Read La Espada de Disformidad Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Apenas estaban a medio camino de la antecámara cuando la tercera bestia corrió por la pared derecha del pasadizo y cayó pesadamente dentro de la sala, donde hizo ondular sinuosamente los tentáculos como si saboreara el aire en busca de una presa.
La sacerdotisa lanzó un grito de desafío y la bestia se orientó de inmediato hacia ella. Pensando con rapidez, Malus lanzó un grito de guerra y la bestia dio la vuelta para encararse con él, tras lo cual desplegó los tentáculos al máximo y enseñó el pico que se abría y cerraba. El noble corrió hacia la pared más cercana cuando la bestia se agazapaba para saltar y lanzaba un agudo lamento.
Cayó a menos de cinco pasos de Malus y extendió hacia él los carnosos tentáculos que se agitaban como látigos en el momento en que el noble cogía la segunda de las tres lámparas de aceite y la arrojaba hacia la cabeza de la criatura. Al partirse, la lámpara cubrió el bulboso cuero cabelludo con aceite ardiendo, y la bestia reculó con un chillido de dolor mientras su húmeda carne siseaba bajo las llamas. El noble no dedicó ni un instante a saborear el dolor causado. En cuanto la bestia se distrajo, corrió hacia el pasadizo occidental tan velozmente como pudo.
Se sumergió en una oscuridad casi total, sin tener la más remota idea de hacia dónde iba. Percibió que se encontraba en otro corredor estrecho, gemelo del pasadizo oriental. En algún punto situado ante él oyó gritos lejanos, así que apretó los dientes y corrió hacia ellos. Sus pies chocaron con una pila de huesos desparramados y trastabilló entre ellos mientras maldecía en voz baja. Detrás de él resonaron aullidos agudos cuando los cazadores comenzaron a olfatear presas nuevas.
Llegó a una encrucijada iluminada por manchas de musgo de sepultura, y se detuvo con el corazón acelerado. Los gritos parecían proceder de todas partes al mismo tiempo, mezclados con los inquietantes chillidos de las bestias del Caos. Pensando con rapidez, miró el suelo de piedra y vio señales de huellas mojadas que seguían el pasadizo de la izquierda.
El noble continuó corriendo, envuelto una vez más en la sofocante oscuridad. El pasadizo describió una curva antes de que se diera cuenta y rebotó contra la pared a lo largo de más de un metro antes de que el túnel volviera a seguir la línea recta. Detrás de él sonó un grito penetrante. Daba la impresión de que una de las bestias había llegado a la encrucijada que quedaba cerca de una docena de metros más atrás. Malus aceleró la carrera sin importarle si de nuevo se estrellaba de cabeza contra otra pared.
Después de una docena de metros, el pasadizo desembocaba en una antecámara más grande y amplia, flanqueada por una serie de criptas, que conectaba otros tres pasadizos. A Malus le dio un salto el corazón al ver un pequeño globo de luz bruja que relumbraba en la entrada del pasadizo meridional. Arleth Vann le hacía gestos apremiantes.
—¡De prisa, mi señor! ¡Los tienes justo detrás!
En la mente de Malus se formó una réplica impertinente, pero prefirió ahorrar su agitado resuello para tareas más importantes. Al esforzarse para respirar sentía agudas punzadas de dolor en el pecho, y cuando se quedaba quieto tenía la sensación de que la sala comenzaría a dar vueltas. Mediante un esfuerzo de voluntad, inspiró tanto aire como pudo y continuó corriendo.
El asesino encabezó la carrera por el pasadizo, veloz como un venado. Arleth Vann se alejaba cada vez más de Malus al tiempo que los sonidos de los perseguidores se le acercaban. Oía las húmedas pisadas deslizantes y el golpeteo de las garras sobre la piedra cada vez más próximos.
El noble, sin aliento, sólo pudo lanzar una sorda maldición cuando el guardia giró rápidamente en torno a un recodo cerrado y la débil luz desapareció con él. Los sonidos de persecución resonaban por todas partes, y comenzó a temer el latigazo de los tentáculos de las bestias en la espalda.
Estaba tan concentrado en los sonidos que le llegaban desde atrás, que no vio el giro y se estrelló contra la pared con la fuerza suficiente para quedarse sin el poco aliento que tenía. Rebotó en la piedra y osciló como un borracho, con los gorgoteantes alaridos castigándole los oídos.
Dio unos cuantos traspiés en torno al recodo y se halló ante otro pasadizo iluminado por manchas de musgo que estaba atravesado por una larga fisura irregular.
No veía a Arleth Vann por ninguna parte.
Mientras gruñía a causa del dolor y la falta de aire, Malus se lanzó por el pasadizo. Oía el zumbido de los tentáculos en el aire. Los perseguidores estaban justo al otro lado del recodo.
—¡Mi señor!
Malus se sobresaltó al oír la voz del asesino, procedente de la fisura.
—¡Baja aquí! —dijo el guardia—. ¡Rápido!
No había tiempo para discutir. El primer perseguidor giró en el recodo con un rugido lastimero, y Malus se lanzó hacia la fisura. Un feroz dolor le estalló en el pecho cuando chocó contra el suelo de piedra y medio resbaló, medio rodó al interior de la abertura irregular. Unos tentáculos con garfios rasparon la piedra a apenas un palmo detrás de él.
Al precipitarse por el borde de la fisura, Malus tuvo una fuerte sensación de vértigo. No se trataba de una mera grieta abierta en el suelo, sino de una falla que se adentraba profundamente en la tierra. Arleth Vann gritó una advertencia mientras Malus manoteaba desesperadamente las irregulares paredes escasamente separadas. Sintió un tremendo dolor en rodillas y codos cuando logró encajarlos contra las paredes con la fuerza suficiente para detener la caída. Estaba agarrotado de miedo, con las botas suspendidas sobre el vacío.
—¡Mi señor! —gritó el asesino desde lo alto—. ¿Estás bien?
—De milagro —le gruñó Malus—. Estas rocas rugosas han logrado detener la caída.
En la oscuridad resonó un aullido agudo, y unos tentáculos con garfios golpearon los lados de la grieta cuando una de las bestias intentó dar alcance a las presas.
—¡Continúa bajando! —gritó el asesino—. Las bestias no podrán llegar hasta nosotros.
Un tentáculo golpeó la pared de la grieta a menos de un palmo de la cabeza de Malus. El noble pataleó frenéticamente con las puntas de las botas en busca de un apoyo, pero no había nada lo bastante prominente.
Luego sintió un fuerte impacto cuando uno de los tentáculos de la bestia le golpeó una mejilla. Otro le rozó el cuello. Con un grito desesperado, relajó las extremidades y se precipitó hacia la negrura.
Unas manos fuertes sujetaron a Malus por los hombros y lo hicieron girar para tenderlo de espaldas. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos con fuerza cuando una terrible punzada de dolor le atravesó el pecho. El noble reprimió un gemido de dolor y oyó que el sonido resonaba en el espacio circundante.
—¿Mi señor? —dijo Arleth Vann. El asesino se inclinó para examinar el pecho de Malus—. Estás sangrando otra vez. Creo que te abriste la herida al caer.
—En el nombre de la Madre Oscura, ¿dónde estamos? —jadeó, mientras obligaba a sus ojos a abrirse y recorría con la mirada la penumbra. Una débil luz bruja danzaba sobre unas paredes lisas y unas vigas cuadradas talladas en la roca viva. El techo de piedra del pasadizo estaba partido a lo ancho por una grieta irregular de cuyos bordes aún caía una fina lluvia de tierra provocada por la larga caída descontrolada.
—Estamos a salvo, por ahora —respondió el asesino—. Las bestias no pueden pasar por la grieta, y sus amos no las abandonarán para perseguirnos ellos solos. Puede que incluso piensen que estamos muertos.
Con los dientes apretados, Malus intentó levantarse, pero otra terrible punzada de dolor lo obligó a renunciar con un gruñido de frustración. Se llevó una mano al costado izquierdo y la retiró pegajosa de sangre fresca.
—Puede que no estén demasiado equivocados —gruñó—, pero eso no responde a mi pregunta. En el nombre de la Madre Oscura, ¿dónde estamos?
—Estamos en el Pabellón de los Excavadores —dijo Arleth Vann, mientras pasaba las manos por debajo de los brazos de Malus. Lentamente, con cuidado, lo puso de pie—. Puede que sólo quede un puñado de gente en el templo que conozca la existencia de este lugar.
Malus apretó los dientes ante las olas de dolor, y dejó que lo levantara. El pasadizo tenía el techo tan bajo que le rozaba la parte superior de la cabeza. Era tan recto como una flecha y se adentraba en la negrura hacia la derecha. A la izquierda se extendía treinta pasos más y acababa en un par de puertas de piedra sujetas por brillantes goznes de hierro.
Arleth Vann ayudó a Malus a avanzar por el pasadizo hacia la entrada. Al acercarse más, el noble vio que las puertas tenían labradas elaboradas escenas. Figuras bajas y robustas con barbas trenzadas iban y venían en escenas fantásticas de esplendor subterráneo, sacaban riquezas de las profundidades y las trabajaban con astucia y arte para construir una maravillosa ciudad cincelada en piedra. No se parecía a nada que el noble hubiese visto antes.
Extendió un brazo para tocar la superficie de las puertas, y las enormes losas de piedra se abrieron hacia el interior sobre goznes perfectamente equilibrados y dejaron a la vista una cámara amplia de techo bajo. Dentro de la estancia había varias mesas de piedra desnuda, todas bajas y anchas. A cada lado de la larga sala había cuatro de ellas, con la cabecera orientada hacia otra mesa de talla más elaborada, situada en el centro. Al otro extremo de la estancia había otra doble puerta.
Malus frunció el entrecejo.
—¿Es aquí donde el templo aloja a los esclavos enanos?
—Por decirlo de alguna manera —replicó el asesino—. Aquí es donde los constructores del templo fueron sepultados.
El guardia ayudó a Malus a entrar en la estancia, lo condujo hasta la mesa central y lo recostó contra ella.
—¿Los ancianos sepultaron a los esclavos enanos? —preguntó Malus, que no estaba seguro de haber oído bien.
Arleth Vann asintió con la cabeza.
—Fue un honor singular, en recompensa por su trabajo. Estoy seguro de que has reparado en la maestría de los edificios.
—En esos momentos tenía demasiadas cosas en la cabeza, pero, sí, reparé en ello —replicó Malus, irritado.
—Fue justo después del cisma —prosiguió el asesino, que estudiaba la habitación con mirada apreciativa—. Después de que los disidentes fueran expulsados o asesinados, los ancianos comenzaron las obras en el gran templo. Lo erigieron más de ciento veinte esclavos enanos, y la construcción duró casi medio siglo. Cuando el edificio quedó acabado y la
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instalada en su sanctasanctórum, los ancianos hicieron que los enanos construyeran este espléndido mausoleo para sí mismos. Les dijeron que la obra que habían realizado les había ganado un lugar de eterno honor entre los fieles y que sus espíritus serían venerados por todos los tiempos.
—¿Y luego?
Arleth Vann hizo una pausa.
—Cuando acabaron la cripta, los ancianos hicieron que los mataran a todos y los sepultaran aquí.
—Madre de la Noche —jadeó Malus—. ¿Ciento veinte enanos muertos en la flor de la vida? —Semejante desperdicio superaba lo imaginable. El noble podría construir y pertrechar un barco corsario con lo que costaba un solo esclavo enano. Aparte de los huevos de dragón, no había ninguna mercancía más valiosa en toda Naggaroth.
El asesino se encogió de hombros.
—Malo para todos, pero bueno para nosotros. Esta cripta fue construida en las profundidades de la colina, más profundamente que la Puerta Bermellón, y hace milenios que nadie viene por aquí. Sólo han quedado unos pocos documentos, sepultados en los archivos de la biblioteca del templo, donde consta su existencia. —Asintió para sí—. Es una base de operaciones perfecta, en realidad: fácil de defender y de difícil acceso, pero lo bastante cercana para que podamos llegar al pasadizo que conduce a la antigua casa de Thel y comunicarnos con los leales que están en la ciudad, en caso necesario. —Suspiró—. Ahora sólo tengo que volver a subir a los túneles y conducir al resto de los nuestros hasta aquí sin que nos alcancen esas malditas bestias —dijo—. Podría llevarme tiempo. ¿Estarás bien hasta que regrese?
Malus no tenía nada que decir. Cuando Arleth Vann miró a su señor, descubrió que se había desmayado una vez más.
—La herida es grave, mi señor.
Malus abrió los ojos. Yacía sobre la losa de piedra de la antecámara de las tumbas de los enanos. Alguien le había quitado el kheitan y los ropones, y tenía la carne de gallina en los hombros y la espalda.
La luz de las llamas que danzaba en las paredes iluminaba a una figura ataviada con ropones y capucha que trabajaba ante una de las largas mesas, a la derecha del noble. Malus oyó un débil tintineo de metal contra piedra cuando la figura desplegó ordenadamente una serie de pequeños instrumentos. La voz que había oído le resultaba familiar, pero no podía identificarla.
Intentó levantarse, temeroso de que la figura pudiera ver la contaminación del demonio que pesaba sobre él, pero unas cuerdas se tensaron en sus muñecas, hombros y frente. Los recuerdos de los días pasados en la torre de su padre hicieron que un escalofrío de pánico le recorriera la espalda.
—¿Qué está sucediendo?
—Hay infección —dijo la figura—. El pulmón se ha colapsado y la herida está... corrompida. Debe hacerse algo pronto, o morirás.
Un estremecimiento de miedo le recorrió el cuerpo. Sabía qué intentaba decir la figura.
—Vas a tener que cortar el tejido infectado —dijo Malus, incapaz de evitar que una nota de pavor aflorara a su voz—. ¿Tienes algo de
hushalta?
—No —respondió la figura, que alzó hacia la luz un pequeño cuchillo curvo—. Debes prepararte para lo que hay que hacer, mi señor. Es el único modo.
La figura se volvió hacia él y tendió hacia su pecho una mano de largos dedos. La luz anaranjada se reflejó en la afiladísima hoja. Malus sintió que la herida del costado comenzaba a palpitar, y su corazón se aceleró de miedo.
—Trabajaré muy rápidamente —le aseguró la figura. Los dedos pasaron sobre las costillas de Malus y rozaron como patas de araña la herida sangrante y abierta—. Puedes gritar si quieres. No me molestará.
Malus abrió la boca para responder, sin embargo las palabras se transformaron en un gemido terrible en el momento en que los dedos desnudos de la figura se metieron en el tajo y lo abrieron para ensancharlo. Por la herida manó sangre caliente que le corrió por el costado mientras el cuchillo comenzaba su obra. Fue como si le clavaran una y otra vez en el pecho una lanza de agudo dolor al rojo blanco que lo dejaba sin respiración. Justo cuando le parecía que no podía soportarlo más, la figura se enderezó con un trozo de carne rosada y brillante en una mano. La cabeza encapuchada se inclinó para mirarlo.