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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (20 page)

BOOK: La espada del destino
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—¡Te digo que no me des lecciones! —gritó Dainty, enrojeciendo—. Vale, bien, entonces has ganado mucho. ¿Y dónde está el dinero?

—Lo invertí —dijo con orgullo Tellico, imitando el típico gesto del mediano de pasarse los dedos por la melena—. El dinero, don Dainty, tiene que moverse y el interés tiene que crecer.

—¡Cuídate de que yo no te haga crecer la cabeza! Habla, ¿qué hiciste con la guita que sacaste por los caballos?

—Ya lo he dicho. Compré mercancías.

—¿Qué mercancías? ¿Qué compraste, torpe?

—Co... cochinillas —tartamudeó el doppler, y luego recitó deprisa—. Quinientas fanegas de cochinillas, doscientas setenta arrobas de corteza de mimosas, cincuenta y cinco alcuzas de esencia de rosa, veintitrés barrilillos de aceite de hígado de bacalao, seiscientas escudillas de barro y ochenta libras de cera de abejas. El aceite de hígado de bacalao, por cierto, lo compré muy, muy barato, porque estaba ya un pelín rancio. Ah, casi lo olvido. Compré también cien codos de cuerda de algodón.

Se hizo el silencio, un largo, largo silencio.

—Aceite rancio —dijo por fin Dainty, pronunciando muy despacio cada palabra—. Cuerda de algodón. Esencia de rosa. Esto es un sueño. Sí, seguro, es una pesadilla. En Novigrado se puede comprar de todo, todas las cosas valiosas y útiles, y este cretino tira mi dinero en comprar no sé qué mierda. Con mi aspecto. Estoy acabado, he perdido mi dinero, he perdido mi reputación de mercader. No, estoy harto. Préstame tu espada, Geralt. Me lo cargo aquí mismo.

Las puertas del camaranchón se abrieron rechinando.

—¡Mercader Biberveldt! —cantó la persona que entraba, envuelta en una toga púrpura que colgaba de la delgada figura como de un palo. En la cabeza tenía un sombrerillo de terciopelo con la forma de un orinal vuelto del revés—. ¿Está aquí el mercader Biberveldt?

—Sí —respondieron al mismo tiempo los dos medianos.

Al instante siguiente, uno de los Dainty Biberveldt arrojó el contenido de una jarra sobre el rostro del brujo, dio un hábil puntapié a la silla de Jaskier y se escurrió por debajo de la mesa en dirección a la puerta, derribando en su camino al personaje del ridículo sombrero.

—¡Fuego! ¡Socorro! —gritó al entrar en la sala común—. ¡Asesinos! ¡Se quema!

Geralt se quitó la espuma y se echó tras él, pero el segundo de los Biberveldt, arrastrándose también hacia la puerta, se resbaló en el serrín y le cayó entre los pies. Ambos quedaron tendidos en el mismo umbral. Jaskier, saliendo de debajo de la mesa, blasfemaba horriblemente.

—¡Asaltooo! —gritó desde el suelo el delgado personaje, enredado en su toga púrpura—. ¡Asaaaltooo! ¡Bandidooos!

Geralt se retorció bajo el mediano, entró en la taberna, vio cómo el doppler, entrechocándose con los clientes, salía a la calle. Se echó a por él, sólo para golpearse con un elástico, aunque sólido, muro de personas que le cerraba el paso. Pudo tumbar a uno, sucio de barro y apestando a cerveza, pero el resto lo inmovilizó en el férreo abrazo de unas fuertes manos. Se revolvió con rabia, y entonces hubo un chasquido seco de hilos que estallan y cuero rasgado y notó más suelto el sobaco derecho. El brujo blasfemó, dejando de retorcerse.

—¡Lo tenemos! —gritaron los albañiles—. ¡Tenemos al bellaco! ¿Qué hacemos, señor maestro?

—¡Cal! —chilló el maestro, levantando la cabeza de la mesa y mirando alrededor con ojos que no veían.

—¡Guardiaaa! —gritó el de la púrpura, arrastrándose a gatas—. ¡Asalto a un funcionario! ¡Guardia! ¡Al cadalso vas a ir por esto, belitre!

—¡Lo tenemos! —gritaron los albañiles—. ¡Lo tenemos, señor!

—¡No es éste! —chilló el personaje de la toga—. ¡Agarrad al truhán! ¡Perseguidlo!

—¿A quién?

—¡A Biberveldt, el mediano! ¡Tras él, tras él! ¡AI calabozo con él!

—Despacio, despacio —dijo Dainty, saliendo de la alcoba—. ¿Qué decís, señor Schwann? No os llenéis los morros con mi apellido. Y no deis la alarma, no hay necesidad alguna.

Schwann se calló, miró al mediano con asombro. Jaskier salió del camaranchón con el sombrerito ladeado y mirando a su laúd. Los albañiles, susurrando entre ellos, soltaron por fin a Geralt. El brujo, aunque estaba muy enojado, se limitó a escupir abundantemente en el suelo.

—¡Señor mercader Biberveldt! —dijo con voz aguda Schwann, guiñando sus ojos miopes—. ¿Qué significa esto? Atacar a un funcionario municipal os puede salir muy caro... ¿Quién era ése? ¿El mediano que se ha escabullido?

—Un primo —dijo con rapidez Dainty—. Mi primo lejano...

—Sí, sí —le apoyó presto Jaskier, sintiéndose en su elemento—. Un primo lejano de Biberveldt. Conocido como el Grillado-Biberveldt. La oveja negra de la familia. Siendo niño se cayó a un pozo. Seco. Pero, por desgracia le cayó el cubo en la cabeza. Por lo general es tranquilo, sólo al ver el púrpura se vuelve loco. Pero no hay de qué preocuparse porque se serena ante la vista de los rojos cabellos de un pubis femenino. Por eso se fue directo hacia el Passiflora. Os digo, señor Schwann...

—Basta, Jaskier —silbó el brujo—. Cierra el pico, coño.

Schwann se estiró la toga, la limpió de serrín y se enderezó, adoptando una expresión de arrogancia.

—Sííí —dijo—. Sed más cuidadoso con los parientes, mercader Biberveldt, porque vos mismo al fin y al cabo sois responsable. Si presentara una denuncia... Pero no tengo tiempo. Estoy aquí por asuntos de servicio. En nombre de la autoridad municipal os reclamo el pago de los impuestos.

—¿Eh?

—Impuestos —repitió el funcionario y puso los labios en una mueca que seguramente había visto a alguien mucho más importante que él—. ¿Qué mosca os ha picado? ¿Os ha soltado alguna el primo? Si se hacen negocios, hay que pagar impuestos. O se le mete a uno en la mazmorra.

—¿Yo? —rugió Dainty—. ¿Yo, negocios? ¡Si yo no tengo más que pérdidas, su puta madre! Yo...

—Cuidado, Biberveldt —susurró el brujo, y Jaskier le atizó al mediano un puntapié disimuladamente en su peluda espinilla. El mediano tosió.

—Claro está —dijo, intentando forzadamente extraer una sonrisa de su rostro mofletudo—. Claro está, señor Schwann. Si se hacen negocios, hay que pagar impuestos. Buenos negocios, muchos impuestos. Y al contrario, me imagino.

—No soy yo quien ha de valorar vuestros negocios, señor mercader. —El funcionario hizo un gesto de desagrado y se sentó a la mesa. De las profundas entrañas de la túnica sacó un ábaco y un manojo de pergaminos que desplegó sobre la mesa, la cual había limpiado antes con la manga—. Yo sólo he de contar y cobrar. Sííí... Hagamos entonces la cuenta... Van a ser... hmmm... Bajo dos, me quedo uno... Sííí... Mil quinientas cincuenta coronas y veintidós coppecs.

De la garganta de Dainty Biberveldt se escapó un ronquido sordo. Los albañiles murmuraron asombrados. El posadero dejó la bandeja. Jaskier suspiró.

—Va, entonces, hasta la vista, compadres —dijo el mediano agriamente—. Si alguien pregunta por mí, decidle que estoy en la mazmorra.

II

—Hasta mañana, al mediodía —gimió Dainty—. Y ese hijo de perra, ese Schwann, así se atragante, el viejo asqueroso, podría haberme prolongado el plazo. Más de mil quinientas coronas, ¿de dónde saco yo hasta mañana tanta tela? ¡Estoy acabado, arruinado, me pudriré en el trullo! ¡No nos quedemos aquí, joder, os digo, vayamos a por ese granuja de doppler! ¡Tenemos que cogerlo!

Estaban sentados los tres en el brocal de mármol del estanque de una fuente que no corría y que ocupaba el centro de una placita no muy grande, entre casas señoriales imponentes, aunque extraordinariamente faltas de gusto. El agua del estanque era verde y estaba muy sucia, los pececillos dorados que nadaban entre los desechos hacían grandes esfuerzos con sus aletas y boquillas abiertas para tomar aire de la superficie. Jaskier y el mediano masticaban unos frisuelos que el trovador acababa de birlar de un puesto callejero.

—En tu lugar —dijo el bardo—, dejaría la persecución a un lado y empezaría a buscar a alguien que te pudiera prestar el dinero. ¿Qué vas a sacar si atrapas al doppler? ¿Piensas que Schwann lo va a aceptar como equivalente?

—Tontunas dices, Jaskier. Si atrapo al doppler le quitaré mi dinero.

—¿Qué dinero? Lo que tenía en la talega se ha ido en pagar los destrozos y en el soborno de Schwann. Más no tenía.

—Jaskier —frunció el ceño el mediano—. En cuestión de poesía puede que algo sepas, pero lo que es en asuntos comerciales, perdóname, pero eres un completo zopenco. ¿Oíste qué impuestos me calculó el Schwann? ¿Y de qué se pagan los impuestos? ¿Eh? ¿De qué?

—De todo —afirmó el poeta—. Yo, hasta por cantar pago. Y un pimiento les importan mis explicaciones de que canto por necesidad interior.

—Tontunas, te digo. En los negocios se pagan impuesto por los beneficios. Por los beneficios. ¡Jaskier! ¿Entiendes? Este granuja de doppler se sirvió de mi persona y se metió en algún negocio, con toda certeza una estafa. ¡Y ganó mucho con ello! ¡Hizo beneficios! ¡Y yo voy a tener que pagar impuestos y además, seguro que cubrir las deudas de ese miserable, si las hizo! ¡Y si no pago, me meterán en el calabozo, me marcarán con un hierro en público, me mandarán a las minas! ¡Diablos!

—Ja —dijo alegremente Jaskier—. No tienes entonces salida, Dainty. Tienes que escapar en secreto de la ciudad. ¿Sabes qué? Tengo una idea. Te envolvemos completamente en una piel de carnero. Cruzas la puerta balando: «Soy una oveja, bee, bee». Nadie te reconocerá.

—Jaskier —dijo sombrío el mediano—. Cierra el pico o te meto una patada. ¿Geralt?

—¿Qué, Dainty?

—¿Me ayudarás a cazar al doppler?

—Escucha —dijo el brujo, todavía intentando sin éxito coser la manga desgarrada de su gabán—. Esto es Novigrado. Treinta mil habitantes, humanos, enanos, medioelfos, medianos y gnomos, seguramente otros tantos forasteros. ¿Cómo pretendes encontrar a alguien entre tal muchedumbre?

Dainty tragó el frisuelo, se chupó los dedos.

—¿Y la magia, Geralt? ¿Esos encantamientos brujeriles vuestros, sobre los que corren tantas leyendas?

—Es posible descubrir al doppler con magia sólo bajo su propia forma, y él no camina por las calles bajo su propia forma. E incluso si así fuera, la magia no serviría para nada porque alrededor hay una gran cantidad de débiles señales mágicas. Una de cada dos casas tiene una cerradura mágica en la puerta y tres cuartos de las personas llevan amuletos de lo más diverso, contra los ladrones, las pulgas, las intoxicaciones alimentarias... imposible contarlos.

Jaskier pasó los dedos por el mástil del laúd, rasgueó las cuerdas.

—¡Vuelve la primavera, que a cálida lluvia huele! —cantó—. No, no está bien. Vuelve la primavera, que a sol... No, voto a tal. No me sale. Ni pizca...

—Deja de chillar —gruñó el mediano—. Me atacas los nervios.

Jaskier echó a los pececillos las sobras del frisuelo y escupió al estanque.

—Mirad —dijo—. Peces dorados. Se dice que tales peces conceden deseos.

—Éstos son rojos —advirtió Dainty.

—Qué más da, eso son minucias. Joder, somos tres y ellos conceden tres deseos. Tocamos a uno por cabeza. ¿Qué, Dainty? ¿No desearías que los pececillos te pagaran los impuestos?

—Por supuesto. Y además de eso, que algo cayera del cielo y le rompiera la crisma al doppler. Y aún...

—Quieto, quieto. Nosotros también tenemos deseos. Yo deseo que los pececillos me digan el final del romance. ¿Y tú, Geralt?

—Déjame en paz, Jaskier.

—No nos agües la fiesta, brujo. Di, ¿qué es lo que deseas?

El brujo se levantó.

—Deseo —murmuró— que el hecho de que justo ahora estén intentando rodearnos sea tan sólo un malentendido.

Del callejón frente a la fuente salieron cuatro personajes vestidos de negro, con sombreros redondos de cuero, dirigiéndose hacia la fuente a paso lento. Dainty maldijo en voz baja mientras los contemplaba.

De las calles a su espalda salieron otros cuatro. Éstos no se acercaron más, se dispersaron, bloqueando las callejas. En las manos tenían unos rollos de aspecto extraño, como si fueran pedazos de cables enrollados. El brujo miró alrededor, movió los hombros para acomodar la espada colgada a la espalda. Jaskier gimió.

Desde detrás de los negros personajes salió un hombre no muy alto embutido en un caftán blanco y un corto abrigo gris. Una cadena de oro en su cuello brillaba al ritmo de sus pasos, destellando reflejos dorados.

—Chappelle... —se lamentó Jaskier—. Es Chappelle...

Los negros personajes detrás de ellos comenzaron a andar lentamente hacia la fuente. El brujo hizo ademán de sacar la espada.

—No, Geralt —susurró Jaskier, acercándose a él—. Por los dioses, no saques el arma. Es la guardia del santuario. Si les ofrecemos resistencia no saldremos vivos de Novigrado. No toques la espada.

El hombre del caftán blanco fue hacia ellos a paso vivo. Los negros personajes le siguieron, en una marcha que rodeó el estanque, tomando posiciones estratégicas, marcadas con precisión. Geralt los observó con atención, enderezándose ligeramente. Los extraños rollos que tenían en las manos no eran, como había juzgado, látigos comunes y corrientes. Eran lamias.

El hombre del caftán blanco se acercó.

—Geralt —susurró el bardo—. Por todos los dioses, mantén la calma.

—No me dejaré tocar —murmuró el brujo—. No me dejaré tocar, me da igual quiénes sean. Cuidado, Jaskier... Cuando empiece la cosa, corred tanto como os dejen los pies. Yo los detendré... por algún tiempo...

Jaskier no respondió. Echando el laúd a la espalda, se inclinó profundamente ante el hombre del caftán blanco, ricamente bordado con hilos de oro y plata siguiendo un diseño de pequeños mosaicos.

—Honorable Chappelle...

El individuo llamado Chappelle se detuvo, pasó la vista por ellos. Sus ojos, como advirtió Geralt, eran terriblemente fríos y tenían color de acero. La frente era pálida, cuajada de un sudor enfermizo, tenía en las mejillas unas manchas de rubor rojas e irregulares.

—Don Dainty Biberveldt, mercader —dijo—. El talentoso don Jaskier. Y Geralt de Rivia, un representante del poco habitual gremio de los brujos. ¿Un encuentro de antiguos amigos? ¿Aquí, en Novigrado?

Nadie respondió.

—Como grande desgracia considero el hecho —siguió Chappelle— de que hayan presentado una denuncia contra vosotros.

Jaskier palideció ligeramente, y al mediano le castañetearon los dientes. El brujo no miraba a Chappelle. No levantaba la vista de las armas de los negros personajes de sombreros de cuero que rodeaban la fuente. En la mayor parte de los países que Geralt conocía, la fabricación y la posesión de lamias anilladas, llamadas látigos de Mayhen, estaban totalmente prohibidas. Novigrado no era una excepción. Geralt había visto personas a las que les habían golpeado con una lamia en el rostro. Aquellos rostros eran imposibles de olvidar.

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