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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (22 page)

BOOK: La espada del destino
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—Y tú a esto, que no tenga miedo, que vas a vender todo en el curso de veinticuatro horas. Y ahora vienes aquí y me dices que estás en dificultades, además desarmando con tu estúpida sonrisa. No funciona, ¿verdad? Y los costes suben, ¿eh? Ja, no está bien, no está bien. ¿Cómo te tengo que sacar de ésta, Dainty? Si por lo menos hubieras asegurado esa basura, mandaría ahora a alguno de mis empleados a que prendiera fuego a la mercancía a escondidas. No, amigo, lo único que se puede hacer es aproximarse al asunto filosóficamente, o sea, decirse a sí mismo: «Se lo comió el gato». Así son los negocios, a veces se gana, a veces se pierde. ¿Qué es al fin y al cabo ese dinero, ese aceite, esa cera y esa esencia? No valen un pimiento. Hablemos de negocios más importantes. Dime si tengo que vender la corteza de mimosas, porque las ofertas han comenzado a estabilizarse a cinco y cinco sextos.

—¿Eh?

—¿Estás sordo? —El banquero frunció el ceño—. La última oferta es justo cinco y cinco sextos. Has vuelto, espero, para dar la orden. Siete no te va a dar nadie, Dainty.

—¿He vuelto?

Vivaldi se acarició la barba y se quitó de ella unas migas de pan.

—Estuviste aquí hace una hora —dijo despacio— con la orden de aguantar hasta siete. Siete veces el precio que pagaste por ello, son dos coronas cuarenta y cinco coppecs por libra. Es demasiado alto, Dainty, incluso para un mercado tan increíble como con el que te has topado. Los curtidores deben de haberse puesto de acuerdo ya y van a aguantar los precios. Apostaría mi cabeza...

Las puertas se abrieron y al despacho entró algo con un sombrero de fieltro verde y un abrigo de piel de conejos manchos, ceñido por un cinturón de tomiza de cáñamo.

—¡El mercader Sulimir da dos coronas quince! —gritó.

—Seis y un sexto —calculó instantáneamente Vivaldi—. ¿Qué hacemos, Dainty?

—¡Vender! —gritó el mediano—. ¿Seis veces su precio y tú aún te lo piensas, leches?

Al despacho entró un segundo algo, con un sombrerillo gualda y un chaquetón que recordaba un saco viejo. Como el primer algo, medía alrededor de dos codos de altura.

—¡El mercader Biberveldt ordena no vender por debajo de siete! —gritó, se limpió la nariz con la manga y salió corriendo.

—Ajá —dijo el enano después de un largo rato de silencio—. Un Biberveldt manda vender, otro Biberveldt manda esperar. Interesante situación. ¿Qué hacemos, Dainty? Ahora mismo nos vas a aclarar si esperamos a que un tercer Biberveldt ordene cargar la corteza en una galera y llevarla al País de los Cinocéfalos. ¿Eh?

—¿Qué es eso? —dijo Jaskier señalando al algo del sombrero verde, que todavía estaba de pie junto a la puerta—. ¿Qué es eso, joder?

—Un gnomo joven —dijo Geralt.

—Indudablemente —confirmó Vivaldi con sequedad—. No es un troll viejo, desde luego. No importa al fin y al cabo lo que sea. Vamos, Dainty, te escucho.

—Vimme —dijo el mediano—. Te lo pido por favor. No hagas preguntas. Algo horrible ha pasado. Supón simplemente que yo, Dainty Biberveldt de Centinodia del Prado, no tengo ni idea de lo que está pasando. Cuéntame todo, con detalles. Los acontecimientos de los tres últimos días. Por favor, Vimme.

—Interesante —dijo el enano—. Bueno, pero por la comisión que me gano, estoy obligado a cumplir los deseos del mandante, sean los que sean. Escucha entonces. Entraste aquí hace tres días, sofocado, me diste en depósito mil coronas y me pediste una letra de cambio de hasta dos mil quinientas veinte, al portador. Te di la letra.

—¿Sin garantías?

—Sin. Me caes bien, Dainty.

—Sigue, Vimme.

—Al día siguiente por la mañana entraste a trompicones pidiendo que te abriera un crédito en un banco en Wyzima. Por la no pequeña suma de tres mil quinientas coronas. El beneficiario había de ser, por lo que recuerdo, un tal Ther Lukokian, alias Trufas. Bueno, y te abrí el crédito.

—Sin garantías —dijo el mediano con esperanza en la voz.

—Mi simpatía hacia ti, Biberveldt —suspiró el banquero— se acaba alrededor de las tres mil coronas. Esta vez me diste la garantía escrita de que en caso de impago el molino sería mío.

—¿Qué molino?

—El molino de tu suegro, Arno Hardbottom, en Centinodia del Prado.

—No volveré a casa —anunció Dainty sombrío, pero decidido—. Me alistaré en algún barco y me haré pirata.

Vimme Vivaldi se rascó la oreja y le miró con recelo.

—Eeeh —dijo—. Hace mucho ya que recuperaste y rompiste esa garantía. Eres solvente. No me extraña, con tales beneficios.

—¿Beneficios?

—Cierto, lo olvidaba —murmuró el enano—. No debiera asombrarme de nada. Hiciste un buen negocio con las cochinillas, Biberveldt. Porque ¿sabes?, en Poviss hubo un golpe...

—Ya lo sé —le interrumpió el mediano—. El índigo se abarató y la cochinilla subió de precio. Y yo he ganado con ello. ¿Es verdad, Vimme?

—Verdad. Tienes en mi casa en depósito seis mil trescientas cuarenta y seis coronas y ochenta coppecs. Neto, después de descontar mi comisión y los impuestos.

—¿Has pagado mis impuestos?

—¿Y cómo podría hacer otra cosa? —se asombró Vivaldi—. Pues si hace una hora estuviste aquí y me mandaste pagar. Un empleado ya ha llevado toda la suma al ayuntamiento. Algo así como mil quinientas, porque la venta de los caballos estaba incluida en ello, por supuesto.

La puerta se abrió con un estruendo y al despacho entró algo con un gorro muy sucio.

—¡Dos coronas treinta! —aulló—. ¡El mercader Hazelquist!

—¡No vendáis! —gritó Dainty—. ¡Esperaremos a mejor precio! ¡En marcha, los dos de vuelta a la bolsa!

Los dos gnomos agarraron las monedillas de cobre que les lanzó el enano y desaparecieron.

—Sííí... ¿en qué me he quedado? —dijo, pensativo, Vivaldi, jugueteando con un enorme y extrañamente formado cristal de amatista que le servía de pisapapeles—. Ajá, en las cochinillas compradas con la letra de cambio. Y el crédito, que he mencionado antes, te era necesario para comprar un enorme cargamento de corteza de mimosa. Compraste un montón de esto, pero muy barato, a treinta y cinco coppecs por libra, de un factor de Zangwebar, el tal Trufas o Cagarrias. La galera llegó al puerto ayer. Y entonces comenzó todo.

—Me lo imagino —gimió Dainty.

—¿Para qué es necesaria la corteza de mimosa? —no aguantó Jaskier.

—Para nada —murmuró sombrío el mediano—. Por desgracia.

—La corteza de mimosa, señor poeta —explicó el enano— es el adobo que se usa para curtir las pieles.

—Si alguien fuera tan idiota —se entrometió Dainty— como para comprar corteza de mimosa de ultramar, cuando en Temeria se puede comprar de roble por casi nada.

—Y aquí justamente yace el vampiro enterrado —dijo Vivaldi—. Porque en Temería los druidas acaban de anunciar que si no termina de inmediato la destrucción de los robles, enviarán al país una plaga de langosta y de ratas. Las dríadas apoyan a los druidas, y el rey de allí tiene debilidad por las dríadas. En pocas palabras: desde ayer hay un completo embargo de roble temerio, por eso la mimosa está por las nubes. Tenías buena información, Dainty.

Desde la oficina les llegó un ruido de pasos después del cual entró al despacho, jadeante, un algo con sombrero verde.

—Su merced el mercader Sulimir... —el gnomo tomó aliento— pidió repetir que el mercader Biberveldt, el mediano, es un jabalí lleno de pelos, un especulador y un sacadineros y que él, Sulimir, desea a Biberveldt que se atragante. Da dos coronas cuarenta y cinco y ésta es la última palabra.

—Vender —gritó el mediano—. Venga, pequeño, corre y díselo. Calcula, Vimme.

Vivaldi metió la mano por debajo del montón de pergaminos y extrajo un ábaco de enanos, un verdadero prodigio. A diferencia de los ábacos utilizados por los humanos, los de los enanos tenían una forma de pirámide calada. El ábaco de Vivaldi, sin embargo, estaba realizado en hilos dorados, a través de los cuales se deslizaban unas piececitas de rubíes, esmeraldas, ónices y ágatas negras, pulidas todas ellas en forma de prisma y que encajaban las unas con las otras. Con unos rápidos y hábiles movimientos del pulgar movió el enano durante un rato las piedras preciosas hacia arriba, abajo, al lado.

—Esto hace... humm, humm... Menos los costes y mi comisión... menos impuestos... Sííí. Quince mil seiscientas veintidós coronas y veinticinco coppecs. No está mal.

—Si calculo bien —dijo lentamente Dainty Biberveldt— entonces, en total, neto, debo de tener en tu banco...

—Exactamente veintiuna mil novecientas sesenta y nueve coronas y cinco coppecs. No está mal.

—¿No está mal? —aulló Jaskier—. ¿No está mal? ¡Con esto se puede comprar una aldea grande o un castillo pequeño! ¡En mi vida he visto tanto dinero junto!

—Yo tampoco —dijo el mediano—. Pero sin tanto fervor, Jaskier. Sucede que ese dinero todavía no lo ha visto nadie y no está claro que lo vaya a ver nunca.

—Vamos, Biberveldt —se enojó el enano—. ¿De dónde sacas esos pensamientos tan sombríos? Sulimir pagará en líquido o con letra de cambio, y las letras de Sulimir son seguras. ¿De qué vas? ¿Tienes miedo de las pérdidas por el apestoso aceite de hígado de bacalao y por la cera? Con tales beneficios cubres las pérdidas como si nada...

—No se trata de eso.

—¿De qué, entonces?

Dainte carraspeó, bajó la morena cabeza.

—Vimme —dijo, mirando al suelo—. Chappelle anda tras de nosotros.

El banquero enmudeció.

—Mala cosa —concedió—. Habría que habérselo esperado, sin embargo. ¿Sabes, Biberveldt?, las informaciones de las que te serviste para tus transacciones no tienen sólo importancia comercial sino también política. Sobre lo que se estaba cociendo en Poviss y en Temería nadie sabía nada. Chappelle tampoco, y a Chappelle le gusta ser el primero. Ahora bien, como te imaginarás, le da vueltas a la cabeza para dar en cómo lo sabías tú. Y pienso que ya ha caído en ello. Como yo he caído.

—Interesante.

Vivaldi pasó la mirada por Jaskier y Geralt, arrugó la chata nariz.

—¿Interesante? Interesante es tu compaña, Dainty —dijo—. Un trovador, un brujo y un mercader. Mis felicitaciones. Don Jaskier viaja de acá para allá, incluso en las cortes de los reyes y seguro que no pone mal la oreja. ¿Y el brujo? ¿Tu guardia personal? ¿Espantadeudores?

—Conclusiones apresuradas, señor Vivaldi —dijo Geralt con frialdad—. No estamos juntos.

—Y yo —Jaskier enrojeció— no pongo la oreja en ningún lado. ¡Soy un poeta, no un espía!

—Se dicen cosas —se enojó el enano—. Cosas muy diversas, don Jaskier.

—¡Mentira! —gritó el trovador—. ¡Una puta mentira!

—Vale, vale, lo creo, lo creo. Sólo que no sé si Chappelle también lo va a creer. Pero, quién sabe, quizá quede todo en agua de borrajas. Te digo, Biberveldt, que después del último ataque de apoplejía, Chappelle ha cambiado mucho. Puede que el miedo a la muerte se le haya metido por el culo y le haya obligado a pensar las cosas. Palabra que no es el mismo Chappelle. Se ha hecho como amable, razonable, tranquilo y... y honrado, diríamos.

—Eeeeh —dijo el mediano—. ¿Chappelle, honrado? ¿Amable? Eso es imposible.

—Te digo como es —le contradijo Vivaldi—. Y es como digo.

Por añadidura, ahora la iglesia tiene en la cabeza otro problema que tiene por nombre Fuego Eterno.

—¿Cómo?

—Por todos lados ha de arder el Fuego Eterno, como se dice. Por todos lados, en todos los alrededores habrán de ponerse altares consagrados a ese Fuego. Muchísimos altares. No me preguntes por los detalles, Dainty, no comprendo demasiado las supersticiones humanas. Pero sé que todos los sacerdotes, y también Chappelle, no se ocupan prácticamente de otra cosa que de estos altares y de este fuego. Se están haciendo grandes preparativos. Los impuestos subirán mucho, seguro.

—Bueno —dijo Dainty—. Mal de muchos...

Las puertas del despacho se abrieron de nuevo y entró el ya conocido algo con gorro verde y abrigo de conejos.

—El mercader Biberveldt —anunció— ordena comprar más escudillas, porque hacen falta. El precio no importa.

—Maravilloso —sonrió el mediano, y aquella sonrisa recordaba al morrillo fruncido de un gato montés rabioso—. Vamos a comprar un montón de escudillas, la voluntad del señor Biberveldt es una orden para nosotros. ¿Qué más tenemos que comprar? ¿Coles? ¿Alquitrán? ¿Rastrillos de metal?

—Además de esto —habló roncamente el algo enfundado en un abrigo—, el mercader Biberveldt pide trescientas coronas en monedas, porque tiene que pagar sobornos, comer algo y beber cerveza, y en La Punta de Lanza tres bribones le robaron la bolsa.

—Ah. Tres bribones —dijo Dainty prolongadamente—. Sí, esta ciudad parece estar llena de bribones. ¿Y dónde, si se puede preguntar, se encuentra el honorable mercader Biberveldt?

—¿Y dónde iba a estar —dijo el algo, sorbiéndose la nariz— si no es en el Mercado de Poniente?

—Vimme —dijo Dainty con fiereza—. No hagas preguntas y encuéntrame aquí un garrote gordo y sólido. Voy a ir al Mercado de Poniente, pero sin garrote no puedo ir allí. Demasiados bribones y granujas.

—¿Un garrote, dices? Lo encontraré. Pero Dainty, una cosa querría saber, porque me requema. Me pediste que no hiciera preguntas, y no lo haré pues, pero adivinaré y tú lo confirmas o lo niegas. ¿De acuerdo?

—Adivina.

—Ese aceite rancio, esa esencia, cera y escudillas, esa soga de mierda, eran sólo una diversión táctica, ¿verdad? Querías desviar la atención de la competencia de las cochinillas y la mimosa. Crear una confusión en el mercado. ¿Eh? ¿Dainty?

La puerta se abrió con violencia y algo sin sombrero entró al despacho.

—¡Acedera informa que todo está listo! —gritó con una voz fina—. Pregunta si echar o no.

—¡Echar! —tronó el mediano—. ¡Echar inmediatamente!

—¡Por las rojas barbas del viejo Rhundurin! —aulló Vimme Vivaldi en el mismo momento que el gnomo cerró la puerta tras de sí—. ¡No entiendo nada! ¿Qué pasa aquí? ¿Qué hay que echar? ¿En qué hay que echar?

—No tengo ni idea —reconoció Dainty—. Pero el dinero, Vimme, tiene que moverse.

IV

Abriéndose paso con esfuerzo por entre la muchedumbre, Geralt anduvo derecho hacia un tenderete donde colgaban cacerolas, peroles y sartenes de cobre que lanzaban rojizos destellos bajo los rayos del sol poniente. En el tenderete había un enano de barbas rojas con una capucha olivácea y pesadas botas de piel de foca. En el rostro del enano se dibujaba un visible desagrado: en pocas palabras, parecía como si estuviera a punto de escupir a la clienta que estaba mirando la mercancía. La clienta meneaba el busto, remecía los dorados rizos y atosigaba al enano con un interminable diluvio de palabras carente de orden y contenido.

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