La Espada de Disformidad (24 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: La Espada de Disformidad
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Había intentado cumplir con su parte. Había tratado de reunir las cinco reliquias perdidas, pero al final había fracasado. Era demasiado: demasiado para que pudiera hacerlo cualquiera.

Ya caían los últimos granos de arena del reloj. Se los robaba el viento del desierto, que se los llevaba hacia el pálido cielo blanco.

Intentó ponerse de rodillas, pero el cuerpo se negó a obedecerle. Bajo la piel le ardía, como un ascua encendida, un dolor lacerante que lo dejaba sin aliento. Se había arrastrado a lo largo de kilómetros y kilómetros para intentar llegar hasta el templo e implorarle al demonio que pusiera en libertad su alma contaminada. El terror se apoderaba de él a medida que se aproximaba la hora en que Tz'arkan se apoderaría de su alma para siempre.

Una mano fresca y fuerte se cerró sobre su hombro. Un agudo dolor lo hizo gritar cuando le dio la vuelta para tenderlo de espaldas. Una dura luz blanca atravesó sus párpados cerrados. A continuación lo cubrió una sombra que bloqueó el despiadado sol.

Sintió una caricia en la mejilla llena de ampollas. La piel era áspera, callosa en las puntas de los dedos y la palma.

—¿Sufres, mi señor? —la voz femenina, ronca y profunda, le recordó el crucero esclavista y la época anterior a la maldición del demonio.

—Tengo que llegar al templo —dijo con voz entrecortada, mientras jadeaba con una respiración gorgoteante. Con dedos torpes se palpó el desgarro del ropón—. Estoy herido —afirmó, mientras lágrimas amargas dejaban surcos en la mugre que le cubría la cara—. Dentro de mí hay un demonio...

—Silencio, mi señor —replicó ella—, la corrupción te ha vuelto loco. No permitiré que un demonio te posea. No tengas miedo.

Unos dedos delicados palparon el desgarrón. Malus abrió los ojos y miró el rostro de Lhunara. Ella sonrió, lo que hizo que el globo lleno de sangre que había sido su ojo derecho se hinchara en la cuenca destrozada. De la terrible herida del cráneo manaron sangre y fluidos repulsivos, y en el cerebro podrido se retorcieron gusanos, molestos por el terrible calor.

Los fríos dedos de ella penetraron por el desgarrón de la tela y hurgaron dentro de la herida abierta. Sintió que le cogía el interior de las costillas, y gritó cuando ella flexionó el brazo y rompió la caja torácica. La carne y los huesos se partieron con el sonido de algo podrido que se desgarra.

Ella acercó la cara al agujero abierto y comenzó a comer, desgarrándole los órganos como una loba, y lo único que él pudo hacer fue abrir la boca y gritar.

Lo sacudían unas manos, primero con suavidad y luego insistentemente.

—Despierta, mi señor. ¡Por amor al Asesino, despierta!

Malus despertó, y el grito cada vez más potente fue interrumpido en seco por un espasmo de violenta tos. Tenía el cuerpo frío y húmedo, y le dolían las articulaciones por haber permanecido tumbado sobre la dura piedra. Rodó de lado para escupir coágulos de sangre y flema, y luchó para poder respirar.

Yacía sobre una losa mortuoria, dentro de una pequeña celda rectangular. Los ocupantes anteriores, unos marchitos ancianos del templo, de siglos pasados, habían sido arrojados sin ceremonias sobre el suelo de piedra toscamente tallada. En las paredes había largos nichos ocupados por los deshechos esqueletos de guardias y aliados predilectos. En uno de los nichos más altos ardía una pequeña lámpara de aceite que bañaba la antigua cripta con una débil luz amarilla. El aire era húmedo y estaba cargado de polvo, el cual se le había adherido a la garganta dolorida.

Unas manos fuertes lo sujetaron por los hombros y le provocaron un estremecimiento de terror al hacerle revivir los últimos momentos de la pesadilla. Intentó defenderse, pero fue como si un puño se le cerrara en torno al pulmón izquierdo, y estuvo a punto de perder el conocimiento debido al dolor. Arleth Vann hizo que su señor volviera a tenderse de espaldas sobre la losa, y lo miró con preocupación.

—Tenías una pesadilla, mi señor —dijo en voz baja—. Debe de haber sido terrible. No creo haberte oído gritar así nunca antes.

Malus se enjugó la cara con una mano temblorosa.

—Eso es porque no has pasado mucho tiempo conmigo últimamente —replicó, y le dedicó una desganada sonrisa—. En estos últimos meses he tenido ocasión de perfeccionar mis habilidades vocales. —Apartó las manos del guardia e intentó sentarse—. En el nombre de la Madre Oscura, ¿dónde estamos?

—En lo profundo de las tumbas —respondió el asesino—. Para cuando salimos del santuario de los asesinos, Urial ya había logrado abrir la puerta del templo y estaba en plena actividad para apoderarse de la totalidad de la fortaleza. Habían abierto la puerta principal para dejar entrar a un gran contingente de fanáticos que reforzaron el pequeño destacamento de Urial. Estaban matando a todos los esclavos que encontraban y apresando a los acólitos restantes. Apenas logramos evitar a los grupos que registraban la fortaleza y perdernos en las catacumbas.

Malus hizo una mueca cuando un dolor lacerante le recorrió el pecho, pero se negó a tumbarse otra vez.

—¿Durante cuánto tiempo he estado sin sentido?

—Hace casi un día que recobras el conocimiento y vuelves a desmayarte —respondió el asesino. Ladeó la cabeza por encima de un hombro para señalar la estrecha entrada—. Rhulan y el resto están en la antecámara de ahí fuera. No han dejado de reñir desde que llegamos aquí.

El noble murmuró una maldición.

—Todo un día —dijo con amargura—. Urial se hace más fuerte a cada minuto que pasa. ¿Sabemos qué está sucediendo en la colina?

Arleth Vann se encogió de hombros.

—Salí a la superficie hace unas pocas horas, con la esperanza de conseguir un poco de comida y agua en las cocinas, y tal vez algo de
hushalta
—dijo—. Urial tiene el control absoluto del templo y ha cerrado las puertas para que no puedan entrar los guerreros que aún están en la ciudad. Una gran parte de Har Ganeth continúa en llamas, y oí sonidos de lucha en el distrito de los nobles.

Malus asintió con aire pensativo.

—Un plan condenadamente brillante —admitió—. Urial cuenta con todas las ventajas. —Intentó bajar las piernas de la losa, e hizo una mueca de dolor—. Si no hacemos algo muy pronto, todo estará perdido.

Arleth Vann tendió las manos hacia el noble.

—Mi señor, no creo que debas moverte —recomendó—. La herida... —Hizo una pausa, con expresión contrariada.

Malus se detuvo.

—¿Qué pasa con la herida?

El guardia meditó las palabras con cuidado.

—La
Espada de Disformidad
pasó entre las costillas y te perforó el pulmón izquierdo —dijo—. Tenías espuma sanguinolenta en los labios y jadeabas al respirar. La mayoría muere por una herida semejante, incluso con el auxilio de un cirujano. De hecho, durante la mañana ha habido momentos en los que tuve la certeza de que estabas a punto de expirar.

—¿Pero? —preguntó el noble.

Arleth Vann comenzó a responder, pero le faltaron las palabras. Impotente, señaló el corte del ropón de Malus.

El noble bajó los ojos y, por primera vez, se dio cuenta de que le habían quitado el kheitan y aflojado el ropón. Experimentó una punzada de pavor cuando alzó la mano y apartó la tela a un lado con dedos vacilantes.

Era evidente que Arleth Vann había usado un poco del agua que había conseguido para limpiarle la herida lo mejor posible. La piel del lado izquierdo del pecho estaba cubierta de cardenales de color añil oscuro desde la clavícula al ombligo. La herida era una línea limpia casi tan larga como uno de sus dedos, abierta entre las costillas quinta y sexta. El dolor de la espalda le indicaba que en ella había una herida similar.

La piel que rodeaba el corte estaba casi totalmente negra. La herida en sí estaba cerrada, unida por un cordel de grueso tejido negro que supuraba un líquido pálido de olor repugnante.

«Madre de la Noche —pensó Malus, y se le heló la sangre—. ¿Qué me ha hecho Tz'arkan?»

Arleth Vann señaló la herida con mano vacilante.

—Yo... no he visto nunca nada parecido, mi señor —dijo—. ¿Qué es?

Corrupción, pensó él, al recordar las palabras de Lhunara. El poder que el demonio tenía sobre su cuerpo era mucho peor de lo que había imaginado que fuera posible. De repente, recordó la estocada sufrida en la batalla del camino de los Esclavistas. Se pasó una mano por el muslo, pero no halló siquiera tejido cicatricial. Apenas logró contenerse para no gritar de miedo.

«Estoy al borde del abismo —pensó—. ¡Un paso más, y estaré perdido!»

Entonces se dio cuenta de que Arleth Vann lo estaba observando y su expresión se volvía más inquieta a cada instante que pasaba. Se exprimió los sesos en busca de una explicación.

—Es... es la bendición de Khaine —dijo—. ¿Acaso no soy el Azote?

Una cruel risa entre dientes resonó dentro de la cabeza de Malus. Apenas logró contenerse para no cerrar los puños e intentar expulsar esa voz de su cráneo a golpes.

—¿Y cómo estás tú? —preguntó Malus, ansioso por pensar en otra cosa. Observó el ropón destrozado y mugriento de su guardia, y la piel sucia de sangre—. Vi lo que te hizo Yasmir con los cuchillos.

El guardia apartó la mirada, al parecer deseoso de aceptar la explicación de Malus, aunque la expresión de su rostro continuaba siendo de preocupación.

—Las heridas de los brazos se curarán —fue la simple respuesta—. Las brujas nos enseñan técnicas para acelerar el proceso de cicatrización y cerrar las heridas. Por lo que respecta al resto... —Alzó una mano y se levantó un faldón del ropón. La débil luz se reflejó en los pulimentados anillos de una fina malla de trama apretada que estaba cosida a la parte interior de las ropas del asesino—. No fueron tan graves como parecía.

Malus se arriesgó a reír débilmente entre dientes.

—Pensaba que tú y tus compañeros no le teníais ningún miedo a la muerte.

El asesino se encogió de hombros.

—Yo no le temo a la muerte, mi señor, pero eso no es razón para ponerles las cosas fáciles a los enemigos.

De repente, una acalorada discusión estalló en la antecámara de la pequeña cripta.

—Hablando de ponerles las cosas fáciles a nuestros enemigos... —dijo Malus.

Inspiró tanto aire como pudo, y se asombró y asustó a la vez al descubrir que respiraba mucho más fácilmente que antes. Luego, lentamente a causa de los dolores, bajó de la losa de piedra. Las piernas amenazaron con fallarle y Arleth Vann se inclinó y tendió una mano hacia él, pero Malus lo detuvo con un gesto. Otra profunda inspiración, y recobró algo de fuerza.

El noble se compuso los ropones y los sujetó bien con el cinturón, para luego encaminarse hacia la entrada.

Otras dos lámparas de aceite proyectaban una luz oscilante sobre una cámara rectangular de unos treinta pasos de largo. En las paredes laterales había más entradas de criptas, muchas aún cerradas por delgadas puertas de madera, y en ambos extremos vio entradas más grandes que se abrían a la oscuridad subterránea. En el espacio que quedaba libre en todas las paredes se habían excavado nichos donde se apilaban cráneos y huesos envueltos en tela. En cada una de las cuatro esquinas había estatuas antiguas rotas que formaban montones cubiertos de musgo, y cuya apariencia original se había perdido hacía mucho en las nieblas del tiempo.

Rhulan estaba de pie en la entrada y miraba con enojo a la joven sacerdotisa que tan bien había luchado en la batalla del templo. Ella tenía las manos abiertas en un gesto de súplica, pero a Malus no se le escapó el acerado destello de sus ojos. En la voz de la sacerdotisa había un rastro de enfado y desesperación.

—Merecemos que se nos den respuestas, Arquihierofante —decía—. Si Urial no es el Portador de la Espada, ¿cómo puede haber sucedido esto?

Todos los ojos estaban fijos en Rhulan. Los leales al templo se hallaban sentados en el desnudo suelo de piedra y observaban la discusión con iguales dosis de esperanza y miedo. Incluso la anciana tatuada demostraba un agudo interés en la discusión, y permanecía sentada con la espalda apoyada contra uno de los montones de trozos de esculturas y dos cuchillos de hoja ancha desnudos sobre el regazo.

—¿Acaso las escrituras del templo no nos enseñan que Malekith, el Rey Brujo, es el Azote elegido por Khaine? —continuó la sacerdotisa—. ¿Acaso la espada no estaba atada por cadenas de brujería que la protegían para que sólo el Portador de la Espada pudiera empuñarla?

Malus vio que aparecía un destello de miedo en los ojos de Rhulan y le temblaban los labios al esforzarse por responder. Daba la impresión de estar viviendo la peor de sus pesadillas, pensó el noble.

—No existe ninguna protección perfecta —intervino Malus, cosa que hizo que todos dieran un respingo. Los sobresaltados rostros se volvieron a mirarlo como si se hubiera levantado de entre los muertos.

»Urial es un brujo poderoso por derecho propio —continuó Malus, que se recostó en el marco de la puerta—; ¿y acaso no ha pasado años estudiando los textos del templo? Tuvo tiempo sobrado para descubrir un modo de burlar la magia que protegía la espada.

—Pero la espada sólo está destinada al Azote.

Malus estudió con atención a Rhulan. Claramente, estaba muy nervioso. «Sabe que la espada ha pasado por muchas manos a lo largo de los siglos —pensó—. ¿Acaso les han dicho a los fieles que había sido puesta directamente por Khaine en manos del templo?»

—Puede que la espada esté destinada al Azote, pero ¿no pueden empuñarla otros? ¿Blandiría, incluso? Después de todo, ¿durante cuánto tiempo la guardaron los ancianos, antes de llegar a Har Ganeth?

La sacerdotisa miró a Malus, con la frente pensativamente fruncida.

—¿Estamos seguros de que Urial no es el Azote?

—Yo lo estoy —declaró Malus con absoluta convicción, y miró a Rhulan. «Pero no estoy tan seguro de que lo esté el Arquihierofante», pensó.

—Malekith es el elegido —dijo Rhulan con voz débil—. Así está escrito.

—En ese caso, será mejor que le quitéis la espada de las manos a Urial, antes de que el Rey Brujo se entere de esto —dijo Malus.

—¿Y por qué? —preguntó la anciana tatuada, que clavó en Malus una mirada penetrante—. Este es un asunto que debe resolver el templo.

Malus negó con la cabeza.

—No si la noticia de este golpe llega a las otras ciudades —replicó—. Malekith no puede verlo como otra cosa que un desafío a su autoridad. Tendrá que quitarle la espada a Urial, aunque sólo sea para demostrar que es suya por derecho. Si otros miembros del templo deciden que Urial es el auténtico Azote, el enfrentamiento resultante podría desgarrar Naggaroth en pedazos.

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