Lemelisk logró instalar su barriga detrás de los toscos controles y selló la compuerta. Los no muy eficientes sistemas de recirculación del aire no podían hacer gran cosa para eliminar el olor a tapicería medio podrida que continuaba impregnando la atmósfera a pesar de los muchos años transcurridos desde que el deslizador había entrado en servicio.
Lemelisk hizo despegar el pequeño vehículo y atravesó el campo magnético de retención atmosférica, y después fue avanzando lentamente a lo largo del casco cilíndrico de negras planchas anodizadas.
Se acordó de la ocasión en que había hecho un recorrido de inspección similar de la Estrella de la Muerte original con el Gran Moff Tarkin..., y esperó que esta vez el viaje no terminara de una manera tan catastrófica como en el pasado.
Lemelisk y el Gran Moff Tarkin habían salido del palacio del gobernador de Eriadu, un centro mercantil y gubernamental bastante importante del Borde Exterior en el que Tarkin había establecido su base primaria de operaciones cuando se convirtió en gobernador regional de los mundos del perímetro galáctico. La Estrella de la Muerte ya estaba terminada y Tarkin había traído a Bevel Lemelisk hasta Eriadu, apartándolo de uno de los nuevos proyectos de desarrollo armamentístico que se le acababan de asignar. para que pudieran llevar a cabo la primera prueba de vuelo de la estación de combate.
Tarkin se llevó consigo a Ackbar, su «mascota» calamariana, para que pilotase la lanzadera de la clase Lambda carente de señales de identificación que los llevaría hasta el sistema de Horuz, donde la Estrella de la Muerte flotaba en una órbita de baja altura sobre la colonia penal de Despayre.
Tarkin prefería viajar acompañado por una dotación completa de guardias porque eso le permitía moverse con la máxima libertad e introducirse en sitios donde podía oír palabras que supusieran un delito de traición y castigarlas de la manera adecuada. Además, la Estrella de la Muerte ya estaba prácticamente terminada, y Tarkin no quería atraer ninguna atención hacia el paradero de la superarma.
—¿A qué estás esperando, Ackbar'? —preguntó secamente Tarkin desde el asiento de pasajeros contiguo al que ocupaba Lemelisk—. Vamos a ver esa arma que aplastará toda resistencia al Nuevo Orden del Emperador.
El calamariano se encorvó sobre sus controles sin decir nada y empezó a pilotar la lanzadera en un vector de alejamiento de Eriadu, dirigiéndola hacia el punto de salto por el que entrarían en el hiperespacio.
Tarkin aprovechaba todas las oportunidades que se le presentaban para acosar y torturar a su silencioso e impasible esclavo calamariano. Ackbar era una criatura inteligente, al menos según Tarkin, y Lemelisk sabía que el implacable Gran Moff dedicaba bastante tiempo a mostrarle todas las tácticas que utilizaría para derrotar a los rebeldes, explicándole minuciosamente los trucos, planes secretos y fintas calculados para llenar de desesperación a quienes se resistían al poder imperial. Ackbar parecía adecuadamente abatido, toda chispa de esperanza extinguida..., o por lo menos profundamente enterrada.
—Preparándonos para entrar en el hiperespacio —dijo el calamariano con la más completa falta de entusiasmo imaginable y sin que hubiera ninguna inflexión en sus palabras—. Destino: Despayre, en el sistema de Horuz.
Y entonces tres alas—Y rebeldes surgieron repentinamente de la nada y se precipitaron sobre la lanzadera de Tarkin mientras abrían fuego con sus cañones láser.
—¡Es un ataque rebelde! —exclamó Tarkin—. Inicia las maniobras de acción evasiva, Ackbar.
El calamariano se movió con repentina eficiencia..., pero en vez de lanzarlos inmediatamente al hiperespacio, Ackbar desconectó los escudos. —¡Idiota! —gritó Tarkin.
—Eh... ¿Qué piensa que deberíamos hacer ahora? —preguntó Lemelisk.
Los alas—Y rebeldes volvieron en una nueva pasada y lanzaron andanadas de precisión. Un rosario de explosiones cubrió la popa de la lanzadera de la clase Lambda, y la nave se bamboleó violentamente. Chorros de llamas y humo brotaron del compartimento trasero, y la lanzadera inició una cáotica serie de giros por el espacio.
—Morirás por esto, Ackbar —dijo Tarkin.
Los rebeldes atacaron de nuevo y sus disparos hicieron que la lanzadera, seriamente dañada, empezara a girar sobre su eje. Tarkin acababa de ponerse en pie, y la nueva sacudida lo lanzó contra la pared del fondo. El Gran Moff cayó sobre Lemelisk, que todavía estaba unido a su asiento por las tiras del arnés de seguridad.
—Los escudos no funcionan y nuestros motores están averiados —dijo Ackbar—. Y ya vuelven para asestar el golpe de gracia... —El calamariano alzó la mirada hacia el visor delantero—. Sólo quería que entendiera que yo soy el causante de todo esto, Gran Moff Tarkin, y que es así como le devuelvo todo el dolor que nos ha infligido a mí y a otros muchos.
Lemelisk vio que las naves rebeldes volvían a aproximarse, con su letal armamento empezando a iluminarse como preparación a otra andanada de disparos. Tarkin se levantó de un salto y agarró a Lemelisk por el cuello de la chaqueta, alzándolo en vilo de su asiento.
—El módulo de huida —dijo—. Dejaremos a este traidor aquí para que sufra el destino que se ha ganado.
Tarkin y Lemelisk se metieron en el pequeño módulo de huida, que había sido diseñado para acomodar a una sola persona. Lemelisk tropezó y se derrumbó sobre el mamparo, y notó que algo se partía en su cara: chorros de sangre empezaron a brotar de su nariz. Tarkin no le prestó ninguna atención y pulsó el botón del lanzamiento automatizado. La escotilla trasera del módulo de huida quedó sellada y el módulo salió disparado de la lanzadera con una explosión aparentemente más potente que cualquiera de las que les habían infligido los alas—Y rebeldes mientras éstos se aproximaban para lanzar su último ataque.
El universo osciló locamente, girando en un confuso
Torbellino
mientras Lemelisk intentaba detener su hemorragia nasal. Vio cómo las naves rebeldes trazaban veloces círculos alrededor de la lanzadera, pero en vez de hacerla estallar inmediatamente los alas—Y se acercaron a ella hasta que pudieron unir sus escotillas al casco.
Y de repente, en un auténtico milagro de buena suerte, el espacio de los alrededores del sistema de Eriadu vibró y tembló y un Destructor Estelar de la clase Imperial surgió del hiperespacio como una gigantesca daga. Después Lemelisk se enteró de que era el navío insignia del almirante Motti, quien había venido para escoltar a Tarkin aunque el Gran Moff no le había pedido que lo hiciese.
El Destructor Estelar captó la señal de emergencia y fue hacia los rebeldes que habían pretendido acabar con ellos, desgarrando la oscuridad del espacio mediante las lanzas de luz desintegradora que brotaban de sus baterías turboláser.
Lemelisk alzó la mirada y vio que los tres alas—Y que los habían atacado volvían a abrir fuego contra la lanzadera rebelde, y esta vez las andanadas la destruyeron por completo. Un instante después de que estallara, los tres alas—Y se alejaron en tres direcciones distintas y se esfumaron en la distancia protectora del espacio...
Mientras giraban locamente, cada vez más mareado dentro del módulo de huida que flotaba a la deriva, Lemelisk pensó que iba a sucumbir al vértigo espacial y que acabaría vomitando. La parte de ingeniero de su mente se preguntó distraídamente cuáles serían los efectos de vomitar dentro del diminuto recinto del módulo mientras éste rodaba sobre sí mismo como el juguete de un niño.
—Ha sido muy extraño —comentó después—. Parecía como si esas naves rebeldes quisieran rescatar a su esclavo calamariano.
Tarkin reaccionó con visible incredulidad.
—¿Rescatar a Ackbar? ¿Por qué iban a tomarse tantas molestias para rescatar a un mero animal?
Lemelisk se encogió de hombros mientras el Destructor Estelar del almirante Motti seguía la emisión de la baliza de emergencia y se iba aproximando a ellos para rescatarlos.
—Nunca he entendido la mente rebelde, pero... —murmuró.
Después se recuperaron en las salas de enfermería de la Estrella de la Muerte. Lemelisk tenía la nariz rota y Tarkin, envuelto en vendajes, tenía que guardar cama a causa de varias luxaciones y quemaduras superficiales. Fue allí donde recibieron la mala noticia de que el intento de asesinato de Tarkin sólo había sido una parte de la traición rebelde. Un grupo de comandos había conseguido robar una copia de los planos de la Estrella de la Muerte, llevándose consigo todos los datos técnicos que detallaban cada sistema y cada componente y todos los recursos armamentísticos de la gran estación de combate, y los habían llevado a la Estación Transmisora de Toprawa..., y después se había esfumado.
Un cabo muy joven de botas impecablemente lustradas, uniforme limpísimo y cabellos pulcramente recortados permaneció rígidamente inmóvil mientras transmitía su mensaje, temiendo que Tarkin se dejara dominar por la rabia y ordenara su ejecución.
—Darth Vader está siguiendo el rastro de los rebeldes de Toprawa, señor. Espera capturarlos antes de que puedan entregar los planos que han robado.
Lemelisk estaba observando a Tarkin, y se asombró ante la aparente falta de preocupación del Gran Moff. El temible líder del Imperio se limitó a curvar los labios en una débil sonrisa llena de misterio mientras sus ojos implacables lanzaban un fugaz destello.
—Bueno, hasta cabe la posibilidad de que ver todos sus detalles haga que la estación de combate les parezca todavía más temible —dijo—. No encontrarán ningún defecto. —Se volvió hacia Lemelisk, quien se sentía bastante ridículo con aquel molesto y aparatoso vendaje que le cubría la nariz—. Mi Estrella de la Muerte es invencible.
Lemelisk se recostó en su cama de la enfermería y esperó que Tarkin estuviese en lo cierto.
Y muchos años después, mientras iba avanzando por encima del casco de la Espada Oscura en su deslizador de inspección, Lemelisk no podía tener ese tipo de confianza en la nueva superarma de los hutts. Tendría que volver a sermonear a los taurills porque habían hecho mal su trabajo, y las pequeñas criaturas se apresurarían a ejecutar las reparaciones necesarias..., hasta el próximo fallo.
Pero los taurills no eran el único problema.
Los viejos núcleos de ordenador obtenidos por Sulamar seguían fallando sin importar lo muy meticulosamente que los reprogramara y reforzase Lemelisk. Aquellos artilugios ya debían de haber salido defectuosos de la misma fábrica, y estaban tan anticuados que casi nadie se acordaba de cómo había que repararlos.
Lemelisk también había descubierto que algunas de las gruesas planchas adquiridas a suministradores especializados en gangas tenían millones de agujeros microscópicos. Eso ya era suficientemente grave en el caso de un material estructural, ¡pero aquellas planchas iban a constituir el blindaje del motor! Todo el proyecto de la Espada Oscura se estaba convirtiendo en un desastre detrás de otro.
Los extremos de las vigas delanteras de aquel cilindro de varios kilómetros de longitud mostraban una pequeña discrepancia angular con los de las vigas de la parte posterior, y si el superláser no estaba perfectamente alineado cuando Durga disparase el arma, entonces el haz letal podía acabar vaporizando a la Espada Oscura en vez de al objetivo que se pretendía aniquilar.
Y había más cosas...
El gemido de Lemelisk creó ecos dentro del deslizador de inspección. Había concebido y supervisado las reparaciones de cada uno de esos problemas, pero encontrar tantos ejemplos de ineptitud hizo que empezara a pensar en los muchos problemas que aún no había descubierto.
Crix Madine y Trandia escondieron sus cazas ala—A en las densas sombras de un promontorio rocoso que brotaba de la accidentada superficie de un pequeño asteroide.
—Todos los sistemas activados y en modalidad de espera —dijo Madine —. Aun suponiendo que todo vaya tal como hemos planeado, tendremos que salir de aquí lo más deprisa posible.
Trandia respondió con el sombrío fatalismo que había mostrado desde la muerte de Korenn, el tercer miembro de su equipo.
—¿Vamos a volver de esta misión, señor? —preguntó.
Madine pensó en darle una respuesta tranquilizadora, pero acabó decidiendo que la joven merecía un poco más de honestidad.
—No debemos dejarnos dominar por el pesimismo —dijo—. Hay una posibilidad de que acabemos volviendo a casa.
—Me basta con eso, señor —dijo Trandia.
Los dos llevaban trajes espaciales con protecciones y refuerzos extra, dos pesadas armaduras que les daban el aspecto de dos naves móviles. El general y la joven comando se detuvieron sobre la quebradiza superficie del asteroide e inspeccionaron sus detonadores, mochilas de apoyo vital y sistemas de vigilancia.
—Preparada, señor —dijo Trandia.
Madine estaba inmóvil junto a ella, una silueta enorme envuelta por aquel traje de supervivencia blindado. Los dos volvieron la mirada hacia la enorme estructura suspendida en un punto estable del cinturón de asteroides que iba tomando forma poco a poco delante de ellos.
—Lanzamiento —dijo Madine.
Saltaron hacia arriba y se liberaron de la casi despreciable gravedad del asteroide. La inercia fue llevándolos a través del espacio y hacia la superarma en construcción. Mientras él y Trandia flotaban hacia el gigantesco objeto cilíndrico como dos diminutos fragmentos de roca, Madine dispuso de mucho tiempo para contemplar el gran proyecto de los hutts a través del visor de su casco.
El diseño le pareció muy preocupante. Sabía que los hutts habían copiado los planos de la Estrella de la Muerte en el Centro de Información Imperial..., pero aquello no era una Estrella de la Muerte. Parecía no ser más que un superláser, un cilindro que podría ser utilizado como arma ofensiva de destrucción. Si el arma llegaba a ser completada, los hutts no se lo pensarían dos veces antes de usarla contra cualquier sistema que no les pagara lo que le pidiesen en concepto de «protección».
Y los trabajos de construcción ya casi parecían haber terminado.
Las dos figuras envueltas en los trajes blindados se fueron aproximando en un lento flotar, dos motas que se deslizaban sobre aquella zona de construcción de varios kilómetros de longitud. Madine usó el haz concentrado de contacto visual para dirigirse a Trandia.
—Si conseguimos entrar y colocar los detonadores en los lugares adecuados, quizá podamos dejar inservible el arma.