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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La Espada de Disformidad (31 page)

BOOK: La Espada de Disformidad
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En un extremo del corredor resonaron gritos sordos, y Malus se volvió a mirar a Arleth Vann.

—¿Qué es eso?

—Urial debe de tener hombres de guardia en la ciudadela —replicó el asesino—. Los Señores de las Bestias deben de estar dando la alarma. —Miró hacia el otro extremo del pasillo, y por un momento pareció perdido en sus propios pensamientos—. Iremos por la escalera de servicio —dijo a continuación—. ¡Por aquí!

Malus y los demás corrieron tras el asesino a través de un laberinto de pasillos, antes de llegar a una estrecha escalera curva que ascendía hacia los niveles superiores de la torre. Subieron durante largo rato por el estrecho espacio donde resonaba la respiración jadeante de los miembros del grupo. El noble esperaba que en cualquier momento cayera sobre ellos una ola de fanáticos vociferantes, pero varios minutos más tarde salieron a un pasillo brillantemente iluminado. Arleth Vann alzó una mano para prevenirlos, avanzó silenciosamente hasta el extremo del pasillo y se asomó al otro lado. Un momento más tarde, llamó al grupo con un gesto.

El pasillo los llevó a una espaciosa sala abierta, semejante al vestíbulo de la casa de un noble. Una amplia escalera ascendía hasta una galería que daba a la estancia en cuyo centro había una plataforma circular con una alta pila de cabezas cortadas encima. El aire estaba cargado de incienso en un intento de disimular el hedor a podrido que manaba de los trofeos. Un par de puertas doradas cerraban una umbría alcoba situada bajo la galería, frente a una arcada abierta que conducía a una antecámara situada al otro lado de la torre. El suelo de mármol estaba recubierto por trozos de basto papel marrón. Malus frunció el ceño y movió con la punta del pie una pila de papeles. Las hojas estaban llenas de una fina letra arcaica.

—¿Qué es esto? —preguntó en voz baja.

—Poderes para solicitantes —respondió Arleth Vann—. Los miembros del templo pueden solicitarle acceso a las bibliotecas al Haru'ann, y si se lo conceden les entregan una hoja donde figura la firma del anciano y uno o dos versos de las
Parábolas de carne rasgada
. Luego los solicitantes permanecen aquí para meditar los versos y esperar hasta que los bibliotecarios los llaman por su nombre. —Hizo un gesto hacia la pila de trofeos—. Muchos solicitantes traen ofrendas con la esperanza de que los bibliotecarios aceleren su acceso, pero los guardianes de los textos sagrados se dejan impresionar muy raras veces. —El asesino señaló la doble puerta—. Este nivel no contiene más que libros de historia y copias de textos sagrados —dijo, y señaló la galería—. Lo que nosotros queremos está ahí arriba.

Arleth Vann atravesó la estancia hacia la escalera, cuyos escalones subió de dos en dos. Malus fue tras él, no sin reparar en que Niryal y los otros lo seguían con considerable reticencia. Las sacerdotisas y los meros novicios no eran bien recibidos en aquel lugar.

La galería estaba provista de gruesas alfombras y mullidas sillas de alto respaldo dispuestas en hileras gemelas ante una sola puerta de magnífico roble. Los aparadores situados en los rincones opuestos estaban provistos de copas de plata y botellas de vino, claramente destinadas al placer de los ancianos del templo. Arleth Vann se volvió a mirar a Niryal y los demás leales del templo.

—Esperad aquí —dijo.

Para sorpresa de Malus, Niryal le lanzó una mirada feroz.

—Sabemos cuál es nuestro lugar —replicó—. Eres tú el que sobrepasa sus límites. ¡Esto no es correcto!

—Se lo puedes explicar al Gran Verdugo, si quieres —contestó el asesino, con frialdad. Abrió la puerta y entró en la sala del otro lado como si estuviera en su propio elemento. Malus lo siguió de cerca.

La biblioteca superior era enorme, con las curvas paredes cubiertas de librerías que se alzaban hasta tres pisos de altura. Por unas vías de latón pulimentado que circunvalaban las altísimas librerías, corrían unas altas escaleras de roble para permitir que los aprendices de bibliotecario subieran a buscar los volúmenes que solicitaban sus señores. Los cubículos de madera, cuya superficie de trabajo iluminaban con brillante luz un conjunto de globos de luz bruja suspendidos mediante una cadena del techo abovedado, estaban rodeados de gruesas alfombras. En el aire flotaba un fuerte olor a polvo, cuero viejo y papel antiguo. A Malus le recordó a la antigua biblioteca que su hermana Nagaira tenía en Hag Graef.

—Estos sitios no traen más que problemas —murmuró sombríamente.

Arleth Vann avanzó con rapidez hasta el otro lado de la estancia. Allí, detrás de la última hilera de cubículos de lectura, las alfombras acababan bruscamente para dar paso a una extensión de negro mármol pulimentado. En la piedra había grabado un amplio círculo de sigilos arcanos, y más allá de éste se veía una serie de altos armarios de madera dispuestos aproximadamente en semicírculo. El asesino estudió cada armario por turno, antes de detenerse ante el cuarto de la línea y abrir las puertas.

Dentro había docenas de cráneos lustrosos que descansaban sobre estantes cubiertos de terciopelo negro. Parecían todos muy viejos, y muchos estaban atados entre sí por intrincadas redes de alambre de oro y plata.

—¿Qué es esto? —preguntó el noble.

Arleth Vann miró a su señor por encima de un hombro y sonrió débilmente.

—Estos son los auténticos tesoros de la biblioteca —dijo—. Los textos sagrados están muy bien, pero el templo siempre ha depositado su máxima fe en la sabiduría y perspicacia de sus ancianos. Estos armarios contienen los cráneos de más de cuatrocientos de los más grandes hombres y mujeres del templo, que se remontan hasta más de cuatro mil años. Los espíritus permanecen unidos a los cráneos mediante poderosos hechizos para que puedan continuar sirviendo a los fieles mucho después de morir.

El asesino tendió las manos hacia el interior del armario y levantó reverentemente uno de los cráneos de su sitio de descanso. Malus reparó en que había varios espacios vacíos en los estantes, y pensó en el cráneo que Urial le había enseñado cuando estaban en el camarote del
Saqueador
. Se le ocurrió una idea.

—¿Por qué Urial renegó del templo como los otros fanáticos? Tenía que saber que los ancianos no se atreverían a reconocerlo, aunque hubiese sido el verdadero Azote.

Arleth Vann se encogió de hombros.

—Supongo que por codicia. Ya has visto la riqueza y el lujo de que disfrutan los ancianos aquí. Sospecho que Urial mantuvo a los fanáticos a distancia durante años, sabedor de que los necesitaría cuando llegara el momento de hacer su jugada por la espada, pero deseoso de aumentar su influencia dentro del templo al mismo tiempo. Tal vez intenta reconciliar a ambos bandos de algún modo, cosa que le permitiría disfrutar de lo mejor de cada mundo.

Malus dejó oír un gruñido escéptico.

—Vaya con la pureza de la fe —comentó—. Al menos, los adoradores de Slaanesh son honrados respecto a sus apetitos.

El asesino le lanzó al noble una mirada de advertencia.

—No blasfemes —dijo—, especialmente en presencia de cuatro mil fantasmas muy piadosos y muy salvajes.

—Tienes razón —replicó Malus, mientras observaba cómo el guardia llevaba el cráneo al interior del círculo mágico—. Para ser un asesino, pareces saber muchísimo acerca del templo y su historia —añadió.

Arleth Vann se detuvo y bajó la mirada hacia el cráneo.

—Nunca quise ser un asesino —dijo con voz queda—. Era aquí donde quería estar, entre los libros y los viejos huesos.

—¿Querías ser bibliotecario? —se extrañó Malus, sin molestarse en ocultar su desdén.

El guardia se encogió de hombros.

—Crecí aquí. Mis padres me entregaron al templo cuando no era más que un bebé, como muchos otros. Crecí en las celdas cercanas a la Puerta del Asesino, y cuando tenía cinco años me entregaron a los bibliotecarios para que llevara los libros de un sitio a otro e hiciera recados. Las letras se me daban bien y sabía escribir a los siete años. —Alzó los ojos hacia las librerías—. También era bueno con las escalerillas, cosa que los bibliotecarios ancianos agradecían. Me enorgullecía de subir y bajar por ellas tan rápida y silenciosamente como podía. —Su expresión se ensombreció—. Y, en un sentido, eso fue mi perdición. Los bibliotecarios me asignaron a una bruja que trabajaba en un importante proyecto, y ella pensó que mi destreza se estaba desperdiciando en el acarreo de libros y la recogida de basura. Así que habló con el maestre bibliotecario, y a los diez años de edad comenzó mi tutelaje con los asesinos del templo.

Arleth Vann se arrodilló y depositó suavemente el cráneo en el centro del círculo.

—Una vez que ingresé en la orden de los asesinos, se me prohibió la entrada en la biblioteca, por supuesto. Así que me escabullía al interior de las criptas por la noche y volvía a entrar en la ciudadela, donde pasaba horas sumido en la lectura de los viejos tomos. Así me enteré de todo lo relativo al cisma, y del engaño que los ancianos habían mantenido durante milenios. La verdad está aquí, en vagas referencias y pequeños detalles dispersos por decenas de libros que no están relacionados entre sí. —Se irguió y señaló uno de los cubículos situados cerca del fondo de la sala—. Estaba sentado justo allí la noche en que reuní todas las piezas. Fue a la vez la mejor y la peor noche de mi vida. Nada fue igual a partir de entonces.

—Así que apostaste por los fanáticos.

El asesino le lanzó a Malus una mirada de indignación.

—No estamos hablando de una insignificante intriga de nobles, donde las lealtades cambian con el viento. Yo era un servidor de Khaine, y había estado practicando la herejía desde el momento en que entré en el templo. ¿Qué otra alternativa tenía que no fuera abandonar Har Ganeth y buscar la sabiduría de los fanáticos?

—¿Por eso te enviaron a Hag Graef en busca del Azote?

—No —replicó el asesino—, a pesar de todo lo que has visto de Tyran y sus intrigas aquí, en la ciudad, el verdadero culto no es tan dogmático ni rígido como el templo. Los maestres recorren el territorio, donde practican sus devociones y perfeccionan sus artes de matar, y los aspirantes al culto deben buscarlos si desean instrucción. Cuando el maestre considera digno al estudiante, se le envía en solitario al mundo para que adore al Dios de Manos Ensangrentadas y espere la llegada del Azote. —El asesino sonrió débilmente—. A diferencia de la mayoría de verdaderos creyentes, yo no me contenté con aguardar simplemente a que se anunciara el Tiempo de Sangre. Comencé a buscar señales del Azote en cada ciudad a la que iba.

—¿Por qué?

El asesino se encogió de hombros.

—Porque buscaba redención, supongo, o por venganza contra el templo. En cualquier caso —añadió con un suspiro—, así fue como me encontré en la choza de una vidente de las afueras de Karond Kar, hace varios años, apostando mi alma en una partida de dientes de dragón, a cambio de que me adivinara el futuro. La mujer estaba completamente loca, pero sus visiones eran certeras. Me dijo que el Azote nacería de una bruja en la Ciudad de Sombras, y que moraría en la casa de las cadenas. —Sacudió la cabeza tristemente—. Después, la vieja desdichada intentó servirme vino envenenado. Los de la ciudad me habían advertido de que era mala perdedora.

Malus pensó en ello e intentó ocultar su incomodidad. Nunca había inquirido acerca de las creencias de Arleth Vann cuando el asesino estaba a su servicio en Hag Graef, y ahora toda esa charla sobre servicio y devoción le resultaba algo más que inquietante.

—Espero que no desees algún tipo de perdón divino por mi parte —dijo—, porque no hago ese tipo de cosas.

El asesino negó con la cabeza y rió suavemente entre dientes.

—¡Khaine no lo permita! —bromeó—. No, yo simplemente sirvo, mi señor. Si el Señor del Asesinato así lo quiere, hallaré mi propia redención. Y hablando de eso —inspiró profundamente y añadió—: estamos perdiendo el tiempo. Los guardias de Urial podrían estar registrando la ciudadela mientras hablamos, y no sé cuánto tiempo requerirá esta invocación.

—Pensaba que habías dicho que la orden de los asesinos os enseñaba sólo brujería menor —comentó Malus.

Arleth Vann asintió con la cabeza.

—Es cierto, pero he observado rituales similares en el pasado.

—Quieres decir que nunca antes has hecho esto. El asesino vaciló. —Estrictamente hablando, sí.

—Madre de la Noche —maldijo Malus—. ¿Qué sucederá si la invocación sale mal?

—Bueno —replicó Arleth Vann con cautela—, existe una posibilidad muy pequeña de que pueda perder el control de las fuerzas mágicas y provocar una pequeña explosión.

—Ah —dijo el noble—. En ese caso, esperaré en la galería.

—Muy bien, mi señor.

Malus giró sobre los talones, salió rápidamente de la sala y cerró las puertas de roble tras de sí. Niryal y los otros dos leales del templo se encontraban en la periferia de la galería, asomados a la balaustrada observando al espacio de abajo. La sacerdotisa se volvió al aproximarse él.

—¿Encontrasteis lo que buscabais? —preguntó.

—Mi guardia aún está buscando —respondió el noble—. No debería tardar mucho más. —Se reunió con ella ante la balaustrada. Los dos servidores del templo se apartaron y retrocedieron hasta el inicio de la escalera.

Niryal reanudó la vigilancia con expresión turbada. Era alta y delgada, con una piel curtida y muy tensa sobre músculos duros como cables. Tenía unas leves cicatrices en el dorso de las manos y los lados de la delgada cara y el cuello, y su pequeña boca estaba contraída en una línea de determinación.

—¿Cómo debo dirigirme a ti? —preguntó.

El le lanzó una mirada de soslayo.

—¿Qué?

Los oscuros ojos de ella se posaron en los de Malus.

—Tienes un guardia..., alguien que tiene la bendición de Khaine sobre sí y lleva las espadas de un asesino, nada menos... Salvo Rhulan, ninguno de los otros ancianos tenía la más remota idea de quién eras. No sabes casi nada sobre el templo, pero de la
Espada de Disformidad
y de Urial sabes cosas que no conoce nadie más. —Lo miró de arriba abajo—. Vistes como un mendigo pero das órdenes como un noble, y de algún modo pasaste varios días en compañía de Tyran y sus fanáticos, para luego presentarte en las cámaras del consejo sin ser anunciado y hacerle una advertencia anónima al Gran Verdugo. —Ladeó la cabeza con gesto inquisitivo—. Así que, ¿quién..., o qué, eres?

El noble desplegó las manos ante sí y logró sonreír para ocultar la preocupación.

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