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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (36 page)

BOOK: La espada del destino
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—¿Eh? —habló Braenn, apretándose más a Geralt—. ¿Qué es la moraleja?

—Los buenos cuentos tienen moraleja y los malos no tienen moraleja —dijo Ciri segura de sí misma.

—Éste fue bueno —bostezó la dríada—. Tiene lo que tener ha. Habría que haber hecho, ¿no, bichito?, ante el yghern como el gato sabio hizo. No pensar, sino subir al árbol. Oh, la sabiduría misma. Sobrevivir. No dejarse de ir.

Geralt sonrió silenciosamente.

—¿No había árboles en el parque del castillo, Ciri? ¿En Nastrog? En vez de a Brokilón podrías haber trepado a un árbol y haberte sentado allí, en la misma copa, hasta que a Kistrin se le hubieran pasado las ganas de casamiento.

—¿Te ríes de mí?

—Ajá.

—¿Sabes qué? No te aguanto.

—Esto es terrible. Ciri, me has herido en el mismo corazón.

—Lo sé —asintió seria, sorbiendo los mocos, después de lo cual se apretó fuertemente a él.

—Duerme bien, Ciri —murmuró, respirando su agradable perfume de gorrión—. Duerme bien. Buenas noches, Braenn.

—Deárme, Gwynbleidd.

Sobre sus cabezas, Brokilón susurraba en millones de ramas y cientos de millones de hojas.

IV

Al día siguiente llegaron a los Árboles. Braenn se arrodilló, bajó la cabeza. Geralt sintió que debía hacer lo mismo. Ciri suspiró con asombro. Los Árboles —sobre todo robles, tejos e hicorias— medían varias brazas de diámetro. No había modo de apreciar hasta qué altura alcanzaban sus copas. Ya el punto mismo en el que las poderosas y retorcidas raíces daban paso a un tronco liso estaba muy por encima de sus cabezas. Ahora les sería posible caminar más deprisa, los gigantes crecían ralos y a sus sombras no sobrevivía ninguna otra planta, tan sólo había una alfombra de hojas podridas.

Les sería posible ir más deprisa. Pero andaban despacio. En silencio. Con la cabeza gacha. Aquí, entre los Árboles, eran pequeños, insignificantes, inexistentes. No contaban para nada. Incluso Ciri guardaba silencio, no dijo palabra durante casi media hora.

Y una hora de marcha después pasaron el cinturón de los Árboles, de nuevo se introdujeron en la espesura, en el hayedo húmedo.

El catarro atormentaba cada vez más a Ciri. Geralt no tenía pañuelo, pero como estaba harto de su incansable sorbimiento de nariz, le enseñó a limpiarse con los dedos. A la muchacha esto le gustó sobremanera. Mirando a su sonrisilla y a sus ojos brillantes, el brujo estuvo completamente seguro de que se alegraba con el pensamiento de que, en poco tiempo, iba a poder alardear de su nuevo arte en la corte, durante algún banquete o en la audiencia de un embajador de ultramar.

Braenn se detuvo de pronto, se dio la vuelta.

—Gwynbleidd —dijo, desatando un pañuelo verde que llevaba enrollado alrededor del codo—. Ven. Te vendaré los ojos. Así ha de ser.

—Lo sé.

—Te habré de guiar. Tiéndeme la mano.

—No —protestó Ciri—. Yo lo llevaré. ¿Vale, Braenn?

—Vale, bichito.

—¿Geralt?

—¿Ajá?

—¿Qué significa Gwyn... bleídd?

—Lobo Blanco. Así me llaman las dríadas.

—Cuidado, una raíz. ¡No te tropieces! ¿Te llaman así porque tienes los pelos blancos?

—Sí... ¡Puta madre!

—Ya te dije que había una raíz.

Anduvieron. Poco a poco. El suelo estaba resbaladizo de las hojas caídas. Sintió en el rostro un calor, el brillo del sol atravesaba la tela que le cubría los ojos.

—Oh, Geralt —escuchó la voz de Ciri—. Qué bonito es esto... Una pena que no puedas verlo. Hay tantas flores. Y pájaros. ¿Escuchas cómo cantan? Oh, cuántos hay aquí. Muchísimos. Oh, y ardillas. Cuidado, vamos a pasar un arroyo, por un puente de piedra. No te caigas al agua. Oh, ¡cuántos peces! Llenito. Nadan en el agua, ¿sabes? Cuántos animales hay aquí, buf. Creo que en ningún lugar hay tantos...

—En ningún lugar —murmuró él—. En ningún lugar. Esto es Brokilón.

—¿Qué?

—Brokilón. El Último Lugar.

—No lo entiendo...

—Nadie lo entiende. Nadie quiere entender.

V

—Quítate el pañuelo, Gwynbleidd. Ya puedes. Hemos llegado.

Braenn estaba inmersa hasta las rodillas en un denso tapiz de niebla.

—Duén Canell —señaló con la mano.

Duén Canell, el Lugar de los Robles. El Corazón de Brokilón.

Geralt ya había estado aquí antes. Dos veces. Pero no se lo había contado a nadie. Nadie le hubiera creído.

Una hondonada cerrada con las copas de antiguos y verdes árboles. Sumida en las nieblas y los vapores que emanaban de la tierra, de las rocas, de las fuentes termales. Una hondonada...

El medallón en su cuello temblaba ligeramente.

Una hondonada sumida en la magia. Duén Canell. El Corazón de Brokilón.

Braenn levantó la cabeza, se colocó el carcaj en la espalda. —Vayamos. La mano tiéndeme, bichito.

Al principio la hondonada parecía muerta, abandonada. No por mucho tiempo. Se escucharon sonoros y modulados silbidos y en pasos casi imperceptibles, de entre unos poliporáceos, que rodeaban en espiral el tronco más cercano, apareció con agilidad una esbelta dríada de cabellos oscuros, vestida, como todas, con un traje hecho de remiendos para camuflarse.

—Ceád, Braenn.

—Ceád, Sirssa. Va'n vort meáth. ¿Eithné á?

—Neén, aefder —repuso la morena, midiendo al brujo con una mirada lánguida—. ¿Ess' ae'n Sidh?

Sonrió, brillaron sus blancos dientes. Era increíblemente hermosa, incluso desde el punto de vista humano. Geralt se sintió inseguro y tonto, consciente de que la dríada le estaba tasando sin embarazo alguno.

—Neén —negó con la cabeza Braenn—. Ess' vatt'ghern, Gwynbleidd, á váen meáth Eithné va, a'ss.

—¿Gwynbleidd? —La hermosa dríada frunció el ceño—. ¡Bloede caérme! ¡Aen'ne caen n'wedd vort! ¡T'ess foile!

Braenn se rió.

—¿De qué va esto? —preguntó el brujo, enojándose.

—Nada —rió de nuevo Braenn—. Nada. Vayamos.

—¡Oh! —se emocionó Ciri—. ¡Mira, Geralt, qué casitas más graciosas!

En lo profundo de la hondonada comenzaba verdaderamente Duén Canell. Las «graciosas casitas», que recordaban la forma de enormes bolas de muérdago, cubrían los troncos y las ramas de los árboles a distintas alturas, tanto bajas, junto a la tierra, como altas, e incluso muy altas, cerca de las propias copas. Geralt vio también algunas construcciones mayores, en la tierra, bohíos hechos de ramas entrelazadas aún cubiertas de hojas. Percibió movimiento en las entradas de las chozas, pero apenas se veía a las propias dríadas. Había muchas menos que entonces, cuando había estado allí por última vez.

—Geralt —susurró Ciri—. Estas casas crecen. ¡Tienen hojas!

—Son de árboles vivos —confirmó el brujo con un ademán de cabeza—. Así es como viven las dríadas, así construyen sus casas. Ninguna dríada, en ningún lugar, hará daño a un árbol, cortándolo o serrándolo. Ellas aman los árboles. Sin embargo, son capaces de conseguir que las ramas crezcan de tal modo que se forman esas casillas.

—Precioso. Me gustaría tener una casita como ésta en nuestro parque.

Braenn se detuvo frente a una de las chozas más grandes.

—Entra, Gwynbleidd —dijo—. Aquí esperarás a doña Eithné. Vá fáill, bichito.

—¿Qué?

—Era una despedida, Ciri. Ha dicho: hasta la vista.

—Ah. Hasta la vista, Braenn.

Entraron. Dentro de la «casita» tremolaban, como en un calidoscopio, manchas de sol, que atravesaban la estructura del tejado y eran divididas por él.

—¡Geralt!

—¡Zywiecki!

—¡Vives, que me lleven los diablos!

El herido mostró sus dientes, mientras se incorporaba en el lecho de ramas de picea. Vio a Ciri, que estaba pegada a las caderas del brujo, y los ojos se le agrandaron y un rubor le cubrió el rostro.

—¡Tú, rata canija! —vociferó—. ¡A poco no perdí por ti la vida! ¡Oh, tienes suerte de que no me pueda alzar, si no te iba a tundir el pellejo!

Ciri amohinó su boquita.

—Éste ya es el segundo que me quiere pegar —dijo, arrugando graciosamente la nariz—. ¡Y yo soy una niña y a las niñas no se les debe pegar!

—Ya te iba yo a enseñar a ti... lo que se debe —dijo, tosiendo, Zywiecki—. ¡Tú, pequeña plaga! A Ervyll, los sentidos se le escapan... Voces da, lleno de miedo, de que tu abuela se le echará encima con su ejército. ¿Quién le va a creer que tú misma te escabullíste? Todos saben cómo Ervyll es, y lo que le gusta. ¡Todos pensarán que te... hizo algo estando borracho y luego te mandó ahogar en el pantano! ¡La guerra con Nilfgaard de un hilo pende, y el tratado y el pacto con tu abuela se han ido al diablo por tu culpa! ¿Te das cuenta de la que has montado?

—No te excites —le advirtió el brujo— porque puede darte una hemorragia. ¿Cómo has llegado aquí tan pronto?

—Su padre lo sabe, la mayor parte del tiempo fuera de mí estuve. Me metieron algo asqueroso por el gaznate. Con violencia. Me apretaron la nariz y... Qué vergüenza, su puta madre...

—Estás vivo gracias a eso que te metieron en el gaznate. ¿Te trajeron aquí?

—En un trineo me portaron. Pregunté por ti, nada dijeron. Estaba seguro de que también te habían metido un flechazo. Desapareciste tan de súbito... Y tú, sano y salvo, y ni siquiera en cadenas, y a todo esto, por favor, hasta salvaste a la princesa Cirilla... Que me cuelguen, tú te las apañas en todos lados, Geralt, siempre caes de pie, como los gatos.

El brujo sonrió, no respondió. Zywiecki tosió profundamente, volvió la cabeza, escupió una saliva rosácea.

—Digo —añadió—. Y el que conmigo no acabaran, a ti creo que te lo debo. Te conocen, estas putas rariesposas. Por vez segunda me salvaste de la desgracia.

—Tranquilízate, barón.

Zywiecki, jadeando, intentó sentarse, pero al final lo dejó.

—A la mierda mi baronía —resopló—. Fui barón en Hamm. Ahora soy algo así como voievoda para Ervyll, en Verden. Es decir, lo era. Incluso si de algún modo consigo desembarazarme del bosque este, no hay sitio para mí en Verden, a no ser que sea en el patíbulo, claro. De mi mano y mi cuidado es de donde esta comadreja, Cirilla, se escapó. ¿Qué te piensas, que por fantasear me metí de cabeza en Brokilón? No, Geralt, yo también me las pelaba, con el perdón de Ervyll contar podía sólo si me la traía de vuelta. Va, y nos topamos con las putas rariesposas... Si no hubiera sido por ti, allí la habría diñado, en el agujero. De nuevo me has salvado. Es el destino, está más claro que el agua.

—Exageras.

Zywiecki negó con un ademán de la cabeza.

—Es el destino —repitió—. Debía de estar escrito que nos íbamos a encontrar de nuevo, brujo. Que de nuevo me ibas a salvar el pellejo. Lo recuerdo, en Hamm se habló de ello, después de que me quitaras el hechizo de pájaro aquel.

—Coincidencia —dijo Geralt con frialdad—. Coincidencia, Zywiecki.

—¿Qué coincidencia ni qué leches? Joder, si no hubiera sido por ti, seguro que hasta el día de hoy seguiría siendo un cormorán...

—¿Eras un cormorán? —gritó Ciri con énfasis—. ¿Un verdadero cormorán? ¿Un pájaro?

—Lo fui —sonrió el barón—. Me hechizó una... puta... Así se escuerne... Para vengarse.

—Seguro que no le diste un cuero —afirmó Ciri arrugando la nariz—. Bueno, ese, cómo se dice... manguito.

—Otro fue el motivo. —Zywiecki enrojeció ligeramente, después de lo cual miró amenazante a la muchacha—. Pero ¿y qué coño te importa a ti, jodida cría?

Ciri puso un gesto enfadado y volvió la cabeza.

—Sí. —Zywiecki tosió de nuevo—. En qué estábamos... Ah, sí, en cómo me quitaste el hechizo en Hamm. Si no es por ti, Geralt, como cormorán me hubiera quedado hasta el final de mi vida, volando por cima de la laguna y cagando en las ramas, consolando mis cuitas con la esperanza de que a salvar me iba la camisa de tela de líber de ortigas que mi hermanilla tejía con un afán digno de mejor empresa. La puta de oros, cuando me acuerdo de la camisa aquella, me dan ganas de darle una patada a alguien. La idiota...

—No hables así —sonrió el brujo—. Sus intenciones eran buenas. Mal la informaron, eso es todo. Sobre la limpieza de hechizos rondan multitud de mitos sin sentido. Y aún tuviste suerte, Zywiecki. Podría haber mandado darte un chapuzón en leche hirviendo. He oído hablar de un caso así. Se mire como se mire, el vestirse una camisa de ortigas perjudica poco la salud, incluso si tampoco ayuda mucho.

—Ja, y puede que sea verdad. Puede que pida demasiado de ella. Elisa era tonta, desde niña era tonta y hermosa. De hecho, un buen material para la mujer de un rey.

—¿Qué es un hermoso material? —preguntó Ciri—. ¿Y por qué para esposa?

—No te metas, jodida cría, te he dicho. Sí, Geralt, tuve suerte de que entonces aparecieras por Hamm. Y de que el rey, mi suegro, dispuesto estuvo a dar el par de ducados que pedías por quitar el hechizo.

—¿Sabes, Zywiecki —dijo Geralt, sonriendo aún más—, que la novedad de este acontecimiento llegó hasta muy lejos?

—¿La verdadera historia?

—No mucho. Primero, te añadieron diez hermanos.

—¡Pero bueno! —El barón se apoyó en los codos, tosió—. Y entonces, sumando a Elisa, ¿habíamos de ser doce? ¡Vaya una puta tontería! ¡Mi madre no era una coneja!

—Eso no es todo. Decidieron que el cormorán era poco romántico.

—¡Pues es verdad! ¡No hay nada en él de romántico! —El barón arrugó el ceño y se masajeó el pecho rodeado de hebras y tiras de corteza de abedul—. ¿En qué me habían encantado, según los cuentos?

—En un cisne. Es decir, en cisnes. No olvides que erais once.

—¿Y en qué, por todos los diablos, es más romántico un cisne que un cormorán?

—No sé.

—Yo tampoco. Pero me apuesto a que en el cuento era Elisa la que me desencantaba, con ayuda de su asquerosa camisita de ortigas.

—Acertaste. ¿Y qué tal le va a Elisa?

—Tiene tisis, la pobre. No durará mucho.

—Una pena.

—Una pena —confirmó Zywiecki, impasible, mirando a un lado.

—Volviendo al encantamiento. —Geralt se apoyó en la pared de embrolladas y tensas ramas—. ¿No has tenido recaídas? ¿No te crecen plumas?

—Alabados sean los dioses, no —suspiró el barón—. Todo está en su sitio. Lo único que de aquellos tiempos me ha quedado es el gusto por los peces. No hay para mí, Geralt, mejor yantar que el pescado. A veces, a la salida del sol, me voy adonde los pescadores, al embarcadero, y antes de que me encuentren algo más noble, yo mismo me tomo de los puestecillos uno o dos puñados de brecas, un par de lochas, de leuciscos o de cachos... Un gusto es, te digo, que no comida.

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