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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (35 page)

BOOK: La espada del destino
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—Ciri —murmuró el brujo—. Él es un príncipe y tú una princesa. Los príncipes y las princesas se casan así, no de otro modo. Tal es la costumbre.

—Hablas como todos. Piensas que porque soy pequeña se me puede mentir.

—No miento.

—Mientes.

Geralt se calló. Braenn, que iba por delante de ellos, los miró, ligeramente asombrada por el silencio. Encogiendo los hombros, reanudó la marcha.

—¿Adónde vamos? —preguntó Ciri, triste—. ¡Quiero saberlo!

Geralt guardó silencio.

—¡Contesta cuando se te pregunta! —dijo amenazadora, reforzando su orden con un sonoro sorbido de mocos—. ¿Acaso sabes quién está... quién está sentada encima de ti?

Él no reaccionó.

—¡Que te muerdo la oreja! —gritó Ciri.

El brujo estaba harto. Bajó a la muchacha de sus hombros y la dejó en tierra.

—Escucha tú, mocosa —dijo con brusquedad, agarrándose la hebilla del cinturón—. Ahora mismo te pongo sobre mis rodillas, te bajo las enaguas y te doy en el culo con el cinto. Nadie me lo va a impedir porque esto no es el palacio real y yo no soy tu cortesano ni tu servidor. Ahora vas a lamentar el no haberte quedado en Nastrog. Ahora vas a comprobar que es mejor ser princesa que una mocosa perdida en el bosque. Porque las princesas, en general, son libres de comportarse mal. A las princesas, incluso en tal caso, nadie les va a dar en el culo con el cinto, como mucho el propio rey, en persona.

Ciri se encogió y sorbió por la nariz unas cuantas veces. Braenn, apoyada en un árbol, los miraba impasible.

—Bueno, ¿y qué? —preguntó el brujo mientras se enrollaba el cinturón alrededor del puño—. ¿Nos vamos a comportar adecuadamente y con moderación? Si no, nos dispondremos a zurrarle la badana al trasero de vuestra alteza. ¿De acuerdo? ¿Sí o no?

La muchacha sollozó y se sorbió los mocos, después de lo cual afirmó con un apresurado ademán de cabeza.

—¿Vas a ser obediente, princesa?

—Voy a serlo —refunfuñó.

—Pronto la noche caerá —interpuso la dríada—. Hagamos por irnos, Gwynbleidd.

El bosque se aclaró. Anduvieron por entre árboles nuevos que crecían en arenales, por entre brezales, por praderas sumidas en la niebla en las que pastaban manadas de ciervos. Hacía más frío.

—Noble señor... —habló Ciri después de un largo, largo silencio.

—Me llamo Geralt. ¿Qué pasa?

—Estoy terriblemente hambrienta.

—Dentro de poco nos detendremos. Pronto anochecerá.

—No aguantaré —sollozó—. No he comido nada desde...

—No hables tanto. —Echó mano a la alforja, sacó un pedazo de tocino, una pequeña loncha de queso y dos manzanas—. Aquí tienes.

—¿Qué es esto amarillo?

—Tocino.

—Eso no me lo como —resopló.

—Estupendo —farfulló él mientras se metía el tocino en la boca—. Cómete el queso. Y una manzana. Una.

—¿Por qué una?

—No te menees tanto. Cómete las dos.

—¿Geralt?

—¿Mmm?

—Gracias.

—No hay de qué. Que te sea de buen provecho.

—Yo no... No por esto. Por esto también, pero... Me salvaste del ciempiés... Brrr... Por poco no me muero de miedo...

—Por poco no moriste —afirmó él con seriedad. Por poco no moriste de una forma extraordinariamente dolorosa y horrible, pensó—. Y has de agradecérselo a Braenn.

—¿Qué es ella?

—Una dríada.

—¿Una rariesposa?

—Sí.

—Ella nos... ¡Ellas raptan niños! ¿Ella nos ha raptado? Eeeh, pero tú no eres un niño. ¿Y por qué habla tan raro?

—Habla como habla, eso no importa. Lo importante es cómo dispara. No olvides agradecérselo cuando nos detengamos.

—No me olvidaré —mocoseó.

—No te menees, futura princesa de Verden.

—No voy a ser princesa alguna —resopló.

—Vale, vale. No serás princesa. Serás un hámster y vivirás en una madriguera.

—¡No es verdad! ¡Tú no sabes nada!

—No me chilles en el oído. ¡Y no te olvides del cinto!

—No seré princesa. Seré...

—¿Y? ¿Qué?

—Es un secreto.

—Ah, sí, un secreto. Estupendo. —Alzó la cabeza—. ¿Qué pasa, Braenn?

La dríada, deteniéndose, encogió los hombros, miró al cielo.

—Me fatigué —dijo suavemente—. Y tú a no dudarlo te fatigaste también, portándola a ella, Gwynbleidd. Aquí nos detendremos. La oscuridad se acerca.

III

—¿Ciri?

—¿Mmm?

La muchacha se sorbió, hizo crujir las ramas sobre las que yacía.

—¿No tienes frío?

—No —suspiró—. Hoy me siento caliente. Ayer... Ayer pasé un terríbile frío, ay.—Raro —dijo Braenn mientras desataba las correas de sus largas y blandas botas—. Tal rapacilla y tanta distancia del bosque pudo andar. Y las avanzadillas cruzó, y los lodazales, y las espesuras. Forta, sana y brava. A decir verdad es valedera... Nos es valedera.

Geralt echó un rápido vistazo a la dríada, a sus ojos que brillaban en la semioscuridad. Braenn apoyó la espalda en un árbol, se quitó la cinta, dejó sueltos los cabellos con un movimiento de cabeza.

—Entró a Brokilón —murmuró, previendo el comentario—. Es nuestra, Gwynbleidd. Vamos a Duén Canell.

—Doña Eithné decidirá —respondió, acre. Pero sabía que Braenn tenía razón.

Una pena, pensó, mirando a la muchacha que se removía en el verde lecho. Una duendecilla tan resoluta. ¿Dónde la he visto yo antes? No importa. Pero es una pena. El mundo es tan grande y tan hermoso... Y su mundo va a ser Brokilón hasta el fin de sus días. Que puede que no sean muchos. Puede que sólo hasta el día en que caiga sobre los helechos, entre un griterío, entre el silbido de las flechas, luchando en una guerra sin sentido por un bosque, luchando del lado de aquellas que habrán de perder. Que perderán. Antes o después.

—¿Ciri?

—¿Ajá?

—¿Dónde viven tus padres?

—No tengo padres. —Respiró con fuerza—. Se ahogaron en el mar cuando era pequeñita.

Sí, pensó, esto aclara muchas cosas. Una princesa, hija de una pareja de príncipes que no viven. Quién sabe si no es la tercera muchacha después de tres niños. Un título que en la práctica significa menos que el de chambelán o el de caballerizo mayor. Un algo de cabellos cenicientos y ojos verdes que andurrea por el castillo y hay que desprenderse de él cuanto antes, casarlo. Cuando antes, antes de que madure y se convierta en una pequeña mujer, amenaza de un escándalo, de un lío con alguien más bajo o de incesto, algo no muy difícil en las alcobas comunes de los castillos.

Su huida no asombraba al brujo. Había conocido ya muchas veces a princesas, e incluso infantas, que corrían por el mundo en compañías de cómicos de la legua, felices de haber podido escapar de vástagos reales decrépitos pero aún llenos de lujuria. Había visto príncipes que preferían la suerte arriesgada del mercenario antes que la infanta coja o picada de viruelas escogida por el padre, cuya reseca o dudosa virginidad había de ser el precio de alianzas y pactos dinásticos.

Se tendió junto a la muchacha, la cubrió con su gabán.

—Duerme —dijo—. Duerme, pequeña huérfana.

—¡Justo eso! —se enfureció—. Soy una princesa, y no una huérfana. Y tengo abuela. Mi abuela es una reina, no te creas. Gomo le diga que me querías dar con el cinto, mi abuela ordenará que te corten la cabeza, ya verás.

—¡Terrible! ¡Ciri, ten piedad!

—¡Justo eso!

—Pero tú eres una niña buena. El corte de cabeza duele muchísimo. ¿Verdad que no dirás nada?

—Lo diré.

—Ciri.

—¡Lo diré, lo diré, lo diré! Tienes miedo, ¿eh?

—Terrible. ¿Sabes, Ciri?, si a una persona le cortan la cabeza puede morir de ello.

—¿Te ríes de mí?

—Pero qué va.

—Se te va a secar la sonrisa, ya verás. No hay bromas con mi abuela, si da una patada, los mayores guerreros y caballeros se ponen de rodillas ante ella, yo misma lo he visto. Y si alguno es desobediente, entonces, zas, y sin cabeza.

—Terrible. ¿Ciri?

—¿Eh?

—Creo que te van a cortar la cabeza.

—¿A mí?

—Por supuesto. Pues fue tu abuelita-reina la que preparó ese matrimonio con Kistrin y la que te envió a ti a Verden, a Nastrog. Has sido desobediente. En cuanto vuelvas... ¡Zas! Y sin cabeza.

La muchacha se calló, dejó incluso de moverse. Geralt escuchó cómo chasqueaba la boca, mordiéndose los labios inferiores y cómo respiraba por la congestionada nariz.

—No es verdad —dijo—. La abuela no va a permitir que me corten la cabeza porque... porque es mi abuela, ¿o no? Eeeh, como mucho me darán...

—Ajá. —Geralt sonrió—. ¿Así que con la abuela no valen bromas? El palo ya ha entrado en funcionamiento alguna que otra vez, ¿eh?

Ciri rebufó con rabia.

—¿Sabes qué? —dijo él—. Le diremos a tu abuela que yo ya te di una somanta, y que no se puede castigar dos veces por la misma culpa. ¿Trato hecho?

—¡Pero mira que eres tonto! —Ciri alzó los brazos, rozando las ramas—. ¡Si la abuela oye que me pegaste, entonces te cortará la cabeza como si nada!

—¿Así que al fin y al cabo te importa mi cabeza?

La muchacha se calló, sorbió por la nariz de nuevo.

—Geralt...

—¿Qué, Ciri?

—La abuela sabe que tengo que volver. No puedo ser ninguna princesa, ni mujer de ese tonto de Kistrin. Tengo que volver y ya está.

Tienes, pensó. Por desgracia eso no depende de ti ni de tu abuela. Depende del humor de la vieja Eithné. Y de mis habilidades para convencerla.

—La abuela lo sabe —siguió Ciri—. Porque yo... Geralt, jura que no se lo dirás a nadie. Es un secreto tremendo. Terríbile, te digo. Júralo.

—Lo juro.

—Entonces te lo diré. Mi mamá era hechicera, no te creas. Y mi papá también estuvo hechizado. Todo esto me lo contó un aya, y cuando la abuela se enteró, montó un escándalo. Porque yo estoy predestinada, ¿sabes?

—¿A qué?

—No lo sé —dijo con orgullo—. Pero estoy predestinada. Así me dijo el aya. Y la abuela dijo que no lo permitiría, que antes todo el joli... jondido castillo se hundiría. ¿Entiendes? Y el aya le dijo que contra el destino se puede hacer lo que se quiera, pero no sirve de nada. ¡Ja! Y luego el aya se puso a llorar, y la abuela a gritar. ¿Ves? Estoy predestinada. No seré la mujer de ningún tonto Kistrin. ¿Geralt?

—Duerme. —Él bostezó hasta que le crujió la mandíbula—. Duerme, Ciri.

—Cuéntame un cuento.

—¿Qué?

—Que me cuentes un cuento —rezongó—. ¿Cómo voy a dormir sin un cuento? ¡Pero bueno!

—No sé ningún maldito cuento. Duerme.

—No mientas. Lo sabes. ¿Qué pasa, que cuando eras pequeño nadie te contaba cuentos? ¿De qué te ríes?

—De nada. Me acordé de algo.

—¡Ajá! Ves. Venga, cuenta.

—¿El qué?

—Un cuento.

Sonrió de nuevo, puso las manos debajo de la cabeza, miró a las estrellas, que titilaban a través de las ramas por encima de sus cabezas.

—Había una vez un... gato —comenzó—. Un gato vulgar, un cazarratones rayado. Y un día el gato fue y se puso en camino, él solo, en una excursión a un lejano y oscuro bosque. Anduvo. .. Anduvo... Anduvo...

—No te imagines —murmuró Ciri, arrimándose a él— que me voy a dormir antes de que llegue.

—Silencio, mocosa. Sí... Anduvo y anduvo, hasta que se encontró a un zorro. Un zorro pelirrojo.

Braenn suspiró y se tumbó junto al brujo, por el otro lado, apretándose también contra él ligeramente.

—Venga. —Ciri sorbió otra vez—. Cuenta qué pasó luego.

—Miró el zorro al gato. Quién eres, pregunta. Soy un gato, responde el gato a esto. Ja, dice el zorro, y no tienes miedo, gato, de andurrear solo por el bosque. ¿Y si el rey viene a cazar, entonces qué? ¿Con perros, con ojeadores, con caballos? Ya te digo, gato, dijo el zorro, la caza es una desgracia terrible para los que son como tú y yo. Tú tienes piel, yo tengo piel, los cazadores nunca perdonan a los que son como nosotros, porque los cazadores tienen novias y amantes, y a éstas las patas se les enfrían, y los pescuezos, y de nosotros hacen cuellos y manguitos para que los lleven esas putas.

—¿Qué son manguitos? —preguntó Ciri.

—No me cortes. Y añadió el zorro: yo, gato, sé engañarlos, tengo mil doscientas ochenta y seis mañas para los cazadores estos, así soy de astuto. Y tú, gato, ¿cuántas mañas tienes para los cazadores?

—Oh, qué cuento más bonito —dijo Ciri, apretándose contra el brujo aún más—. Cuenta, qué hizo el gato...

—Ajá —susurró desde el otro lado Braenn—. ¿Qué hizo el gato?

El brujo volvió la cabeza. Los ojos de la dríada brillaban, los labios los tenía medio abiertos y pasaba la lengua por ellos. Por supuesto, pensó. Las dríadas pequeñas están sedientas de cuentos. Como los brujos pequeños. Porque a las unas y a los otros raramente les cuenta alguien un cuento antes de irse a dormir. Las dríadas pequeñas se duermen sumidas en el sonido de los árboles. Los brujos pequeños se duermen sumidos en el dolor de sus músculos. A nosotros también nos brillaban los ojos, como a Braenn, cuando escuchábamos los cuentos de Vesemir, allá, en Kaer Morhen. Pero eso fue hace tiempo... Hace tanto tiempo...

—Venga —se impacientó Ciri—. ¿Cómo sigue?

—Y el gato a esto: yo, zorro, no tengo maña alguna. Yo sólo sé una cosa: trepar a los árboles. Esto debiera ser suficiente, ¿no es cierto? El zorro sonrió. Eh, dice, pero vaya un tontaina que estás hecho. Toma tu cola rayada y lárgate de aquí, la palmarías si te acosaran los cazadores. Y de pronto, sin comerlo ni beberlo, ¡sonaron los cuernos! Y salieron de entre los matojos los cazadores, vieron al gato y al zorro, ¡y a por ellos!

—¡Ay, ay, ay! —se sonó Ciri, y la dríada tembló con violencia.

—Silencio. Y a ellos, gritando: ¡adelante, sacadles la piel! ¡Para manguitos, para manguitos! Y les azuzaron los perros al zorro y al gato. Y el gato trepó a un árbol, como hacen los gatos. A la misma copa. ¡Y los perros, pumba, al zorro! Antes de que el pelirrojo acertara a usar alguna de sus astutas mañas, ya le habían convertido en un cuello. Y el gato desde la copa les maulló y bufó a los cazadores, pero ellos no le pudieron hacer nada, porque el árbol era alto de la leche. Se quedaron abajo, maldijeron a todo lo que se podía maldecir, pero al final se tuvieron que ir de vacío. Y entonces el gato se bajó del árbol y se volvió tranquilo a casa.

—¿Y qué más?

—Nada. Esto es el final.

—¿Y la moraleja? —preguntó Ciri—. Los cuentos tienen moraleja, ¿no?

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