Read La Espada de Disformidad Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
—¡Apresadlo! —chilló la primera voz. Malus tendió la mano hacia la espada, pero unas enormes figuras salieron de las sombras a ambos lados de él. Había más de aquellos guardias acorazados apostados en silenciosa guardia en las sombras de la habitación; lo cogieron por los brazos y lo levantaron en el aire como si fuera un niño.
Las figuras ataviadas con ropón avanzaron lentamente hacia la luz al tiempo que se quitaban las capuchas, y Malus gritó al mirarlas, horrorizado al ver en qué se habían transformado los asesinos.
Sus cuerpos eran imposiblemente viejos, marchitos y resecos, como momias que hubiesen pasado miles de años en el caliente aire de los desiertos del Caos. Dos varones y una mujer —los labios delgados como papel de esta última enmarcaban un par de colmillos amarillos que le indicaron a Malus que había sido una bruja de Khaine—, poco más que esqueletos vivientes con piel apergaminada tensada sobre los huesos prominentes.
El del centro del trío se acercó a Malus para estudiarlo con fríos ojos de reptil que guardaban poca semblanza con los de un ser vivo.
—Eres joven y fuerte —dijo la criatura, cuya voz silbó al salir de las profundidades de los resecos pulmones y pasar por los labios agrietados—. La gente de aquí es fiel, pero sus espíritus son débiles. Hemos vivido de un alimento pobre durante demasiado tiempo —se lamentó el druchii apergaminado—. Eres un blasfemo, pero en un sentido eres una bendición de Khaine. Esta noche te mataremos, y mañana podremos llamar de vuelta a tu espíritu y consumirlo. Tus energías nos restaurarán y nos darán fuerzas durante mucho tiempo.
—¿Os atreveríais a arrebatarle la vida al Azote elegido de Khaine? —se enfureció Malus.
La arrugada criatura alzó la mirada hacia el noble y negó con la cabeza.
—Al verdadero Azote no lo habrían prendido con tanta facilidad —respondió, y les hizo un gesto a los guardias.
—Llevad al hereje a la plaza y crucificadlo —ordenó el Rey Intemporal.
Malus rugió como un animal atrapado, se debatió y pataleó en la férrea presa de los guardias que lo sacaban de la sala del altar. Consumido por la cólera, usó la fuerza de sus captores contra ellos mismos para girar por la cintura y darle una patada en un costado de la cabeza al de la izquierda. La acorazada espinilla del noble resonó como un gong contra el pulimentado yelmo de latón, y el guardia dio un traspié, cosa que le permitió a Malus liberar el brazo.
El guardia de la derecha reaccionó con rapidez para un hombre de su inmenso tamaño, y tendió hacia la garganta de Malus una ancha mano del tamaño de una pala. Con un gruñido, el noble se agachó para que la mano pasara por encima, e intentó coger la empuñadura de hueso de la daga que el hombre llevaba envainada a la cintura. Logró aferraría y desenvainarla justo cuando una mano con garras le aprisionó una mejilla y un gélido dolor estalló en todos los nervios de su cuerpo.
Malus sufrió convulsiones bajo el terrible contacto de la bruja. Su cuerpo se curvó, tenso como un arco, y un rictus de dolor le petrificó el rostro. Malus oyó vagamente un chasquido seco, y se dio cuenta de que afretaba con tanta fuerza la empuñadura de hueso con la mano temblorosa, que la había partido.
Unas manos acorazadas lo recogieron con rudeza, le arrebataron la daga y lo levantaron del suelo. Tenía la mirada fija. No podía moverse ni respirar, ni siquiera parpadear. El dolor era tan intenso que apenas era capaz de pensar. El nombre de Tz'arkan afloró a su mente sin querer, pero no tenía la capacidad de pronunciarlo.
La bruja de Khaine se apartó de Malus y retrocedió con un gemido de miedo, y sus negros ojos destellaron de conmoción y horror mientras los guardias lo arrastraban afuera. Lo último que vio antes de que la oscuridad lo envolviera, fue el blanco rostro arrugado de la bruja que se tambaleaba, sus correosas facciones contorsionadas por una expresión de desesperación ante el atisbo del alma de Malus que se le había concedido.
En su momento, el dolor comenzó a disminuir como una lenta marea que abandonara su torturado cuerpo. Las visiones de rojo se resolvieron, poco a poco, en un cielo rojo con retorcidas formas de nubes de humo negro y ceniza. A lo lejos, rugió el trueno.
Unas figuras alargadas se movían por la periferia de su campo visual. Estaba tumbado de espaldas en medio de un bosque de hombres agonizantes cuyos cuerpos destrozados estaban empalados en astas de hierro altas como árboles jóvenes. Tenía el cuerpo extrañamente contorsionado sobre los grandes adoquines, como una estatua que hubiera caído del pedestal. Fuera de su campo visual se desplazaban lentamente figuras cuyos movimientos percibía apenas como sombras móviles proyectadas a través ele su cuerpo contorsionado.
Creyó oír que alguien alzaba la voz con enfado, así como gemidos de derrota y desesperación. Malus no sabía si eran reales o formaban parte de un sueño, y su mente divagaba con los ojos fijos en el móvil cielo carmesí.
En un momento dado creyó ver a la bruja de Khaine de pie junto a él, con un cuchillo curvo empuñado en una mano. En el aire cargado resonaban alaridos y gemidos, y cuando la miró a los ojos ella se lamentó como un fantasma y se apartó de su vista. Intentó reír, pero sólo logró emitir un lento gemido torturado.
El cielo se oscureció. El trueno sonó como tambores de guerra, y sobre su cara cayeron gotas de sangre mezcladas con ceniza arenosa. Unas manos lo cogieron por los brazos y lo levantaron. Mientras ascendía en el aire, se preguntó si lo estaban ofreciendo a la tormenta.
Luego descendió otra vez, y lo colocaron sobre una estructura de madera sin pulir en forma de X. Le estiraron las extremidades contraídas para adaptarlas a la dirección de los maderos cruzados. La cabeza le cayó hacia atrás, y las gotas rojo oscuro le corrieron por la piel hasta las orejas y los ojos.
Sintió que le quitaban los guanteletes. Algo frío y afilado ejerció presión sobre su muñeca derecha. Tenía la mente confusa y era incapaz de dar un sentido a lo que sucedía.
Entonces dieron el primer martillazo que le hundió el clavo profundamente en la muñeca, y Malus comenzó a gritar.
El restallido de un trueno le hizo vibrar la armadura como un gong, y despertó con un sobresalto. Dio un respingo y gritó al sentir el espantoso dolor que los clavos que lo sujetaban a los maderos le causaron en las muñecas y los tobillos partidos. El sufrimiento le contrajo el estómago, y vomitó sangre y bilis sobre el adoquinado.
Había caído la noche desde que los guardias lo habían clavado a los maderos y dejado en la plaza para que muriera. En lo alto corrían rayos que proyectaban una pesadilla de sombras sobre los adoquines de la plaza. La sangre y la ceniza se le habían secado en las mejillas para formar una frágil máscara mortuoria que confería una apariencia demoníaca a su rostro anguloso.
De no haber sido por la armadura, ya habría muerto, sofocado por su propia caja torácica, colgado de los maderos cruzados. Las placas, trabadas unas con otras, impedían que colgara sólo de las mutiladas muñecas, a las que descargaban de una parte del peso. Había estado perdiendo y recobrando el conocimiento durante horas, delirante a causa del dolor y la pérdida de sangre.
Ahora tenía la mente más clara. Tal vez se habían desvanecido los últimos vestigios del toque de la bruja, o bien sus nervios ya no tenían la capacidad de comunicarle la atroz realidad de las heridas sufridas. Ya era bastante con que pudiera detectar la solidez de la figura solitaria que se encontraba a pocos metros de distancia, silueteada por el destello de los rayos.
Gruñendo de dolor, logró levantar ligeramente la cabeza y mirar a la figura inmóvil.
—Sh... Shebbolai —susurró, con poco más que un ronco hilo de voz.
La figura se movió.
—Te creía muerto —le dijo el jefe. Se acercó a él, y otro rayo que delineó con nítido relieve su rostro cetrino mostró una expresión de enojo, atormentada—. ¿Cómo es posible? —preguntó—. Eres el primer guerrero de Naggaroth que acude aquí desde la llegada de los Reyes Intemporales. Venciste a mis mejores guerreros y llevas la marca de Khaine en los ojos. ¡Tienes que ser el Azote!
—Los Reyes Intemporales han olvidado el deber que tienen para con el Señor del Asesinato —afirmó Malus—. Han sido seducidos por el poder y la riqueza. Hace mucho tiempo, gobernaban este territorio para salvaguardar la espada de Khaine. Ahora, gobiernan sólo por su propio interés.
—¡No blasfemes! —le espetó Shebbolai.
—¡Tú sabes que es verdad! —insistió Malus. Intentó alzar la mirada hacia los cuerpos que colgaban cerca de él—. De camino hacia aquí me dijiste que tu tribu luchaba sólo raras veces. ¿De dónde, entonces, han salido todos estos hombres? Tienen aspecto de guerreros, pero ¿fueron enemigos apresados en batalla, o son miembros de tu propia tribu que se rebelaron contra los Reyes Intemporales y su ignominioso gobierno?
—¡Ahora tú estás aquí —dijo el jefe—, y el Tiempo de Sangre se halla cerca! ¿Cómo pueden negar lo que eres?
—Porque esto es lo único que tienen —respondió Malus—. Se han aferrado durante tanto tiempo a la vida y el poder, que esa lucha es la única que conocen. No pueden regresar a Naggaroth, no como están ahora, y cuando yo recupere la espada, ¿quién les temerá? Los siglos los han vuelto locos, Shebbolai, y débiles. Su tiempo se acaba. —Malus lo miró a los ojos—. Ahora ha llegado vuestro tiempo. De todos los cientos de jefes que han gobernado a los de la Espada Roja, eres tú quien cabalgará a la batalla junto al Azote elegido de Khaine.
Una expresión de reverencia transformó el rostro con cicatrices de Shebbolai.
—¿Qué quieres que haga?
—Dime dónde encontrar la
Espada de Disformidad
.
—No... no está aquí —dijo el jefe—. Hace mucho tiempo, cuando los reyes acababan de llegar, la espada pasaba de uno a otro con cada fase lunar con el fin de que todos compartieran la carga de salvaguardarla. Un día, el rey que tenía la espada se negó a entregarla, y lucharon entre ellos. La lucha duró siglos, o eso dice la leyenda. —Shebbolai se volvió a mirar el templo—. Dos de los reyes murieron durante esos enfrentamientos. Tú viste sus cráneos en la cámara relicario.
—¿Y la espada?
—Acordaron guardarla en un sitio que estuviera fuera de su alcance, salvo en las peores circunstancias, para no volver a pelear entre sí nunca más. Se llevaron la espada al norte, al interior de las montañas, y la escondieron en una cueva —explicó Shebbolai, ceñudo—, según dice la leyenda que ha pasado de generación en generación a través del linaje de los jefes. Guardar el secreto de los Reyes Intemporales ante el resto del mundo es parte del pacto que tenemos con ellos.
—Todo eso es fascinante —resolló Malus, impaciente—, pero ¿cómo voy a encontrar la espada?
—Sigue los cráneos —replicó el jefe—. Te conducirán a través de los barrancos hasta la cueva y su guardián.
—¿Guardián? —le espetó Malus—. ¿Qué clase de guardián?
El jefe se encogió de hombros.
—Las leyendas no lo dicen; algo lo bastante poderoso para guardar la espada durante mucho tiempo y no ser tentado por ella como lo fueron los reyes.
—Delicioso —gruñó el noble. El dolor de las muñecas comenzaba a aumentar otra vez. Apretó los dientes e intentó aliviarlas de una parte del peso, y gimió de dolor al descargarlo en los clavos que le atravesaban los pies justo por debajo de los tobillos.
Cuando el dolor cedió y se le aclaró la visión, miró a Shebbolai una vez más.
—Debes hacer correr la voz entre aquellos de tu tribu en los que puedas confiar —dijo—. Cuando regrese con la espada, el reinado de los Reyes Intemporales acabará. ¿Entiendes?
El jefe asintió con la cabeza.
—Entiendo.
—Bien. Ahora, bájame de esta condenada cruz —gimió. Pero Shebbolai permaneció impasible y miró a Malus a los ojos.
—Si todo lo que dices es verdad y eres el Azote de Khaine, deberías poder liberarte tú mismo. —Retrocedió ante la cruz—. Esperaré tu regreso —dijo, y desapareció oscuridad adentro.
Malus reprimió una maldición furibunda. Tenía un plan para Shebbolai y sus guerreros, así que por el momento necesitaba que el jefe estuviera de su lado. Además, pensó con amargura mientras intentaba en vano cerrar los puños, no habría en el mundo leche materna suficiente para curarlo de las heridas causadas por los clavos de los guardias.
Un rayo destelló en lo alto y cayó entre las astas de hierro de la plaza. Oyó alaridos y percibió el olor dulzón de la carne quemada. Inspiró profundamente.
Esta vez no sería una simple cata del poder del demonio. Se encontraba al borde del abismo, y el siguiente paso que daría sería hacia la oscuridad.
Restalló el trueno.
—¡Tz'arkan! —le gritó al sangrante cielo, y le ardieron las venas con el gélido toque del demonio.
El poder corrió por él en un helado torrente que desterró el miedo, la debilidad y el dolor. Lo recorría la fuerza de un dios. Apretó los puños, arrancó las muñecas de los clavos de hierro y rió como un demente mientras el hueso partido y la carne desgarrada se recomponían. Se inclinó para arrancar los clavos inferiores con las manos desnudas, y cayó de rodillas sobre los adoquines resbaladizos de sangre. Malus estrujó los clavos entre los dedos como si fueran de cera medio fundida, y los lanzó hacia lo alto.
Sintió la llegada del rayo antes de que destellara en lo alto. Oyó los latidos de los corazones de los hombres que morían lentamente entre el bosque de pértigas de hierro. Percibía el olor de todos y cada uno de los seres vivos de la ciudad, y veía los picos de las montañas del norte a pesar de la agitada oscuridad de lo alto.
No se parecía a nada que hubiese sentido antes. El demonio no sólo lo fortalecía y curaba: él era el demonio, y el demonio era él.
Encontró al gélido a un kilómetro y medio de la ciudad, tras haberle seguido el rastro por su peculiar olor acre. Cuando se le acercó, le gruñó amenazadoramente al tiempo que bajaba la maciza cabeza y chasqueaba las temibles fauces, pero lo había mirado a los ojos y le había impuesto su voluntad. El nauglir se resistió apenas un momento, para luego recular y gritar de dolor. Avanzó hasta la bestia a la que azotó una y otra vez con su poder hasta que se echó sobre el vientre y le permitió subir a la silla de montar.
Malus condujo a
Rencor
en torno a la ruinosa ciudad, a cubierto de la oscuridad, y ascendió hacia las escabrosas estribaciones de las montañas septentrionales. Sus sentidos agudos como navajas penetraban las tinieblas y le permitían recorrer los estrechos barrancos laberínticos como si fuera pleno día.