Read La Espada de Disformidad Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Pasaron casi cinco minutos más antes de que se encontraran del todo bajo tierra. ¿Qué, en el nombre de la Madre Oscura, requería tanto tiempo para recorrer el camino?, se preguntó. ¿Acaso había trampas dispuestas para los incautos? ¿Agujas envenenadas o espíritus voraces? Todos los que lo precedían parecían estudiar el sendero que tenían por delante con intenso interés. Concentrado en respirar regularmente, Malus los imitó y se puso a observar las brillantes piedras rojas en busca de reveladoras placas de presión o alambres que pudieran activar trampas.
Continuaron avanzando y avanzando. El olor de la tierra húmeda le inundaba la nariz, y cuando dejaron atrás la luz bruja, el camino quedó iluminado por musgo de sepultura que crecía en nichos abiertos en las brillantes paredes de piedra.
No tardó en perder la noción del tiempo. Un paso llevaba al siguiente, a una velocidad que ni disminuía ni aumentaba. Comenzó a sentirse como si una fuerte mano de dolor le apretara el pecho, y de vez en cuando una gota de sangre salía por sus labios y caía pesadamente en el sendero. Cada vez que respiraba sentía un burbujeo en la garganta, como si sufriera una terrible fiebre. Oía que el demonio le susurraba en los oídos, pero el sonido era extrañamente débil, como el murmullo de las mareas, y le prestaba poca atención.
Pasado un tiempo, Malus comenzó a sentir que el curvo sendero se encogía, se cerraba cada vez más con cada giro. Se animó al comprender que tenían que encontrarse cerca del lugar de destino, pero tuvo cuidado de no disminuir la atención hasta el punto de apartar los ojos del peligroso suelo.
Poco después de ver que sus pasos atravesaban un estrecho umbral, alzó la mirada y vio que habían llegado a una pequeña cámara circular excavada en piedra oscura. En las paredes brillaban globos de luz bruja tallados en forma de dragones y burlones demonios. Al otro lado del círculo había unas puertas dobles. Rhulan echó una sola mirada atrás, hacia el grupo, con una expresión que indicó claramente que debían aguardar allí; luego fue a detenerse ante las puertas. No dijo una sola palabra ni golpeó los paneles de madera, pero a pesar de eso, se abrieron silenciosamente para dejarlo entrar.
Después de que Rhulan se marchara, muchos de los extenuados leales se dejaron caer sentados en el suelo de piedra. Algunos se examinaron las heridas, mientras que otros se sumieron en un sopor de agotamiento. La anciana tatuada se apartó del resto, se sentó con la espalda contra la curva pared y cerró los ojos como para meditar o rezar. La sacerdotisa del hacha se sentó, luego se levantó, y finalmente se puso a pasear como un león enjaulado, con expresión distante y vengativa.
Malus también declinó sentarse, no tanto por nerviosismo como por no estar seguro de poder levantarse otra vez si lo hacía. Ya era bastante malo que Arleth Vann tuviera que verlo en un estado tan lamentable; maldito si alguien iba a tener que cargar con él. El asesino se recostó contra la pared junto a la entrada y apoyó la cabeza en la piedra curva. Tenía el macilento rostro sucio de sangre seca, y también la parte frontal del kheitan y las mangas acartonadas y oscurecidas por ella.
El noble volvió los ojos en la dirección por la que habían llegado.
—Tantas precauciones, y no había ni una sola trampa ni alarma —dijo—. Parece que los asesinos son menos temibles de lo que sugiere su reputación.
Arleth Vann alzó los ojos para mirarlo con expresión aturdida.
—¿De qué estás hablando?
Malus señaló hacia el sendero en espiral.
—Todas esas precauciones para no activar trampas eran innecesarias —dijo.
—¿Trampas? —dijo el guardia—. Eso era un laberinto, mi señor. Un viaje de meditación. ¿Quién pone trampas en un laberinto?
El noble parpadeó.
—Sí, bueno, nadie, supongo. —Frunció el ceño—. ¿Qué orden de asesinos te obliga a recorrer un laberinto para llegar hasta ellos?
Arleth Vann estudió a su señor durante largos momentos, sin saber si se estaba burlando de él.
—No somos meros degolladores, mi señor —dijo al fin—. La Shayar Nuan es una orden sagrada, muy parecida a las órdenes de los verdugos o las brujas del templo.
Malus alzó una ceja al oír el nombre.
—¿La Bendita Muerte? ¿Así se llaman a sí mismos?
—Es el nombre que nos damos a nosotros mismos —asintió el asesino, y le dedicó a Malus una de sus sonrisas espectrales—. Ahora que lo sabes, tengo que matarte, por supuesto.
El noble le gruñó a su servidor.
—Hablas como si todavía fueras uno de ellos.
Arleth Vann se encogió de hombros. Sus ojos color latón tenían una mirada obsesiva.
—Somos Shayar Nuan cuando emergemos del caldero, mi señor. Nada puede cambiar eso.
—No lo entiendo. Pensaba que el caldero estaba reservado para los sacrificios.
El asesino suspiró, mientras intentaba hallar un modo de explicarlo.
—Sí y no, mi señor. Las brujas del templo se bañan en el caldero. Es la fuente de su terrible atractivo y su vigor intemporal —dijo—. Ese poder nace, de hecho, del sacrificio: prisioneros, delincuentes, débiles y tullidos, así como todos los asesinos neófitos. Es el paso final del rito. Morimos y, sin embargo, vivimos al servicio de Khaine.
Malus miró al asesino con más atención.
—No querrás decir que, de hecho, estás muerto.
—Es una metáfora, mi señor. ¿Estás familiarizado con ese término?
—No te pongas frívolo conmigo —gruñó Malus débilmente—. En caso de que lo hayas olvidado, me clavaron una estocada de espada hace poco, y no estoy de buen humor.
—Te pido disculpas, mi señor —replicó el guardia.
—Por otra parte, con todo lo que he visto en esta maldita ciudad, no me sorprendería en lo más mínimo.
—No, supongo que no —replicó Arleth Vann—. Bien, considera esto: ¿cómo matas a un hombre que ya está muerto?
Malus lo pensó.
—Le cortas la cabeza y las extremidades y quemas los trozos. Es el único modo de asegurarse.
El asesino frunció el entrecejo.
—Comienzo a entender por qué tu padre nunca consideró la posibilidad de enviarte al templo —dijo—. Permíteme que sea directo: el mayor poder que puede tener alguien es la capacidad de arrebatarle la vida a otro. Es el dogma central de los verdugos. No obstante, si alguien ya está muerto, ni siquiera las espadas benditas de Khaine pueden tocarlo. Es un fantasma que no teme a nada de este mundo ni del otro.
Malus gruñó, y eso le provocó un espasmo de tos.
—Interesante —dijo, mientras se limpiaba la boca con el reverso de una mano—. Si no recuerdo mal, dijiste que la orden era de reciente creación, que originalmente no formaba parte del culto del Señor del Asesinato.
Arleth Vann observó con cautela a los otros khaineítas.
—Así es —admitió en voz baja—. El Rey Brujo necesitaba un medio de eliminar las amenazas contra el Estado sin arriesgarse a una guerra abierta con las casas nobles, y el templo necesitaba una razón nueva para justificar su autoridad después de que hubiera sido asesinado el último de los brujos. —Se encogió de hombros—. En el pasado, a los que sobrevivían a la inmersión en el caldero se los llevaban las brujas y los educaban en la doctrina del culto. Muchos se hacían sacerdotes, y otros vivían como oráculos o eruditos superiores. Los ancianos del templo crearon para ellos una nueva vocación: el arte del asesinato sigiloso y silencioso, una combinación de la magia de las brujas y la destreza de los verdugos.
—¿Y Urial fue educado en esas artes?
El asesino negó con la cabeza.
—No. Según todos los informes, era un erudito voraz y un poderoso brujo, pero nada más. Sus deformidades le impedían dominar las artes del combate. Hasta donde yo sé, nunca se consideró incluirlo en la orden, ni tampoco podían considerarlo de verdad como sacerdote, porque incluso los ancianos como Rhulan deben estar preparados y capacitados para marchar a la guerra. Honradamente, no creo que nadie supiera muy bien qué hacer con tu hermano.
—Es una lástima que nunca me lo preguntaran a mí. Podría haberles hecho una serie de agudas sugerencias. —Malus estudió las puertas cerradas—. ¿Crees que nos ayudarán, ahora que Urial tiene la espada?
Arleth Vann se encogió de hombros.
—La verdad es que resulta difícil saberlo. Al igual que las brujas de Khaine del pasado, la orden profesa el desinterés por los asuntos del templo. De hecho, una gran parte del prestigio y la autoridad de las brujas ha sido cedida a los asesinos a lo largo de los siglos. Podrían considerar que Urial está usurpando el papel de Malekith como Azote, o podría no importarles quién empuñe la espada, siempre y cuando se cumpla la voluntad de Khaine.
Malus sintió otra terrible punzada de dolor. Respiraba someramente y las sombras se cerraban desde la periferia de su campo visual. Sabía que estaba quedándose sin tiempo. ¿Dónde estaba Rhulan? ¿Por qué tardaba tanto?
—Da la impresión de que necesitan algo de persuasión —dijo, ceñudo, y corrió hacia las puertas.
Arleth Vann lanzó un grito de sobresalto, pero Malus llegó a la entrada antes de que pudiera reaccionar. Apoyó las manos contra la húmeda madera de roble, y empujó.
Las puertas se abrieron fácilmente y dejaron a la vista una oscuridad de caverna. Sin vacilar, Malus entró. Avanzó a ciegas, esperando chocar contra una pared o caer por el borde de un pozo en cualquier momento. Vagamente oyó que Arleth Vann gritaba su nombre, pero no le hizo caso.
Pasados escasos momentos, vio una luz mortecina ante sí. Pocos pasos después distinguió tres figuras, dos de pie y una tercera arrodillada ante ellas. Malus dedujo que la figura arrodillada tenía que ser Rhulan, y una docena de pasos más tarde se confirmó la sospecha.
El Arquihierofante se encontraba arrodillado dentro de un círculo de suave luminiscencia que parecía manar del aire mismo. Dos figuras que estaban ataviadas con ropón permanecían de pie ante él, con la cara oculta dentro de profundas capuchas.
Al acercarse Malus, Rhulan se volvió a mirar con temor, y sus ojos se abrieron más al reconocerlo.
—¡Por el Bendito Asesino! ¿Qué haces aquí? ¡Tenías que esperar!
—En este momento, el tiempo es más precioso que el oro —replicó Malus, impaciente—, y somos más pobres con cada momento que pasa. —Se encaró con los encapuchados—. ¿Pertenecéis a los ancianos de la orden?
Uno de ellos dio un paso en su dirección.
—Los ancianos están reunidos en cónclave —replicó una voz joven. Alzó una mano para quitarse la capucha y dejó a la vista el rostro aniñado y los oscuros ojos de un iniciado.
Malus señaló a Rhulan.
—¿Sabes quién es, muchacho?
—Por supuesto —replicó el iniciado—, pero no ha traído ningún diezmo de sangre, y tú tampoco. Ni siquiera el Gran Verdugo puede hablar con los ancianos sin una ofrenda adecuada. Las reglas de la orden son claras...
La daga arrojada por el noble se clavó en la frente del iniciado con un golpe sordo. El cuerpo del muchacho tembló durante un momento, con la boca petrificada a media frase, y luego se desplomó.
Malus se volvió hacia la segunda figura encapuchada.
—Muy bien —dijo con frialdad—. Ahí tienes mi diezmo de sangre. Llévame ante los ancianos.
Rhulan dejó escapar un grito ahogado. El otro encapuchado observó al acólito muerto durante un momento, y luego se encaró con Malus.
—Tu diezmo es... aceptable —dijo—, pero los ancianos están escogiendo un nuevo maestro. No hablarán con nadie hasta que hayan cumplido con su sagrado deber.
—¿No os dais cuenta de que un usurpador ha robado la
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de Khaine y matado al Gran Verdugo? ¡Si no actuáis con rapidez contra él, se apoderará del templo, y luego de la ciudad!
La figura no dijo nada.
Furioso, Malus probó con otro argumento.
—¿No estáis obligados a vengar la muerte de vuestro maestre caído?
—Sí —replicó la figura.
—¡Bueno, pues fui yo quien lo mató! —declaró el noble—. Le reventé los sesos al gordo patán con un trozo de mármol roto. Si vuestros malditos ancianos no mueven el culo y hacen algo respecto a Urial, él me matará y los privará de su venganza.
Alguien gritó, iracundo. Malus no estaba seguro de quién. La sala comenzó a rotar. Lo recorrió un dolor tremendo, pero con un alarido de rabia luchó para permanecer de pie. Manoteó en busca de la espada, pero unas manos poderosas lo aferraron por los brazos y lo derribaron.
Malus no llegó a sentir cómo impactaba contra el suelo.
Flotaba por la oscuridad. Un viento caliente le soplaba en la cara y oía sonidos extraños.
Las visiones aparecían y desaparecían en fugaces destellos rojos. Vio paredes de piedra y druchii ataviados con ropones, pasadizos sinuosos y estrechas escaleras. Pasado un rato, se dio cuenta de que lo transportaban, pero no logró adivinar adonde ni por qué.
A veces, los sonidos se resolvían en voces que resonaban en espacios estrechos y oscuros. A veces susurraban y otras gritaban. Intentaba responderles, pero de sus labios no salían las palabras.
Lo siguiente de que se dio cuenta fue que tenía frío. No, que estaba tendido sobre algo frío. Sentía sabor a sangre. Se produjo otro destello rojo, y Malus dio un respingo y parpadeó en la luz repentina. Arleth Vann lo miraba desde arriba, con el pálido semblante a pocos centímetros del suyo. Los ojos de color latón penetraban profundamente en los de él.
Malus intentó hablar. Los sonidos que produjo como respuesta al esfuerzo apenas eran reconocibles.
—¿Dón... dónde estamos?
El rostro del asesino se alejó. La luz de antorcha hizo visible una pared de roca a la derecha de Malus, con nichos profundos abiertos a intervalos regulares desde el techo al suelo. Bajo la oscilante luz brillaron cráneos y pilas de huesos.
—Entre los muertos —replicó Arleth Vann. Luego, la oscuridad se cerró sobre él una vez más.
Un viento caliente azotaba a Malus, le enredaba el pelo suelto y le lanzaba a la cara arena fina que le raspaba la piel. Planas llanuras se extendían durante kilómetros, inertes y hostiles.
Yacía boca abajo y miraba al norte, hacia la dentada línea de unas montañas color de hierro que se alzaban al borde del ardiente mundo. Malus sabía que una de las montañas tenía una grieta, como si hubiese sido cortada por el hachazo de un dios. Al pie de esa montaña, en un bosque muerto y marchito, había un camino de piedras oscuras que llevaba hasta un templo antiguo.