Desmontó y ató el caballo a un poste. Eduin y Rannan lo llamaron interrogativamente, pero él no les respondió: lentamente, también ellos desmontaron, aunque no le siguieron hasta la entrada de la casa. Sólo el silencio respondió a su llamada, y abrió la puerta. Al cabo de un momento, un hombre de acercó hasta la puerta, agazapado, como por la fuerza de un hábito, y con la mirada vacua. Damon pensó, confundido:
Seguramente es uno de los hijos de Alanna, con quien yo jugaba de niño, pero ¡cómo ha cambiado!
Trató de recordar el nombre. ¿Hjalmar? ¿Estill?
—Cormac —dijo al fin.
Los ojos vacíos lo miraron, mientras una sonrisa idiota alteraba levemente las facciones.
—
Servo, dom
—masculló.
—¿Qué te ha ocurrido? ¿Qué... qué quieren de ti, qué está ocurriendo? —Las palabras surgían a borbotones—. ¿Ves a los hombres-gato con frecuencia? ¿Qué es lo...?
—¿Hombres-gato? —murmuró el hombre, perplejo—. No hombres... ¡mujeres! Brujas-gata... vienen durante la noche y nos hacen pedazos...
Damon cerró los ojos, casi mareado. Con el rostro inexpresivo, Cormac dio media vuelta para volver a entrar, para él los visitantes habían dejado de existir. Damon volvió a la calle, tambaleándose y maldiciendo.
Un ruido de cascos llegó a sus oídos. Se volvió y echó un vistazo a los jinetes que se acercaban rápidamente en fila india por una calle que descendía desde la montaña hacia la aldea. Aquí, en aquella aldea en ruinas, no había visto caballos, ni ganado, ni ningún otro animal doméstico.
Estaban lo bastante cerca como para poder distinguirlos con claridad: llevaban camisas y pantalones de extraño corte, y todos ellos eran altos y delgados, con pelo espeso y claro, pero eran hombres. Seres humanos, no del pueblo-gato, suponiendo que no se tratara de otra ilusión...
Damon se concentró en la piedra, a través de la penumbrosa niebla que oscurecía, como agua estancada, todo lo que no estuviera cerca de él. Pero eran hombres reales, montados en caballos reales. Ningún caballo se dejaría montar por un hombre-gato. Tampoco tenían la misma expresión de los aldeanos, quienes estaban aterrorizados hasta la inmovilidad y la apatía.
—Habitantes de las Ciudades Secas —masculló Eduin—. ¡Que el Señor de la Luz nos asista!
Ahora Damon supo dónde había visto antes hombres como ésos, altos, pálidos, delgados. La gente del desierto rara vez llegaba hasta esta parte del mundo, pero de vez en cuando había visto alguna caravana solitaria, que viajaba rápida y silenciosa de vuelta a su hogar.
Y nuestros caballos ya están cansados... ¿y si los de las Ciudades Secas son hostiles...?
Vaciló. Rannan lo cogió del brazo.
—¿Qué esperamos? ¡Vámonos de aquí!
—Tal vez no sean enemigos —respondió Damon—. ¿Crees posible que los humanos se unan a los hombres-gato para sembrar la destrucción y el terror?
La boca de Eduin se convirtió en una línea.
—Había algunos pequeños grupos de ellos luchando entre los hombres-gato el año pasado, y he oído decir que los hombres-gato ayudaban a los de las Ciudades Secas en la disputa del camino a Carthon. He oído decir que comercian con los hombres-gato. Zandru sabrá con qué comercian, o qué reciben a cambio, pero las relaciones son un hecho.
A Damon se le encogió el corazón. Deberían haber huido de inmediato. Ahora era demasiado tarde, así que trató de hacer lo mejor.
—Pueden ser comerciantes —dijo—, y tal vez no tengan nada que ver con nuestro asunto. —En cualquier caso, ya estaban tan cerca que el primero de ellos detenía su caballo—. Tendremos que aparentar indiferencia, estemos alerta pero no desenvainemos las espadas mientras no dé la señal, o mientras no nos ataquen.
El líder del grupo de la Ciudad Seca los observó desde la montura, con una sonrisa burlona... ¿o serían sus facciones normales?
—¡
Hali-imyn
, por Nebran! ¿Quién lo hubiera creído? —Su mirada recorrió las calles desiertas—. ¿Qué hacéis aquí, todavía?
—Corresanti había sido una aldea del Dominio Alton durante más años de los que Shainsa ha estado en las llanuras —dijo Damon; trataba de contar los jinetes que había detrás del jefe. Seis, ocho... ¡demasiados!—. Con igual derecho puedo preguntarte qué hacéis tan alejados de las rutas comerciales habituales, y pedirte el salvoconducto del Señor de Alton.
—Ya se han acabado los días de los salvoconductos en las Kilghard Hills —replicó el jefe—. Dentro de poco seréis vosotros quienes tendréis que pedir autorización para andar por aquí.
Enseñó los dientes en una mueca perezosa. Desmontó, y los hombres que le seguían lo imitaron. La mano de Damon se deslizó hasta la empuñadura de la espada, y la pequeña matriz allí encastrada adquirió tersura y calidez bajo su mano...
...Dom Esteban dejó a un lado el pedazo de carne que estaba comiendo, y se recostó en la almohada, con los ojos muy abiertos y vigilantes. El criado que le había traído la comida le habló, pero él no contestó...
—Pasará muchísimo tiempo antes de que yo pida permiso para cabalgar en las tierras de mi pariente —dijo Damon—, pero ¿qué haces
tú
por aquí? —Su propia voz le sonó extrañamente débil y estridente.
—¿Nosotros? Nosotros somos pacíficos comerciantes, ¿verdad, camaradas?
Hubo un coro de asentimiento procedente de los hombres que lo seguían. No parecían tan pacíficos. (
Por supuesto
, pensó Damon en un segundo,
los de las Ciudades Secas nunca parecían pacíficos.
) Las espadas sobresalían de las caderas en un ángulo agresivo, listas para el ataque, y todos parecían camorreros de taberna. Los caballos empezaron a cocear el suelo con nerviosismo, y el aire se llenó de relinchos de inquietud.
—Pacíficos comerciantes —insistió el jefe, manipulando el broche de su capa—, que trabajamos aquí con permiso del señor de estas tierras, quien nos ha dado algunas comisiones. —Dejó la capa y extrajo un amenazador cuchillo, y después desenvainó la larga espada recta—. Arrojad las armas —amenazó—, y si sois lo bastante tontos como para resistiros, ¡mirad detrás de vosotros!
Eduin cogió el brazo de Damon. Por el rabillo del ojo, echando un rápido vistazo por encima del hombro, Damon advirtió por qué. Por el espeso bosque que flanqueaba el camino, varios hombres-gato se acercaban, avanzando sobre las peludas patas. Demasiados hombres-gato. Damon ni siquiera pudo empezar a contarlos, y no lo intentó. Descubrió que tenía en la mano la espada de Dom Esteban, pero le invadió la desesperación. ¡Ni siquiera Dom Esteban podría abrirse paso en una emboscada como ésta!
Los de las Ciudades Secas se acercaban lentamente, con la espada en una mano y el cuchillo en la otra. Damon había olvidado la daga que tenía en la cintura, se sobresaltó cuando su mano izquierda la extrajo y la dirigió hacia los enemigos. Se encontró en una postura casi opuesta a la que le habían enseñado, controlando por encima del hombro izquierdo al enemigo, mientras sentía el frío de la empuñadura de la espada contra la mejilla derecha.
Por supuesto, Dom Esteban ha viajado hasta más allá de las Ciudades Secas, y sabe cómo pelea esta gente...
Pensó con frialdad que más atrás debían de haber organizado una emboscada. Si hubieran montado y escapado, como esperaban los de las Ciudades Secas, hubieran caído directamente en poder de los hombres-gato.
—¡Apresadlos! —ladró el jefe.
No había salida, las alternativas eran la muerte o la rendición. La mente de Damon estaba indecisa, sin saber qué hacer, pero su cuerpo había decidido. Cuando las dos armas del jefe de los de la Ciudad Seca cayeron sobre él, vio la punta de su propia espada que barría la espada y el cuchillo del otro, sintió que sus pies se movían y su cuerpo' se lanzó hacia adelante.
Por lo visto Dom Esteban cree que podemos abrirnos paso aquí, entre diez hombres, y salir con vida
, pensó, irónico y distante, observando casi sin involucrarse cómo su espada y su daga se hundían al mismo tiempo en el costado del jefe enemigo. Percibió a ambos lados el entrechocar de los aceros, y vislumbró que otro enemigo se le acercaba por la espalda.
Volvió la cabeza mientras la espada, liberada con un solo movimiento, giraba con él. El otro hombre había bajado la guardia al correr. Damon sintió que su peso se deslizaba, y la espada entraba entre las costillas del hombre. Tuvo una visión fugaz de Eduin, su espada ensangrentada bajo el último resplandor del sol, corriendo para enfrentar a otro que caía, el miedo en el rostro... y después ya giraba otra vez, con la daga alzada para parar una estocada directamente dirigida a la garganta. La espada centelleó, y el de la Ciudad Seca gritaba a sus pies. Damon se estremeció al ver el horror que había en el lugar donde había estado el brazo del hombre...
—Son demonios —gritó uno de ellos—. No son hombres...
Los enemigos que quedaban se retiraron para protegerse junto a los inquietos caballos que habían formado un muro detrás de ellos. Nunca habían visto morir con tanta rapidez a cinco hombres...
Demonios... Se sabía que los de las Ciudades Secas eran supersticiosos...
Uno de los sobrevivientes gritó algo en su propio idioma, tratando de animar a sus camaradas, y se abalanzó hacia Eduin. Damon lo ignoró, concentrándose a fondo en la piedra estelar, advirtiendo incluso que la mano del hombre estaba demasiado alta... El cuerpo de Damon dio un paso adelante, y la espada se introdujo entre los hombros del enemigo, tan expertamente que no topó con ningún hueso, y el hombre cayó. Ni el mismo Damon pareció darse cuenta. Exploró su subconsciente, en el oscuro rincón donde había encerrado las pesadillas de su infancia, y extrajo un demonio. Era gris, con escamas, cuernos y espolones; por la nariz expelía llamas y humo. Arrojó la imagen dentro de la lente de la piedra estelar, proyectándola entre él y los de las Ciudades Secas...
Los enemigos gritaron y salieron corriendo, tratando de atrapar a sus aterrados caballos, ahora desbocados y enloquecidos por el olor de la sangre y el de los gatos.
Salvajes aullidos brotaron de los hombres-gato que permanecían atrás. Damon hizo que el demonio mirara y que cargara a través de la villa en dirección a los hombres-gato rugiendo, con fuego brotando de la boca y la nariz. Algunos hombres-gato salieron huyendo. Otros, percibiendo que aquello que veían no era tan real, trataron de esquivarlo.
Damon buscó a ciegas las riendas de su caballo. La bestia, enloquecida de miedo, se encabritó, pero Damon, con la mente concentrada en el demonio que había lanzado contra los hombres-gato (los quemaba ahora, girando de derecha a izquierda y produciendo un terrible hedor cuando chamuscaba la piel de los gatos), se encontró soltando las riendas y aferrado a la montura con un dominio de la equitación que superaba con mucho el suyo propio...
el de Dom Esteban, por cierto.
Uno de los hombres-gato estaba demasiado cerca, y tuvo que protegerse de una estocada de la mortal espada, curva como una garra. Lo atacó, vio cómo la espada y la garra caían juntas, entre convulsiones. Nunca supo qué le ocurrió al cuerpo del hombre-gato, pues ya estaba haciendo girar el caballo.
Algo parecido a un rayo cayó sobre el monstruo de grises escamas creado por Damon, y desapareció entre una columna de humo y polvo gris. La mente de Damon tembló por el horrible golpe.
Fue Esteban quien guió al aterrorizado caballo, quien persiguió a los pocos hombres-gato que corrían detrás de la bestia, quien guió al caballo por el camino que ascendía hasta las cuevas.
De manera remota y confusa, Damon sabía lo que Esteban estaba haciendo con su cuerpo y su caballo, pero él mismo se encontraba volando hacia el supramundo, a través de la espesa niebla hirviente, hacia el negro corazón de la sombra donde centelleaban, sin velos y refulgentes como el fuego del corazón de un volcán, los terribles ojos del Gran Gato.
Junto con esos ojos ardientes y centelleantes había garras, garras que atacaban a Damon mientras él las esquivaba. Sabía que aunque sólo la punta de una de esas garras lo rozara, si una de ellas le tocaba el corazón, estaría obligado a volver a su cuerpo, y el Gran Gato podría hacer lo que se le antojara, matándolo con un simple soplido.
¿De qué tienen miedo los gatos?
, pensó. Su cuerpo se distorsionó en el supramundo, se dejó caer a gatas, y supo que en el mismo sitio donde había esquivado las garras del gato, ahora se alzaba un enorme lobo oscuro que se había solidificado delante de su enemigo.
Se arrojó sobre el gato, oyendo el horrible aullido lupino que reverberaba en el supramundo, un grito paralizante ante el cual la criatura-gato vaciló por un momento. Un aliento ardiente resecó los ojos del lobo, y el animal aulló con furia mientras el mismo Damon sentía que temblaba por el ansia de sangre. Se arrojó sobre la garganta del gato, cerrando sus grandes fauces babeantes, los dientes del lobo se cerraron sobre la garganta del gato... ese hedor a almizcle...
El gran cuerpo peludo empezó a adelgazarse hasta desaparecer entre los dientes del lobo, Damon se oyó aullar una vez más y trató de saltar hacia la oscuridad, enloquecido por el insano deseo de desgarrar, morder, sentir la sangre brotando bajo los colmillos...
Pero el gato había desaparecido, se había desvanecido y Damon, tembloroso y agotado, mareado hasta la raíz del cabello y asqueado por el sabor de la sangre en su garganta, se encontró sentado, tambaleante, en la montura.
El jefe de los gatos se había visto obligado a abandonar el plano astral merced a la forma lupina inventada por Damon. Por primera vez, parecía que el Gran Gato, después de todo, no era invulnerable. Así pues, el camino que conducía a las cuevas, delante de ellos, estaba libre, salvo por los cadáveres de los enemigos.
Un golpe breve y agudo, como de una caída, despertó a Andrew Carr. El breve día invernal agonizaba, el cuarto estaba en penumbra, y bajo la tenue luz que entraba por la ventana vio a Calista a los pies de la cama. Al momento advirtió, aliviado, que llevaba una falda y una túnica suelta, y que tenía el pelo trenzado. No, era Ellemir, y tenía una bandeja de comida en las manos.
—Andrew, debes comer algo.
—No tengo hambre —contestó Andrew, todavía desorientado por el sueño y las confusas pesadillas... ¿Gatos gigantes? ¿Lobos? ¿Cómo le iría a Damon? ¿Seguía a salvo Calista? ¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Cómo podía Ellemir hablar de comida en un momento como éste?