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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (37 page)

BOOK: La espada del destino
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—Él era un cormorán —dijo Ciri con lentitud, mirando a Geralt—. Y tú le desencantaste. ¡Sabes de magia!

—Que sabe creo que claro está —habló Zywiecki—. Todos los brujos saben.

—¿Brujo?

—¿No sabías que es un brujo? ¿El famoso Geralt el rivio? Cierto, cómo ha de saber una cría lo que es un brujo. Estos tiempos no son como los de antes. Ahora hay pocos brujos, casi ni se los encuentra. Seguro que en toda tu vida no has visto brujo alguno.

Ciri meneó la cabeza lentamente, sin apartar la vista de Geralt.

—Un brujo, jodida cría, es algo así... —Zywiecki se interrumpió y se puso pálido, viendo entrar a la choza a Braenn—. ¡No, no quiero! ¡No me voy a dejar meter en el gaznate nada, nunca, nunca más! ¡Geralt! Dile que...

—Tranquilízate.

Braenn no honró a Zywiecki con nada más que una mirada casual. Se acercó directamente a Ciri, que estaba en cuclillas al lado del brujo.

—Ven —dijo—. Ven, bichito.

—¿Adónde? —se enojó Ciri—. No voy. Quiero estar con Geralt.

—Ve —sonrió forzadamente el brujo—. Juega un rato con Braenn y las dríadas jóvenes. Te enseñará Duén Canell...

—No me vendó los ojos —dijo Ciri muy despacio—. Cuando vinimos, no me vendó los ojos. A ti te los vendó. Para que no fueras capaz de encontrar el camino de vuelta cuando te vayas. Eso quiere decir...

Geralt miró a Braenn. La dríada encogió los hombros, luego abrazó a la muchacha y se apretó contra ella.

—Eso quiere decir... —La voz de Ciri se quebró de pronto—. Eso quiere decir que no saldré de aquí, ¿verdad?

—Nadie escapa a su destino.

Todos volvieron la cabeza al sonido de aquella voz. Queda, pero sonora, dura, decidida. Una voz que obligaba a ser escuchada, que no aceptaba réplica. Braenn se inclinó. Geralt dobló una rodilla.

—Doña Eithné...

La señora de Brokilón llevaba un manto largo, ondeante, de claro color verde. Como la mayoría de las dríadas era pequeña y delgada pero la cabeza erguida con orgullo, el rostro de serios y agudos rasgos y la boca decidida hacían que pareciera más alta y más fuerte. Sus cabellos y sus ojos tenían el color de la plata líquida.

Entró al bohío escoltada por dos dríadas jóvenes armadas con arcos. Sin decir palabra hizo un gesto a Braenn y ésta, de inmediato, tomó a Ciri de la mano y la arrastró en dirección a la salida, bajando la cabeza. Ciri dio pasos rígidos y torpes, pálida y enmudecida. Cuando pasaron al lado de Eithné, la dríada de cabellos plateados la agarró por la barbilla con un rápido movimiento, le levantó la cabeza, miró largo rato a los ojos de la muchacha. Geralt vio cómo Ciri temblaba.

—Ve —dijo por fin Eithné—. Ve, niña. No tengas miedo de nada. Nada podrá ya cambiar tu destino. Estás en Brokilón.

Ciri caminó obediente tras Braenn. En la salida, se dio la vuelta. El brujo alcanzó a ver que su boca temblaba y que sus ojos verdes se llenaban de lágrimas. No dijo ni una palabra. Geralt seguía arrodillado, la cabeza baja.

—Levántate, Gwynbleidd. Saludos.

—Saludos, Eithné, Señora de Brokilón.

—De nuevo tengo el placer de recibirte en mi Bosque. En cualquier caso estás aquí sin yo saberlo y sin mi consentimiento. Entrar en Brokilón sin que yo lo sepa y sin mi consentimiento es peligroso, Lobo Blanco. Incluso para ti.

—Vengo con un mensaje.

—Ah... —La dríada sonrió ligeramente—. De ahí tu osadía, por no usar otras palabras mucho más duras. Geralt, la intangibilidad de los mensajeros es una costumbre de los humanos. Yo no la acepto. No reconozco nada que sea humano. Esto es Brokilón.

—Eithné.

—Calla —le cortó, sin alzar la voz—. He ordenado que te respeten. Saldrás vivo de Brokilón. No porque seas un mensajero. Por otras razones.

 

—¿No te interesa saber cuál es el mensaje? ¿De dónde vengo, en nombre de quién?

—Si te soy sincera, no. Esto es Brokilón. Tú vienes del exterior, de un mundo que no me afecta. ¿Por qué tendría que perder tiempo para escuchar un mensaje? ¿Qué pueden significar para mí no sé qué propuestas, no sé qué ultimátum pensado por alguien que piensa y siente de manera diferente a mí? ¿Qué puede importarme lo que piense el rey Venzlav?

Geralt agitó la cabeza con asombro.

—¿Cómo sabes que vengo de parte de Venzlav?

—Está bastante claro —dijo la dríada con una sonrisa—. Ekkehard es demasiado idiota. Ervyll y Viraxas me odian demasiado. Brokilón no tiene frontera con otros dominios.

—Sabes mucho de lo que sucede fuera de Brokilón, Eithné.

—Sé muchas cosas, Lobo Blanco. Es el privilegio de mi edad. Ahora, si lo permites, quisiera resolver cierto asunto. ¿Acaso este hombre con apariencia de oso —la dríada dejó de sonreír y miró a Zywiecki— es tu amigo?

—Lo conozco. Lo desencanté una vez.

—El problema radica en que no sé qué hacer con él —habló Eithné con voz fría—. Ahora no puedo mandar que lo rematen. Podría permitir que se restableciera, pero es una amenaza. No parece un fanático. Por lo cual debe de ser un cazador de cabelleras. Sé que Ervyll paga por cada cabellera de dríada. No recuerdo cuánto. Al fin y al cabo el precio crece al paso que cae el valor del dinero.

—Te equivocas. No es un cazador de cabelleras.

—Entonces, ¿por qué entró en Brokilón?

—Buscaba a la muchacha que estaba encomendada a su cuidado. Arriesgó la vida para hallarla.

—Muy tonto —dijo, impasible, Eithné—. Difícil es incluso llamarlo riesgo. Se encaminó hacia una muerte cierta. El que viva se lo debe únicamente a su salud de caballo y a su resistencia. Y si hablamos de la niña, también ella se salvó por casualidad. Mis muchachas no dispararon porque pensaron que era un puck o un leprechaun.

Miró de nuevo a Zywiecki, y Geralt advirtió que sus labios perdían su desagradable dureza.

—Bien, de acuerdo. Saquemos lo que podamos de todo esto.

Se acercó al lecho de ramas. Las dos dríadas que la acompañaban se acercaron también. Zywiecki palideció y se encogió, lo que para nada le hizo hacerse más pequeño.

Eithné le miró durante un momento, guiñando ligeramente los ojos.

—¿Tienes hijos? —le preguntó por fin—. A ti te hablo, tarugo.

—¿Qué?

—Creo que he hablado bien claro.

—No estoy... —Zywiecki carraspeó, tosió—. No estoy casado.

—Poco me interesa a mí tu vida familiar. Mi interesa saber si eres capaz de sacar algo de esos lomos tan gordos que tienes. ¡Por el Gran Árbol! ¿No has dejado nunca preñada a una mujer?

—Eeeh... Sí... Sí, señora, pero...

Eithné agitó la mano descuidadamente, se volvió a Geralt.

—Se quedará en Brokilón —dijo— hasta que se recupere del todo, y aun algo más. Después... Que vaya adonde quiera.

—Gracias, Eithné. —El brujo se inclinó—. ¿Y... la muchacha? ¿Qué pasa con ella?

—¿Por qué preguntas? —La dríada le miró con la frialdad de sus ojos de plata—. Si ya lo sabes.

—No es una niña normal, una aldeana. Es una princesa.

—Eso no me impresiona. Ni marca diferencia alguna.

—Escucha...

—Ni una palabra más, Gwynbleidd.

Calló, se mordió los labios.

—¿Y qué hay de mi mensaje?

—Lo escucharé —suspiró la dríada—. No, no por curiosidad. Lo haré por ti, para que puedas manifestárselo a Venzlav y cobrar el sueldo que, con toda seguridad, te prometió por llegar hasta mí. Pero no ahora. Ahora estoy ocupada. Ven por la noche a mi Árbol.

Cuando salió, Zywiecki se incorporó apoyándose en los codos, jadeó, tosió, se escupió en la mano.

—¿De qué va todo esto, Geralt? ¿Por qué tengo que quedarme aquí? ¿Y qué quería decir con lo de los niños? ¿En qué me has metido, eh?

El brujo se sentó.

—Vas a salvar la cabeza, Zywiecki —dijo con voz cansada—. Te convertirás en uno de los pocos que lograron salir de aquí vivos, al menos en los últimos tiempos. Y serás padre de una pequeña dríada. Puede que de más.

—¿Que yo...? ¿Que tengo que hacer de semental?

—Llámalo como quieras. No tienes otra elección.

—Entiendo —murmuró el barón y se sonrió con lascivia—. En fin, cautivos he visto que trabajaban en las minas y cavaban canales. Me quedo con lo menos malo... Ojalá no me falten las fuerzas. Muchas de ellas hay aquí...

—Deja de reírte como un tonto —se enojó Geralt— y de criar sueños. No te prepares para homenajes, músicas, vino, abanicos ni un enjambre de dríadas adorándote. Habrá una, puede que dos. Y no habrá adoración alguna. Tratarán todo el asunto muy objetivamente. Y a ti aún más.

—¿No les produce placer? Pero seguro que no les desagrada.

—No seas niño. En este sentido ellas no se diferencian para nada de las mujeres. Al menos físicamente.

—Lo que quiere decir...

—Que de ti depende si les desagrada o no. Pero esto no cambia el hecho de que a ellas sólo les importa el resultado. Tu persona tiene un significado secundario. No esperes agradecimiento. Ah, y en ningún caso intentes algo por propia iniciativa.

—¿Por propia qué?

—Si te la encuentras por la mañana —le explicó el brujo con paciencia—, inclínate, pero, por el diablo, sin sonrisitas ni guiños. Para las dríadas se trata de un asunto mortalmente importante. Si ella se sonríe o se acerca a ti, puedes hablar con ella. Lo mejor, sobre árboles. Si no sabes nada de árboles, entonces, habla del tiempo. Pero si ella hace como que no te ve, mantente lejos. Y mantente lejos de otras dríadas y ten cuidado con las manos. Para la dríada que no está preparada, estos asuntos no existen. Si la tocas te meterá el cuchillo, porque no entenderá tus intenciones.

—Conocimiento tienes —sonrió Zywiecki— de sus costumbres de casamiento. ¿Ya tuviste ocasión?

 

El brujo no respondió. Ante sus ojos tenía a la hermosa y esbelta dríada, su sonrisa insolente. Vatt'ghern, bloede caérme. Un brujo, puta suerte. ¿Qué nos has traído aquí, Braenn? ¿Para qué nos sirve? No hay nada que hacer con un brujo...

—¿Geralt?

—¿Qué?

—¿Y la princesa Cirilla?

—Olvídate de ella. Se convertirá en una dríada. En dos o tres años será capaz de meterle una flecha en el ojo a su propio hermano, si éste intentara entrar en Brokilón.

—Su puta madre —maldijo Zywiecki, frunciendo el ceño—. Ervyll se pondrá furioso. ¿Geralt? Y no se podría...

—No —cortó el brujo—. Ni lo intentes. No saldrías vivo de Duén Canell.

—Lo que quiere decir que la mozuela está perdida.

—Para vosotros sí.

VI

El árbol de Eithné era, por supuesto, un roble; de hecho, tres robles que crecían juntos, verdes, sin traicionar una señal de decaimiento, aunque Geralt les daba por lo menos trescientos años. Los robles estaban vacíos en su interior y los huecos tenían las proporciones de una amplia habitación de techado alto y de forma cónica. El interior estaba iluminado por un candil que no producía humo y se encontraba preparado como un habitáculo cómodo, modesto pero en ningún caso primitivo.

Eithné estaba hincada de hinojos en el centro, en algo parecido a una estera de estambre. Ante ella estaba Ciri, erguida e inmóvil, como petrificada, sentada sobre sus piernas dobladas. Estaba limpia y curada de su catarro, tenía muy abiertos sus grandes ojos esmeraldas. El brujo advirtió que su carita, ahora, cuando habían desaparecido la suciedad y la mueca de diablillo malvado, era bastante hermosa.

Eithné peinaba los largos cabellos de la muchacha, despacio y cuidadosamente.

—Entra, Gwynbleidd. Siéntate.

Se sentó, arrodillándose primero ceremonialmente.

—¿Has descansado? —preguntó la dríada sin mirarle y sin dejar de peinar a la niña—. ¿Cuándo puedes ponerte en camino para volver? ¿Qué me dices de mañana temprano?

—En cuanto lo ordenes —dijo impasible—, Señora de Brokilón. Una sola palabra tuya bastará para que deje de molestarte mi presencia en Duén Canell.

—Geralt. —Eithné volvió la cabeza con lentitud—. No me entiendas mal. Te conozco y te aprecio. Sé que nunca hiciste daño a ninguna dríada, rusalka, sílfíde o ninfa, al contrario, hubo veces en que saliste en su defensa, salvaste vidas. Pero esto no cambia nada. Demasiadas cosas nos separan. Pertenecemos a mundos distintos. No quiero ni puedo hacer excepciones. Para nadie. No voy a preguntar si lo entiendes, porque sé que es así. Pregunto si lo aceptas.

—¿Y qué cambia eso?

—Nada. Pero quiero saberlo.

—Lo acepto —confirmó—. Pero ¿qué hay de ella? ¿De Ciri? Ella también pertenece a otro mundo.

Ciri le miró asustada, luego volvió los ojos hacia arriba, hacia la dríada. Eithné sonrió.

—No por mucho tiempo —dijo.

—Eithné, por favor. Recapacita.

—¿Sobre qué?

—Dámela. Que se venga conmigo. Al mundo al que pertenece.

—No, Lobo Blanco. —La dríada pasó de nuevo el peine por los cenicientos cabellos de la muchacha—. No te la devolveré. Justamente tú debieras comprenderlo.

—¿Yo?

—Tú. Incluso hasta Brokilón llegan las noticias del mundo. Noticias sobre cierto brujo que por los servicios prestados arranca de vez en cuando extraños juramentos. «Dame lo que no es— peras encontrar en tu casa.» «Dame aquello que ya tienes y aún no lo sabes.» ¿Te suena? Por ello intentáis desde hace algún tiempo controlar al destino, buscáis muchachos marcados por la fortuna para ser vuestros sucesores, queréis defenderos de la extinción y del olvido. De la nada. ¿Por qué entonces te extrañas de mí? Yo me preocupo por la suerte de las dríadas. Pienso que es justo, ¿no? Por cada dríada muerta por los humanos, una muchacha humana.

—Reteniéndola, despiertas la enemistad y el ansia de venganza, Eithné. Despiertas un odio ardiente.

—El odio de los humanos no es nada nuevo para mí. No, Geralt. No te la devolveré. Y además está sana. Esto no es ahora muy frecuente.

—¿No es frecuente?

La dríada clavó en él sus grandes ojos de plata.

—Me envían muchachas enfermas. Difteria, escarlatina, tifus, últimamente hasta la viruela. Piensan que no somos inmunes, que la epidemia nos destruirá o al menos nos diezmará. Desilusiónalos, Geralt. Tenemos algo más que inmunidad. Brokilón cuida de sus hijos.

Calló, se inclinó, peinó con cuidado un enredado mechón de pelo de Ciri, ayudándose con la otra mano.

—¿Puedo —carraspeó el brujo— pasar al mensaje con el que me envió aquí el rey Venzlav?

—¿Y no es una pérdida de tiempo? —Eithné alzó la cabeza—. ¿Por qué tendrías que hacer el esfuerzo? Yo ya sé perfectamente lo que quiere el rey Venzlav. Para ello por lo menos no hace falta tener el don de la profecía. Quiere que le dé Brokilón, seguramente hasta el río Vda, que por lo que sé considera o le gustaría considerar como la frontera natural entre Brugge y Verden. A cambio, imagino, me ofrece un enclave, un pequeño y salvaje rincón del bosque. Y seguramente garantiza con la palabra real y la protección real que ese pequeño y salvaje rincón, ese retal de despoblado, me pertenecerá por los siglos de los siglos y que nadie se atreverá a molestar allí a las dríadas. Que allí las dríadas podrán vivir en paz. ¿Qué, Geralt? Venzlav quiere terminar una guerra por Brokilón que dura ya dos siglos. ¿Y para terminarla habrán de dar las dríadas aquello por cuya defensa han venido muriendo durante doscientos años? ¿Simplemente... cederlo? ¿Ceder Brokilón?

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