Sulamar le lanzó una sonrisita burlona. —Hizo muy bien su trabajo, ingeniero.
Durga no había quedado satisfecho con su respuesta. —¿Y por qué ha empezado a sonar esta alarma? Lemelisk se encogió de hombros.
—¿Debido a un problema de seguridad, quizá? —sugirió. —¿Se refiere a un sabotaje? —dijo el hutt.
Antes de que Lemelisk pudiera responder, el sordo retumbar de una explosión lejana vibró a través de los muros.
—Creo que podemos apostar por esa posibilidad sin temor a equivocarnos, noble Durga —dijo.
—Informe de daños, señor —dijo uno de los tripulantes devaronianos—. Se ha producido una explosión en los niveles inferiores. Un saboteador colocó una bomba.
—¿Extensión de los daños? —preguntó Lemelisk.
—Desconocida por el momento —replicó el devaroniano.
Durga empezó a lanzar aullidos de furia.
—¡Sabotaje! Esto nos retrasará... ¿Cómo es posible que alguien haya atravesado nuestras defensas? —Sus enormes ojos de linterna recorrieron a los miembros de su dotación—. ¡Exijo saber quién es el responsable de seguridad! —Durga se irguió sobre su plataforma levitatoria —. ¿Quién es?
Todos los ocupantes del puente se encogieron sobre sí mismos y trataron de pasar lo más desapercibidos posible hasta que un twi'lek de rostro blanco como la harina acabó alzando una mano de dedos terminados en garras. Las colas cefálicas, aquella especie de gruesos gusanos de carne que sobresalían de la parte de atrás de su cráneo, temblaban de miedo.
—Yo... Yo soy el responsable de seguridad, noble Durga. Nunca pudimos prever que...
Durga rugió y alargó la mano hacia su pequeño panel de control para dejar caer un gordo dedo verdoso sobre uno de los botones. El twi'lek soltó un gritito de terror ante el destino que preveía..., pero entonces un infortunado weequay sentado en otro sillón aulló y empezó a retorcerse mientras arcos azules de fuego eléctrico surgían de la base de su sillón—trampa mortal. La descarga asó su carne, electrocutándole en un instante. El cadáver humeante del weequay se derrumbó sobre sus paneles de navegación.
Durga frunció el ceño y bajó la mirada hacia su teclado de control.
—Oh —dijo—. Lo siento, me he equivocado de botón.
El olor de la carne desintegrada fue llenando el puente, esparcido por las hilachas de humo negruzco que brotaban del cuerpo caído sobre los controles.
—Bueno, entonces... Eh... Que esto te sirva de lección —dijo Durga, fulminando con la mirada a la víctima que había elegido originalmente.
El devaroniano de rostro demoníaco estaba consultando su panel de comunicaciones. Toda la dotación temblaba de miedo.
—Yo... Eh... Tengo algo más que informar, señor —dijo el devaroniano—. Seguridad ha anunciado la captura de un terrorista. Otro murió.
Durga gruñó y siguió contemplando el cadáver del weequay derrumbado sobre su puesto de control.
—Habrá más ejecuciones cuando lleguemos al fondo de todo este asunto.
Sus palabras hicieron que Bevel Lemelisk se estremeciese e intentara no atraer la atención del hutt. La mera mención de la palabra «ejecuciones» había bastado para hacer volver a su mente todo el horror de las ejecuciones del Emperador, todas aquellas muertes espantosamente insoportables que Palpatine había infligido a Lemelisk cada vez que cometía un error...
Las muertes seguían estando agazapadas en la mente de Lemelisk, pesadillas oscuras eternamente presentes. El total había ascendido a siete ejecuciones. En una ocasión Palpatine había ordenado que Lemelisk fuera lanzado al espacio desde una escotilla: el dolor había sido horrible, aunque la muerte llegó con misericordiosa rapidez cuando la repentina caída en la presión y el frío glacial destruyeron sus órganos internos.
También recordaba haber sido introducido con terrible lentitud en una cuba llena de cobre fundido y haber visto cómo su cuerpo iba siendo consumido centímetro a centímetro. («¿Y por qué cobre fundido?», se había preguntado Lemelisk. Finalmente un día, más de un mes después, se lo preguntó al Emperador. La respuesta de Palpatine había resultado sorprendente en su total y absoluta normalidad. «Era lo que el fundidor estaba utilizando aquel día.»)
Lemelisk también había quedado atrapado en una bóveda llena de una niebla ácida que se fue espesando rápidamente, con el resultado final de que sus pulmones se disolvieron y tosió sangre, y el ácido siguió royéndole desde dentro hacia fuera. Las otras muertes habían sido tan imaginativas como aquellas, y prácticamente igual de dolorosas.
Lemelisk se alegraba muchísimo de que el Emperador hubiera perecido en la destrución de la segunda Estrella de la Muerte. Si Palpatine no hubiera muerto... ¡Bueno, entonces Lemelisk se habría visto metido en un lío realmente serio!
Años después, el general Sulamar vio una oportunidad en la cubierta de control de la Espada Oscura mientras Durga intentaba recuperarse de la perplejidad que le había producido la noticia de la captura de un saboteador. El general se volvió todavía más imperioso y altivo, e hinchó el pecho hasta hacer tintinear sus medallas. Como si estuviera intentando superar la obvia irritación de Durga, Sulamar se volvió hacia Lemelisk y le lanzó una mirada acusadora.
—¿Cómo ha podido ocurrir esto? —resopló, como si Lemelisk hubiera causado aquel problema al no haber incluido los terroristas y el sabotaje en sus diseños holográficos originales—. En todos mis años de servicio al Imperio, con miles y miles de hombres bajo mis órdenes, llevamos a cabo las acciones más sucias y difíciles. Pero nunca hubo ni un solo acto de sabotaje desastroso en todo mi historial..., no mientras yo estaba al mando.
Lemelisk desvió la mirada.
—Bueno, siempre hay una primera vez para todo —murmuró.
Los guardias de Durga eran brutales y estaban enfurecidos. Golpeaban a Crix Madine cada vez que se tambaleaba, lo cual hacía que volviera a tropezar..., lo cual les permitía volver a golpearle...
Cuando lo metieron a empujones en el turboascensor que llevaba hasta la cubierta de mando, Madine estaba ensangrentado y cubierto de morados. Pero no sentía ningún dolor y sus pensamientos estaban rígidamente concentrados, sin haber superado todavía la ira y la horrible sorpresa de ver morir a Trandia. Aun así, Madine había aceptado su captura y sus consecuencias. Aquella posibilidad siempre había sido una sombra suspendida sobre todas las misiones que dirigía.
Madine se retorció las manos, logrando completar el gesto a pesar de que estaban atadas detrás de su espalda. Se sentía satisfecho y lleno de confianza en sí mismo: había logrado activar el transmisor implantado en su palma. El mensaje de alta potencia en una frecuencia específica ya estaba siendo transmitido a través del espacio, atravesándolo a inmensas velocidades para pedir ayuda. La señal codificada sería transmitida instantáneamente a través de un canal de seguridad de la Holorred Galáctica y llegaría directamente a la flota de Ackbar.
Sólo era cuestión de tiempo..., si Madine podía aguantar un poco más.
Los guardias gamorreanos lo hicieron avanzar a empujones en cuanto se abrieron las puertas del turboascensor, y Madine parpadeó bajo el repentino diluvio de luz de la cubierta de mando. La vista se le nublaba para volver a aclararse un momento después. Se preguntó si estaría sufriendo los efectos de una conmoción cerebral causada por alguno de los salvajes golpes que le habían propinado los guardias.
Madine avanzó con apática resignación. Había perdido a su equipo: Korenn muerto en el cinturón de asteroides, Trandia volándose en pedazos a sí misma para salvarle y dañar la estación de combate de los hutts... Después de haber desertado para unirse a la Rebelión, Madine siempre había sospechado que aquel día llegaría, que seguiría ofreciéndose voluntario para operaciones clandestinas cada vez más y más difíciles..., como si quisiera ser capturado. No hubiese podido explicarlo, pero siempre había sabido que sería capturado y que comparecería, cargado de cadenas, ante el enemigo.
Los guardias arrastraron al general de la Nueva República ante la presencia de Durga el Hutt. Madine intentó curvar los labios en una sonrisa despectiva, pero su rostro apenas consiguió producir una mueca y un gesto de dolor. La sangre de un corte cercano a su ojo goteaba por su mejilla y bajaba hacia su barba.
El obeso e hinchado hutt estaba recostado en su plataforma repulsora, con la forma descolorida de su rostro pareciendo una mancha de pintura que alguien hubiera arrojado sobre ella. Madine volvió su palpitante y dolorida cabeza y vio a un hombre de aspecto altanero que vestía un uniforme de general imperial. El general atravesó la cubierta metálica, yendo hacia él con veloces zancadas de sus impecablemente lustradas botas negras.
Madine alzó la mirada hacia aquellos ojos un poco más juntos de lo normal, el rostro de muchacho, el mentón apenas definido..., y un géiser de recuerdos brotó de las profundidades de su pasado. Reaccionó con asombro, irguiéndose mientras tropezaba con los guardias que lo sujetaban. Madine vio cómo un destello de reconocimiento horrorizado también pasaba velozmente por el rostro del general.
Y en el momento en que sus ojos se encontraron, los dos gritaron al unísono «¡Tú!».
A través del hiperespacio, la frenética huida hacia Khomm sólo duró una hora. Dorsk 81 pilotó a toda velocidad su lanzadera robada en dirección a su mundo natal, impulsado por el desesperado deseo de transmitir su advertencia a los clones alienígenas y la Nueva República. Después quedó consternado al ver que el control de tráfico aceptaba su presencia como la de una nave más que se aproximaba al sistema, sin sentir ninguna alarma ante aquel aparato imperial al que no esperaban ver llegar y que se acercaba como una exhalación.
—Aquí Dorsk 81 enviando una llamada de emergencia —dijo—. Debemos utilizar sus sistemas de comunicación de largo alcance inmediatamente. Prepárense para un ataque imperial. Pónganse en estado de alerta roja.
—Mensaje recibido, Dorsk 81 —respondió el controlador del tráficoLe concertaremos una reunión con Kaell 116, el líder de la ciudad, lo más pronto posible después de su llegada.
—No lo entiende —dijo Dorsk 81.
Su piel olivácea se volvió de un verde más oscuro, y sus manos empezaron a temblar. El Jedi alienígena lanzó una mirada llena de desesperación a Kyp Durron, quien parecía bastante disgustado.
—No te preocupes por eso ahora. Discutiendo sólo conseguirás desperdiciar el aliento —dijo Kyp, y después se inclinó sobre el sistema de comunicaciones—. Aquí el Caballero Jedi Kyp Durron. Solicito que se me conceda pleno uso de sus sistemas de comunicaciones de su espaciopuerto.
Su calma Jedi apenas podía mantener controlada la ira que ardía detrás de los ojos de Kyp.
—Eso puede arreglarse —replicó el controlador con voz insufriblemente tranquila.
Se posaron en la parrilla vacía del espaciopuerto y Kyp salió de un salto por la escotilla de acceso, con Dorsk 81 pisándole los talones inmediatamente detrás.
—Iré a transmitir la alerta en banda ancha para la Nueva República —dijo Kyp—. Tú te encargarás de advertir a tu gente. La almirante Daala sólo tardará un par de días en lanzar su ataque. Disponemos de ese tiempo para movilizar a la flota.
Su rostro estaba tenso y sombrío mientras echaba a correr hacia la enorme torre de transmisiones.
Dorsk 81 fue a reunirse con los clones alienígenas que habían estado aguardando su llegada. Todos estaban un poco inquietos y nerviosos..., pero Dorsk 81 sabía que el origen de su preocupación no había que buscarlo en la terrible advertencia que traían consigo, sino en lo inesperado de la situación.
—Debemos darnos prisa —le dijo al conductor de rostro pétreo e impasible que pilotaba la plataforma flotante—. Disponemos de muy poco tiempo. Kyp y yo tenemos que ir a la Academia Jedi para ayudar a defenderla.
El conductor asintió sin inmutarse, pero no incrementó la velocidad del vehículo. La plataforma flotante fue alejando a Dorsk 81 de la parrilla de descenso, y mientras se iban el Jedi alienígena volvió la mirada hacia la torre de transmisión y esperó que Kyp consiguiera enviar el mensaje.
Llegaron a los imponentes cuarteles generales políticos, en los que se había preparado una reunión improvisada para la que se había logrado encontrar un hueco en el apretado programa de Kaell 116, líder político por derecho generacional. Dorsk 81, que todavía llevaba el mono de trabajo que habían sacado del compartimento de la ropa de la lanzadera imperial, deslizó sus delgadas manos por la tela en un intento de ponerse más presentable. Todo él olía a humo, sangre y violencia.
Kaell 116 ya estaba esperándoles en la gran sala de reuniones blanca. Las paredes estaban formadas por grandes arcos que destellaban bajo la luz, como si hubieran sido moldeados con sal solidificada. Dorsk 81 nunca había estado en un lugar donde se decidieran asuntos tan importantes, y también dudaba mucho de que ningún representante de su línea genética hubiera puesto jamás los pies allí.
El líder de la ciudad llevaba todo su atuendo diplomático de gala. Su expresión estaba formada por una mezcla de irritación ante aquella inesperada interrupción de la rutina y continuada admiración ante la celebridad galáctica de Khomm.
—Para una persona de tu importancia, Dorsk 81, podemos alterar nuestro programa a fin de permitir una breve audiencia, pero no debe durar más de quince minutos —dijo—. Sugiero que nuestro objetivo principal sea el de decidir un momento mejor para una auténtica conferencia que tenga la duración apropiada y un orden del día oficial.
—No —dijo Dorsk 81, golpeando la mesa con el puño y asombrando a todos los presentes—. Quince minutos serán suficientes..., si me escuchan.
Kael 116 soltó un suave resoplido.
—Por supuesto que te escucharemos. Siempre escuchamos.
Dorsk 81 se inclinó sobre la mesa y clavó sus ojos amarillos en el político.
—Pero esta vez deben oír lo que digo además de escucharme. Tienen que entender esto, porque el destino de nuestro mundo y de la galaxia tal vez estén en juego.
Kaell 116 se removió nerviosamente y se sentó.
—Sí, sí, por supuesto... Tomaremos notas detalladas.
La puerta volvió a abrirse antes de que Dorsk 81 pudiera hablar, y un chorro de luz del exterior entró en las blancas cámaras y arrancó destellos a los cristales incrustados en las paredes. Dorsk 81 se volvió para ver a su copia más anciana y a la más joven, su predecesor y su sucesor en la instalación de clonaje. Los dos llevaban los uniformes de su profesión, y parecían algo confusos ante aquella llamada inesperada que los había apartado de sus tareas cotidianas.