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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (39 page)

BOOK: La espada del destino
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Geralt, aunque irritado por sus palabras, dudó, pero sólo un instante. El Agua de Brokilon, incluso la auténtica, no ejercía influencia sobre él. A las toxinas y a los taninos alucinógenos contenidos en ella era completamente inmune. Pero en cualquier caso esto no podía ser Agua de Brokilon. Ciri la había bebido y no le había pasado nada. Agarró la copa con las dos manos, miró a los ojos plateados de la dríada.

La tierra huyó de debajo de sus pies, momentáneamente, y le golpeó en la espalda. El enorme roble giró y se retorció. Agitando con esfuerzo a su alrededor sus temblorosas manos, abrió los ojos, y fue como si hubiera apartado a un lado la losa de mármol de una tumba. Vio sobre él la pequeña carita de Braenn y detrás los ojos relampagueantes como mercurio de Eithné. Y aún unos ojos más, verdes como esmeraldas. No, más claros. Como la hierba de la primavera. El medallón de su cuello temblaba, vibraba.

—Gwynbleidd —escuchó—. Mira atentamente. No, de nada servirá que cierres los ojos. Mira, mira tu destino.

—¿Recuerdas?

De pronto, una columna de humo rasgada por una explosión de claridad; grandes, pesadas velas de candelabros cubiertos de festones de cera. Paredes de piedra, una abrupta escalera. Una muchacha que baja la escalera, de ojos verdes y cabellos cenicientos que lleva una pequeña diadema con una gema misteriosamente labrada, vestida con un vestido azul plata que tiene una cola que sujetaba un paje de jubón escarlata.

—¿Recuerdas?

Su propia voz diciendo... Diciendo...

Volveré aquí dentro de seis años...

Una enramada, calor, perfume de flores, el pesado y monótono zumbido de las abejas. Él solo, de rodillas, tendiendo una rosa a una mujer de cabellos cenicientos, derramados en rizos por debajo de un estrecho aro de oro. En las palmas de la mano de la mujer que tomaba la rosa de sus manos, anillos con esmeraldas, grandes y verdes cabochons.

—Vuelve aquí —dice la mujer—. Vuelve aquí, si cambias de opinión. Tu destino te esperará.

Nunca volví, pensó. Nunca... volví allí. Nunca volví a...

¿Adónde?

Cabellos cenicientos. Ojos verdes.

De nuevo su voz, en la oscuridad, en las tinieblas en las que todo desaparece. Sólo hay hogueras, hogueras hasta alcanzar el horizonte. Un remolino de chispas en el humo púrpura. ¡Belleteyn! ¡Noche de Mayo! Desde la maraña de humo miran unos ojos oscuros, de color violeta, ardiendo en un rostro pálido y triangular, un rostro cubierto por una negra y ondulada tormenta de rizos.

¡Yennefer!

—Es poco.

Los finos labios de la aparición se torcieron de pronto, por la pálida mejilla se deslizó una lágrima, rápida, cada vez más rápida, como gota de cera por una vela.

—Es poco. Hace falta algo más.

—¡Yennefer!

—La nada por la nada —comentó el fantasma con la voz de Eithné.

—La nada y el vacío que están en ti, un conquistador del mundo que no es capaz siquiera de conquistar a la mujer que ama. Que huye y escapa, teniendo su destino al alcance de la mano. La espada del destino tiene dos filos. Uno eres tú. ¿Y cuál es el otro, Lobo Blanco?

—No hay destino —su propia voz—. No hay. No hay. No existe. Lo único que nos está destinado a todos es la muerte.

—Eso es verdad —dice la mujer de cabellos cenicientos y misteriosa sonrisa—. Es verdad, Geralt.

La mujer está vestida con una armadura plateada, ensangrentada, abollada, agujereada por las puntas de picas o alabardas. Un fino hilillo de sangre le cuelga desde la comisura de unos labios formados en fea y misteriosa sonrisa.

—Tú te burlas del destino —dice, sin dejar de sonreír—. Te burlas de él, juegas con él. La espada del destino tiene dos filos. Uno eres tú. ¿Y el otro... es la muerte? Pero somos nosotros los que morimos, los que morimos por tu causa. A ti la muerte no puede alcanzarte, por eso se ceba en nosotros. La muerte te sigue paso a paso, Lobo Blanco. Pero son otros los que mueren. Por tu causa. ¿Me recuerdas?

—¡Ca... Calanthe!

—Puedes salvarlo. —La voz de Eithné, desde detrás de la cortina de humo—. Puedes salvarlo, Niño de la Antigua Sangre. Antes de que se suma en la nada que tanto ama. En el oscuro bosque que no tiene final.

Unos ojos, verdes como hierba de la primavera. Un roce. Voces gritando en coro ininteligible. Rostros.

No vio nada más, voló hacia el abismo, hacia el vacío, hacia la oscuridad. Lo último que escuchó fue la voz de Eithné.

—Que así sea.

VII

—¡Geralt! ¡Despiértate! ¡Despiértate por favor!

Abrió los ojos, vio el sol, un ducado de oro de precisos bordes, en lo alto, sobre las copas de los árboles, más allá de la cortina turbia de la niebla de la mañana. Estaba tendido sobre un musgo húmedo, esponjoso, una dura raíz le lastimaba la espalda.

Ciri estaba arrodillada junto a él, agarrándole por los faldones del gabán.

—Maldita sea... —carraspeó, miró alrededor—. ¿Dónde estoy? ¿Cómo he venido a parar aquí?

—No sé —dijo—. Me desperté hace un momentito, aquí, junto a ti, terríbilemente helada. No recuerdo cómo... ¿Sabes qué? ¡Esto es un hechizo!

—Seguro que tienes razón —dijo mientras se sentaba y se quitaba unas agujas de pino de la nuca—. Seguro que tienes razón, Ciri. El Agua de Brokilón, joder... Parece que las dríadas se estuvieron riendo a nuestra costa.

Se incorporó, alzó su espada, que yacía junto a él, se colocó el talabarte a la espalda.

—¿Ciri?

—¿Ajá?

—Tú también te reíste a mi costa.

—¿Yo?

—Eres la hija de Pavetta, la nieta de Calanthe de Cintra. ¿Sabías desde el principio quién era yo?

—No. —Se ruborizó—. No desde el principio. Tú desencantaste a mi padre, ¿verdad?

—No es verdad —negó—. Lo hizo tu madre. Y tu abuela. Yo sólo ayudé.

—Pero el aya dijo... Dijo que estoy predestinada. Porque soy una Inesperada. Una Hija de la Sorpresa. ¿Geralt?

—Ciri. —La miró, agitando la cabeza y sonriendo—. Créeme, eres la mayor sorpresa que me podía encontrar.

—¡Ja! —El rostro de la muchacha se iluminó—. ¡Es cierto! Estoy predestinada. El aya dijo que vendrá un brujo de cabellos blancos y me llevará. Y la abuela gritó... ¡Aj, qué más da! ¿Adónde me llevarás, di?

—A casa. A Cintra.

—Aj... Y yo pensaba que...

—Pensarás mientras marchemos. Vamos, Ciri, hay que salir de Brokilón. Éste no es un lugar seguro.

—¡Yo no tengo miedo!

—Pero yo sí.

—La abuela decía que los brujos no temen a nada.

—Tu abuela exageraba mucho. En marcha, Ciri. Si sólo supiera dónde estamos...

Miró al sol.

—Bueno, arriesguémonos... Vayamos por allá.

—No. —Ciri arrugó la nariz, señaló en dirección contraria—. Por allá. Allá.

—Y tú ¿cómo lo sabes?

—Lo sé. —Se encogió de hombros, le miró con una mirada esmeralda, desarmada y asombrada—. De algún modo... Algo, allá... No sé.

Hija de Pavetta, pensó. Niño... ¿Niño de la Antigua Sangre? Es posible que haya heredado algo de la madre.

—Ciri. —Se desabrochó el cuello de la camisa, sacó el medallón—. Toca esto.

—Oj. —Abrió la boca—. Pero qué lobo más horrible. Pero qué dientes tiene...

—Tócalo.

—¡Ayay!

El brujo sonrió. También percibía el violento temblor del medallón, la poderosa onda que corría por la cadena de plata.

—¡Se ha movido! —Ciri tomó aire—. ¡Se ha movido!

—Lo sé. Vamos, Ciri. Tú guías.

—Esto es magia, ¿verdad?

—Por supuesto.

Resultó tal y como se esperaba. La muchacha sentía la dirección. No sabía de qué forma. Pero rápidamente, más rápidamente de lo que se esperaba, salieron a un camino, a una encrucijada en forma de horquilla donde se cruzaban tres sendas. Ésta era la frontera de Brokilón... al menos según los humanos. Eithné, recordaba bien, no la aceptaba.

Ciri se mordió los labios, arrugó la nariz, dudó, mirando a la encrucijada, al camino arenoso y lleno de baches, hozado por pisadas y ruedas de carros. Pero Geralt ya sabía dónde estaba, no tenía por qué confiar en las inseguras habilidades de ella y tampoco quería hacerlo. Se encaminó por la senda que iba hacia el este, hacia Brugge. Ciri, aún con el ceño fruncido, miró hacia el camino al oeste.

—Ése conduce al castillo de Nastrog —se burló él—. ¿Echas de menos a Kistrin?

La muchacha bufó, le siguió obediente, pero miró varias veces a su alrededor.

—¿Qué sucede, Ciri?

—No sé —susurró—. Pero es un mal camino, Geralt.

—¿Por qué? Vamos a Brugge, al hermoso castillo donde habita el rey Venzlav. Nos lavaremos en los baños, dormiremos en camas con edredones...

—Es un mal camino —repitió—. Malo.

—Cierto, los he visto mejores. Deja de arrugar la nariz, Ciri. Vamos, a paso vivo.

Pasaron una curva poblada de matojos. Y resultó que Ciri tenía razón.

Les salieron al paso de pronto, velozmente y de todas direcciones. Individuos con yelmos en pico, lorigas y túnicas azul oscuro que portaban en el pecho el escudo ajedrezado en oro y sable de Verden. Los rodearon, pero ninguno de ellos se acercó ni tocó las armas.

—¿De dónde y adónde? —gritó un rechoncho personaje que vestía un desgastado traje verde, al tiempo que se ponía delante de Geralt apoyándose en unas combadas piernas muy separadas.

Tenía la tez oscura y arrugada como una ciruela seca. El arco y unas flechas con plumas blancas le sobresalían por la espalda, bien por encima de su cabeza.

—De los Desmontes —mintió Geralt, apretando significativamente la mano de la muchacha—. Volvemos a casa, a Brugge. ¿Y qué?

—Guardia Real —dijo el tez oscura con mayor cortesía, como si sólo en aquel momento hubiera percibido la espada de Geralt—. Nosotros...

—¡Tráelo aquí, Junghans! —gritó alguien que estaba más lejos, en el camino. Los soldados se apartaron.

—No mires, Ciri —dijo Geralt presto—. Vuélvete. No mires.

En el camino estaba tendido un árbol que bloqueaba el paso con la maraña de su copa. La parte del tronco rota y cortada blanqueaba la espesura junto al camino con montones de largas astillas. Delante del árbol había un carro con la carga cubierta por una lona. Unos pequeños y velludos caballos yacían en la tierra, enredados en la pértiga y los arreos, erizados de flechas, mostrando sus dientes amarillos. Uno todavía estaba vivo, roncaba pesadamente, coceaba. También había personas tendidas en charcos de sangre oscura que la arena había absorbido, colgando del borde del carro o crispados sobre las ruedas.

De entre los personajes armados que rodeaban el carro salieron a paso lento dos, luego se les añadieron tres más. Los restantes —había unos diez— se mantuvieron inmóviles, sujetando sus caballos.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó el brujo, poniéndose de tal modo que cubría ante Ciri la escena de la masacre.

Un bisojo de corta loriga y altas botas le miró inquisitivamente, mientras se frotaba la barbilla, que crepitaba de vello crecido. En el antebrazo izquierdo llevaba una gastada y deslucida muñequera de cuero, como las que usaban los arqueros.

—Un ataque —dijo seco—. Las rariesposas del bosque a los mercaderes mataron. Nosotros aquí hacemos las pesquisas.

—¿Las rariesposas? ¿Atacaron a los mercaderes?

—Tú mismo lo ves —señaló con la mano el bizco—. Atravesaos de saetas como erizos. ¡En el Camino Real! Cada vez más insolentes se hacen, las brujas del bosque. Ya no sólo al bosque entrar no se puede, incluso por los caminos a su derredor no se puede.

—Y vosotros. —El brujo entrecerró los ojos—. ¿Quiénes sois?

—La tropa de Ervyll. De las decenas nastroganas. Con el barón Zywiecki servíamos. Pero el barón cayó en Brokilón.

Ciri abrió los labios, pero Geralt le apretó con fuerza la mano, ordenándole silencio.

—¡Sangre por sangre, os digo! —tronó el camarada del bisojo, un gigante con un jubón reforzado con chapas—. ¡Sangre por sangre! Esta vez no se puede dejar pasar por alto. Primero Zywiecki y la princesa de Cintra, que había sido raptada. Ahora los mercaderes. ¡Por los dioses, venganza, venganza, os digo! ¡Porque si no, ya veréis, mañana, pasado, empezarán a matar gente a las puertas de sus propios chozos!

—Brick dice bien —dijo el bisojo—. ¿No es cierto? A ti te pregunto, paisano, ¿de qué parte eres?

—De Brugge —mintió Geralt.

—Y la cría, ¿tu hija?

—Mi hija.

 

El brujo apretó de nuevo la mano de Ciri.

—De Brugge. —Brick frunció el ceño—. Te diré, paisano, que tu rey mismo a las monstruas envalentona. No se quiere aliar a nuestro Ervyll y a Virax de Kerack. Y si de las tres partes estas se asaltara Brokilón, arrancaríamos de una vez la mierda esta...

—¿Cómo sucedió esta matanza? —preguntó lentamente Geralt—. ¿Alguien lo sabe? ¿Sobrevivió alguno de los mercaderes?

—Testigos no hay —dijo el bisojo—. Pero sabemos lo que aconteció. Junghans, el guardabosques, lee en las huellas como en un libro. Díselo, Junghans.

—Y no —dijo el de la cara arrugada—. Y así fue esto: iban los mercaeres por el camino real. Acercáronse al ostáculo. Veis, señor, al medio del camino un pino tumbado, cortado recién. Entre los matojos harto huellas hay, ¿queréis verlas? Bien, y al punto que los mercaeres se bajaron para quitar el árbol, los dispararon en un pispas. Desde allá, desde la broza, donde aquel abedul torcido. Allá también huellas encontré. Y las flechas, velailas, trabajo todo de las rariesposas, las plumas pegadas con resina, las astas arrodeadas de hebras...

—Lo veo —le cortó el brujo, mirando los cadáveres—. Algunos, me da la impresión, sobrevivieron a las flechas, pero les cortaron el cuello. Con cuchillos.

De la soldadesca que estaba a su espalda se separó otro más: delgado y más bien bajo, con un caftán de piel de alce. Tenía los cabellos negros y muy cortos, las mejillas azules del muy afeitado y oscuro vello. Al brujo le bastó una sola mirada a las pequeñas y estrechas manos que llevaba embutidas en unos guantes negros sin dedos, a los pálidos ojos de pez, a las empuñaduras de los estiletes que sobresalían del cinturón y de la caña de la bota izquierda. Geralt había visto demasiados asesinos como para no reconocer inmediatamente a uno.

—Rápido eres de ojos —dijo el moreno, muy despacio—. Cierto, mucho ves.

—Y bien está —habló el bizco—. Lo que vio, que se lo cuente a su rey. Venzlav jura y perjura siempre que a las rariesposas no se ha de matar, porque son buenas y dulces. A lo seguro acude a ellas en los mayos y se las jode. En lo tocante a esto último y puede que hasta razón tenga. Ya nosotros mismos lo probaremos, si a alguna agarramos viva.

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