—Misión cumplida, almirante —dijo el vicealmirante, irguiéndose ante ella y mirándola a los ojos—. Trece de los más poderosos señores de la guerra imperiales acudirán a las conversaciones. —La sonrisa de Pellaeon se debilitó un poco, haciendo que su bigote se inclinara sobre sus labios—. Convencerles no resultó nada fácil, desde luego... Tuve que utilizar todas las tácticas que se me ocurrieron, y me vi obligado a explotar a fondo su legendaria reputación y mi período de servicio a las órdenes del Gran Almirante Thrawn. Con esto hemos consumido toda la influencia de que disponíamos. —Pellaeon bajó la voz, sabiendo que sus palabras podían ser interpretadas como una falta de respeto—. Más valdrá que haga todo lo posible para que su plan dé resultado, almirante. No tendremos una segunda oportunidad.
Daala tiró de los guantes negros que cubrían sus manos.
—Lo comprendo, vicealmirante —dijo—. No tengo ninguna intención de fracasar.
La sonrisa de Pellaeon se volvió un poco más sombría. —Si no lo creyera, no estaría aquí con usted.
Los señores de la guerra llegaron con sus flotas armadas hasta los dientes, y Daala sabía que el más leve error podía desencadenar un holocausto que acabaría con los últimos restos de la potencia militar imperial. Meneó la cabeza con resignación, el rostro tenso y lleno de cansancio..., y un instante después comprendió que si ése iba a ser el destino del Imperio, sería mejor que terminara allí en vez de hacerlo a través de un largo y deshonroso proceso de desgaste y consunción.
Daala se fue poniendo en contacto con cada flota a medida que iban llegando.
—Sólo el señor de la guerra tiene permiso para aproximarse al sector —les fue diciendo—. Ninguna fuerza armada puede acceder a este sector.
Los señores de la guerra discutieron. insistiendo en ir acompañados por sus escoltas personales, sus guardias y sus navíos de combate protectores. Pero Daala rechazó todas las peticiones.
—No. Nadie acudirá a esta reunión con armas. Nadie podrá desplegar sus fuerzas para lanzar un ataque secreto. Esto es una negociación política sobre el destino del Imperio. No hay ninguna necesidad de hacer demostraciones de poder.
La furia impotente de los señores de la guerra hizo que el comienzo de las conversaciones se retrasara dos días hasta que por fin la última flota acabó marchándose. Daala estaba convencida de que no irían más allá de los límites del sistema y que se limitarían a salir del radio de alcance de los casi inservibles sensores de su estación, pero eso ya bastaba para sus propósitos. Esa distancia le proporcionaría el tiempo suficiente para enfrentarse a una crisis, si es que llegaba a surgir alguna.
Daala esperó a los señores de la guerra en el almacén blindado, inmóvil junto a la cabecera de la gran mesa que había hecho instalar allí para que acogiera la reunión pacificadora. La mesa tenía una forma bastante irregular, con esquinas redondeadas y un perímetro serpenteante que tenía como objetivo eliminar cualquier sutil jerarquía en el orden de asientos. En lo que concernía a Daala, todos los señores de la guerra que iban a reunirse allí eran totalmente iguales en su pomposa estupidez. Pero si quería que iniciaran las negociaciones, tenía que crear una impresión de imparcialidad y juego limpio.
La falta de ventanas hacía que el almacén pareciese una mazmorra. por lo que Daala había añadido cristales de iluminación de un color azul eléctrico que habían sido esparcidos por la sala para proporcionar una fresca y relajante claridad desde sus postes metálicos que le llegaban a la altura del hombro. Eran como antorchas de alta tecnología cuya luz se reflejaba en las paredes grises. Al otro lado de la puerta, guardias imperiales de túnicas carmesíes permanecían ominosamente silenciosos, reforzando la aureola de imperioso poder que envolvía la presencia de la almirante.
Daala se recostó en su nada cómodo asiento. Prefería que el mobiliario fuese lo más rígido y funcional posible porque eso contribuía a que su atención permaneciera concentrada en los asuntos realmente importantes. Inspiró profundamente y empezó a ordenar sus pensamientos, haciendo acopio de fuerzas para lo que sabía iba a ser una reunión espantosamente difícil. Daala despreciaba las reuniones, y prefería tomar decisiones unilaterales y ponerlas en práctica costara lo que costase..., pero ese sistema no daría resultado en aquel caso. Por lo menos, todavía no. Tenía que dar una oportunidad a los señores de la guerra.
Pellaeon estaba inmóvil a un lado de la puerta como una especie de guardia de honor. El Supremo Almirante Teradoc fue el primero en cruzar el umbral, gordo y con el rostro sudoroso, caminando con paso lento y tambaleante incluso en aquella gravedad tan baja. Un odio terrible iluminó sus ojillos, haciendo que pareciesen un par de cuentas de cristal cuando lanzó una mirada venenosa a Pellaeon. Teradoc, que mantenía el labio inferior extendido en una mueca desafiante, fue hacia el asiento más cercano para reducir al máximo la distancia que tenía que recorrer. Se colocó entre PeIlaeon, al que consideraba un traidor, y Daala —que, en su calidad de intrusa, era probablemente todavía peor que Pellaeon—, dejando el mismo número de asientos vacíos a cada lado.
Después de él entró el Supremo Señor de la Guerra Harrsk, el hombrecillo del rostro cubierto por una horrenda masa de cicatrices. Después llegó el General Superior Delvardus, un hombre alto y esquelético de cabellos castaño oscuro v cejas muy blancas que sobresalían de su frente como un par de descargas eléctricas. Su mentón, cuadrado y firme, estaba bisecado por un profundo hoyuelo. Siguiendo a Delvardus llegó una interminable sucesión de Grandes Moffs, Excelentísimos Nobles Señores, Líderes Supremos y demás comandantes que ostentaban títulos igualmente pomposos pero carentes de todo significado.
Cuando el último señor de la guerra hubo ocupado su asiento, Pellaeon hizo entrechocar sus tacones y fue con paso rápido y decidido hacia un extremo de la sala. El vicealmirante acabó poniéndose en posición de firmes junto a Daala, asegurándose de que cada uno de sus giros fuera lo más brusco y exagerado posible.
—Quiero agradecerles a todos el que hayan venido aquí —dijo PeIlaeon—. Sé que el mero hecho de acceder a reunirse ya supone un compromiso muy difícil de aceptar, pero deben escucharnos por el futuro del Imperio.
Daala se levantó lentamente, calculando meticulosamente todos sus movimientos para obtener el compás exacto que esperaba atraería su atención: no lo bastante rápido para distraerles, y sí lo bastante lento para que tuvieran tiempo de temer lo que podía llegar a decir o hacer. Sus ojos verde esmeralda chispeaban.
—Un Imperio, una flota... Sólo eso nos garantizará la victoria.
El obeso Supremo Almirante Teradoc chasqueó los labios, emitiendo un sonido claramente grosero desde su asiento.
—Esos tópicos tal vez den resultado con los soldados jóvenes que todavía se dejan impresionar fácilmente, pero no servirán de nada con nosotros —dijo—. Hemos dejado muy atrás todas esas tonterías altisonantes.
Pellaeon se envaró junto a Daala, y su rostro palideció. Daala pudo percibir la ira que hervía dentro de él mientras empezaba a hablar.
—Son algo más que tópicos y tonterías, señor —dijo Pellaeon—. Estamos hablando del destino del Imperio.
—¿Qué Imperio? —exclamó Teradoc—. Nosotros somos el Imperio —añadió, y movió su mano regordeta en un gran gesto para abarcar a los otros señores de la guerra mientras fruncía el ceño.
Daala lanzó sus palabras al aire como si fueran un puñado de trocitos de hielo.
—Supremo Almirante Teradoc, si el Emperador estuviera aquí eso sería causa de ejecución inmediata.
—Pero no está aquí —replicó secamente Teradoc.
—Y en consecuencia debemos actuar y obtener resultados sin él.
Daala fulminó con la mirada al Supremo Almirante durante una fracción de segundo, y después permitió que sus ojos recorrieran los rostros de los otros señores de la guerra, que parecían aburridos o divertidos por aquel altercado.
—He visto lo que queda de la flota estelar imperial —dijo—. Durante el último año he ido a verles a casi todos para apremiarles a que dejaran a un lado sus diferencias. El Supremo Señor de la Guerra Harrsk cuenta con una flota de Destructores Estelares de la clase Imperial. El Supremo Almirante Teradoc posee una fuerza de navíos de combate de la clase Victoria. En cuanto a los demás, tienen cañoneras, naves—capital, millones y millones de soldados de las tropas de asalto... ¡Si elegimos utilizarlo como tal, es un poderío militar incontenible!
»El Gran Almirante Thrawn demostró que los rebeldes todavía no han conseguido consolidar los escasos recursos de que disponen. Las rivalidades que enfrentan a un señor de la guerra con otro han hecho que cada uno de sus sectores haya dedicado inmensos recursos a la creación de armamento. Ha llegado el momento de utilizar esos recursos contra nuestros verdaderos enemigos en vez de que cada señor de la guerra los utilice contra los demás.
—Unas palabras magníficas, almirante Daala. —Harrsk aplaudió burlonamente—. ¿Y cómo propone que hagamos todo eso?
Daala golpeó la mesa con un puño enguantado.
—Forjando una alianza. Si los rebeldes pueden hacerlo, nosotros también.
El General Superior Delvardus, que se había sentado en una esquina bastante alejada de la mesa, se puso en pie y se alisó el uniforme, disponiéndose a marcharse.
—No pienso oír más estupideces. Esto no es más que un pésimamente mal disfrazado intento de hacerse con el poder. He gastado más fondos que cualquiera de ustedes para reforzar mi poderío militar. —Su frente se llenó de arrugas, y sus frondosas cejas blancas se unieron—. No voy a compartir mi gloria.
Mientras aquel hombre esqueléticamente delgado empezaba a girar sobre sus talones para darle la espalda, los dedos de Daala se posaron encima de un panel de control oculto debajo de la mesa. La gruesa puerta de duracero siseó sobre sus pistones hidráulicos para cerrarse con un ruidoso estruendo metálico, y los cierres de seguridad quedaron activados a lo largo de todo su perímetro. Hileras de luces multicolores parpadearon en el panel cuadrado del mecanismo de operación, yendo de un lado a otro como veloces enjambres de insectos enfurecidos.
—¿Qué es esto? —gritó Delvardus, volviéndose hacia la puerta.
—Una puerta provista de cerradura cibernética con un mecanismo de cronómetro —dijo Daala—. Ni siquiera yo podré abrirla durante las tres horas siguientes. Y ahora va a sentarse, Delvardus.
Varios señores de la guerra se apresuraron a levantarse. El Supremo Almirante Teradoc intentó ponerse en pie, pero fue arrastrado hacia atrás por su enorme masa y acabó conformándose con dejar caer una mano sudorosa sobre el tablero. Los comandantes imperiales gritaron, aullaron, golpearon la mesa con los puños e intercambiaron feroces reproches, pero Daala se mantuvo firme y esperó hasta que sus rabietas se fueron disipando poco a poco. Pellaeon permanecía inmóvil junto a ella, visiblemente inquieto.
—Esto no es ningún intento de hacerse con el poder —dijo Daala por fin cuando el estrépito inicial se hubo calmado un poco—. Sé que otros oficiales imperiales han abandonado la flota y han decidido compartir el destino de los criminales y la escoria porque eso les proporcionaba una oportunidad de obtener patéticos beneficios personales pero, y por muy repugnantes que me parezcan sus tácticas destructivas, también sé que ustedes todavía conservan aunque sólo sea una sombra de lealtad hacia nuestro Imperio, que tan grande llegó a ser en el pasado.
»Disponen de tres horas para elegir un líder. Aparte de eso, no pueden hacer absolutamente nada más. Todos estamos atrapados dentro de esta cámara..., así que quizá sería preferible que sacaran el máximo provecho posible de las circunstancias.
Daala se sentó y juntó las manos, apretando el cuero negro entre sus dedos con un leve sonido de estrangulación..., y esperó.
Las discusiones se fueron volviendo más estridentes e infantiles a medida que iban transcurriendo las horas. Las rivalidades que oponían a los distintos señores de la guerra no tardaron en estallar: viejas venganzas fueron declaradas de nuevo, y las alegaciones de traición y las amenazas de represalia volaron de un rostro a otro.
Durante la primera hora Daala se sintió bastante preocupada, pero aún albergaba algunas esperanzas. Durante la segunda hora, y aunque logró mantener oculta su ira, empezó a sentir deseos de agarrarles por el cuello y hacer entrechocar sus cráneos. Mediada de la tercera hora, decidió que no seguiría tratando de ocultar el profundo desprecio que sentía hacia aquellos señores de la guerra incapaces de ponerse de acuerdo.
Harrsk acabó perdiendo el control de sí mismo durante una feroz discusión a gritos con Teradoc. El hombrecillo de las cicatrices saltó por encima de la mesa, cayendo de rodillas y levantándose rápidamente del suelo para lanzarse sobre el obeso Supremo Almirante y tratar de rodear su gorda garganta con sus cortos dedos. La silla se volcó, y los dos rodaron por el suelo entre gritos y maldiciones.
Los otros señores de la guerra se pusieron en pie, algunos lanzando vítores mientras otros les gritaban que dejaran de pelear. Pellaeon esperó hasta que no pudo seguir conteniéndose e intervino con salvaje decisión, agarrando a Harrsk y aprovechando la baja gravedad para levantarlo por los aires y lanzarlo sobre la mesa. Teradoc, que estaba tan rojo como si fuera a reventar de un momento a otro, empezó a soltar aullidos de rabia. El aire entraba y salía velozmente de sus pulmones, haciendo tanto ruido como un viejo sistema de ventilación averiado.
Daala giró sobre sus talones y agarró una de las lámparas eléctricas esparcidas a su alrededor, levantándola del suelo.
—¡Basta! —gritó.
Alzó el delgado cilindro de duracero y lo dejó caer sobre la mesa. El cristal iluminador estalló, quedando hecho añicos entre una nube de chispazos azulados, y los fragmentos salieron volando en todas direcciones. Daala volvió a golpear la mesa una y otra vez, doblando el cilindro de duracero, agrietando su extremo y dejando profundas señales en el tablero. La cuenta atrás de la cerradura cibernética terminaría dentro de cinco minutos.
Su acción, tan inesperada como violenta, sumió a los líderes enfrentados en una sorprendida inmovilidad. Daala arrojó el cilindro metálico al suelo, y la lámpara destrozada rodó ruidosamente sobre las planchas hasta acabar deteniéndose junto a una pared.