó a tres ciudadanos y lanzó los cuerpos quebrantados de vuelta hacia sus compañeros. Los tentáculos azotaban como mortíferos látigos las filas enemigas, donde los ganchos arrancaban manos, piernas y caras con indiscriminada furia. Entre los druchii que cargaban estallaron lluvias de sangre y carne desgarrada, pero los supervivientes prestaron poca atención a la carnicería. Vieron a Malus y a los suyos al otro lado de la cámara, y pasaron rápidamente junto a las criaturas que se debatían, con la cara encendida ante la perspectiva de matanza. Malus enseñó los dientes a la turba.
—Si quieren una batalla, se la daremos —dijo, al tiempo que alzaba la espada—. ¡Sangre y almas!
—¡Sangre y almas! —gritaron los guerreros de Khaine, y la matanza comenzó de verdad.
Los atacantes carecían de destreza en su mayor parte, y el frenesí les hacía cometer errores en los que no habría caído ningún soldado experimentado. Los vociferantes fanáticos corrieron en torno a la gran mesa central detrás de la cual había situado Malus a los suyos, cosa que desbarató la fuerza de la carga; pero algunos estaban tan ansiosos por derramar sangre que pasaron por encima de la mesa. El noble los dejó acercarse, se agachó fuera del alcance de las armas cortas que empuñaban y les cortó las piernas por las rodillas. Tres ciudadanos murieron de ese modo, derramando ríos de sangre sobre el liso suelo, y se desplomaron sobre las cabezas de sus compatriotas.
A la izquierda de Malus, Arleth Vann mataba a todos los enemigos que se le ponían al alcance; bloqueaba los golpes con una espada y mataba fríamente a cada contrincante con una sola estocada o tajo de la otra. A la derecha del noble, los dos leales del templo supervivientes se tambalearon ante la frenética embestida de los fanáticos, pero se mantuvieron firmes y acometían a los enemigos con espadas manchadas de sangre.
Despejada la mesa, Malus volvió la atención hacia la derecha y se valió de la esquina para mantener a los fanáticos a una distancia suficiente para que no pudieran herirlo con los cuchillos y hachas. Era como sacrificar ganado. Los frenéticos ciudadanos acometían a los leales del templo contra cuyas espadas chocaban sus armas, y Malus les clavaba en el pecho y la garganta estocadas que acababan con ellos. Lo que fuera que los había despojado de cordura, también los cegaba ante la asesina eficiencia de la táctica del noble.