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Authors: Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La espada oscura (44 page)

BOOK: La espada oscura
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—A juzgar por su aspecto será mejor que no esperemos demasiado, señor —dijo Trandia—. Parece que los hutts ya casi están preparados para empezar a utilizarla.

Sus botas magnéticas por fin establecieron contacto con las planchas del blindaje, aquel metal negro que reflejaba muy poca luz de las estrellas. Madine usó sus guantes adhesivos para trepar por el casco como si fuese un insecto. El arma de los hutts era tan vasta que no podía percibir la curvatura del cilindro por debajo de él.

El general y Trandia fueron avanzando a lo largo de las planchas metálicas, y Madine se sorprendió al ver que muchos segmentos del casco no estaban bien ajustados y parecían a punto de soltarse: las planchas estaban unidas mediante soldaduras, pero había huecos y junturas desiguales. Aquella estructura nunca podría retener una atmósfera, y Madine quedó atónito ante la escasa calidad del trabajo.

Bien, por lo menos resultaría muy fácil entrar en ella.

Llegaron a una plancha que estaba particularmente suelta, y Madine extrajo una tosca palanqueta del compartimento de herramientas de su enorme traje blindado. La barra metálica le permitió arrancar algunas de las frágiles soldaduras que ya habían empezado a desprenderse. La lámina de blindaje se fue alejando a la deriva, girando lentamente sobre sí misma. La plancha que acababa de extraer dejó un hueco lo bastante grande para que Madine y Trandia pudieran meterse por él incluso llevando puestas sus pesadas armaduras.

Entraron en un oscuro corredor a medio terminar que apenas llegaba a ser un espacio de acceso entre aquel casco exterior tan mal acabado y un muro interior no mucho mejor construido. Los brillantes haces luminosos de sus cascos les fueron mostrando su camino a medida que iban avanzando por él. Madine y Trandia acabaron llegando a una puerta de mamparo que les permitió seguir adentrándose en la estructura y continuar su avance hacia las cámaras interiores de popa. Los dos comandos pasaron por una pequeña escotilla, utilizando el ciclo del mecanismo sucesivamente.

Madine, haciendo bastante ruido con sus gruesas botas, entró en otro pasadizo tenuemente iluminado y se detuvo para esperar a Trandia. Cuando se hubo reunido con él, Madine se quitó el casco.

—Aquí hay atmósfera. Vamos a quitarnos los trajes —dijo—. Necesitaremos la libertad de movimientos que eso nos proporcionará. Puede que tengamos que escondernos a toda prisa, y apenas puedo moverme dentro de este artilugio.

Trandia desmontó los pesados componentes y colocó su armadura junto a la de Madine en una pequeña alcoba de almacenamiento que no estaba siendo utilizada. Los trajes vacíos formaban un montón de metal lo suficientemente grande para crear la impresión de que un caminante de exploración imperial había sido convertido en chatarra allí mismo. La trenza de Trandia se había deshecho, y mechones de cabellos bailoteaban alrededor de su cara. La transpiración le había humedecido el cuello y estaba un poco sonrojada, pero sus ojos brillaban con la implacable dureza del pedernal.

Madine y Trandia sacaron las herramientas y los detonadores de sus mochilas. El general se rascó la barba y alzó un puño en el aire. —Por el éxito de nuestra misión.

Trandia imitó su gesto.

—Triunfaremos —respondió.

Empezaron a avanzar por los pasillos, moviéndose en silencio y con el cuerpo encorvado, y fueron hacia el sitio en el que debían de estar los sistemas de propulsión. Algunas de aquellas cubiertas ya estaban habitadas por un turno reducido de tripulantes, y los dos comandos titubearon en los rincones y se arrastraron sigilosamente hasta dejar atrás el zumbido de las voces de los guardias y los tripulantes que acechaban en las salas.

Pero mientras avanzaban, Madine se fijó en que había muchos paneles luminosos a oscuras, así como cables que colgaban de las planchas del techo pero que no estaban unidos a nada y terminales de ordenador apagadas que parecían no haber funcionado nunca.

—Tal vez no hace falta que saboteemos el arma después de todo —le susurró a Trandia—. Toda esta estructura no es más que un desastre que espera la ocasión de estallar.

Las secciones motrices eran una inmensa mazmorra palpitante llena de olores de aceite y refrigerante y chorros de vapor sibilante que tanto podían haber sido dejados en libertad de manera intencionada como estar escapando de los núcleos de los reactores por accidente. La tempestad de ruidos y luces parpadeantes se agitó a su alrededor, ahogando los cautelosos sonidos de su avance mientras se infiltraban en el caótico amasijo de los motores.

Más guardias patrullaban las pasarelas que se extendían sobre sus cabezas. Había gamorreanos de rostros estúpidos y toda una colección de criaturas alienígenas de aspecto nada agradable: weequays, niktus y aqualish de rostro de morsa. Madine inspeccionó su pistola desintegradora y los cuatro detonadores que llevaba, y después movió la mano para indicar a Trandia que debían separarse.

Los ordenadores de dirección y alineamiento de la Espada Oscura estaban formados por gigantescas hileras de tableros de circuitos rodeadas por una rejilla transparente de la que brotaban nubes de vapor producidas por el aire superrefrigerado que circulaba a través de las masas recalentadas de los circuitos.

Los gigantescos motores palpitaban detrás de un grueso muro protector. Si podían colocar detonadores de control remoto en varios lugares del compartimento, no necesitarían la ayuda de nadie para causar daños irreparables a la enorme arma y podrían dejar que siguiera flotando en el espacio, colosal e inservible, hasta que las fuerzas de la Nueva República tuvieran ocasión de terminar el trabajo.

Madine y Trandia se internaron en las zonas de sombras más profundas y avanzaron entre el retumbar de la maquinaria desprovista de silenciadores. Trandia sostenía contra su pecho su preciada provisión de detonadores mientras serpenteaba por entre la penumbra, corriendo velozmente de un precario refugio a otro en un rápido avance para superar el muro de blindaje que les impedía acceder a los motores.

En cuanto se hubo quedado solo, Madine fue hacia la rejilla que rodeaba los ordenadores de propulsión. Se inclinó y sacó una herramienta cortadora de la bolsa de su equipo, con la intención de usarla para abrirse paso a través de la valla protectora. Un par de detonadores bastarían para destruir los ordenadores que guiaban la superarma. Madine conectó la pequeña hoja vibratoria y sintió el agudo zumbido a través del mango. Empezó a atacar la delgada rejilla flexible..., pero el graznido estridente de una alarma brotó del extremo superior de los ordenadores apenas hubo cortado los cables de apariencia cristalina.

Madine desactivó la hoja vibratoria con una maldición y empuñó su pistola desintegradora. Los guardias apostados en el compartimento motriz se pusieron en movimiento para descubrir la naturaleza de la perturbación, aunque reaccionaron con una cierta apatía. Madine se preguntó con qué frecuencia tendrían que responder a falsas alarmas como resultado de la ineptitud con que había sido construida la enorme estructura.

Madine decidió que todavía no era el momento de empezar a disparar, y volvió a internarse en las sombras mientras los guardias alienígenas iban hacia él con su caminar pesado y tambaleante y las armas desenfundadas. Si conseguía no hacer ningún ruido, quizá no percibieran su presencia y volvieran a su rutina. El corazón le latía a toda velocidad. Los guardias estaban cada vez más cerca.

Y de repente Trandia se puso en pie, abandonando el escondite que había encontrado junto al muro del compartimento motriz. La joven agitó los brazos y chilló para atraer la atención hacia ella. Mientras los guardias giraban sobre sus talones con los rostros llenos de asombro, Trandia disparó su desintegrador contra ellos. El haz de energía cayó sobre un niktu de rostro coriáceo, que soltó un siseó mientras se derrumbaba.

Los otros guardias lanzaron una andanada de rayos desintegradores contra Trandia. La joven se agachó, pero un haz le atravesó el brazo. Trandia gritó y se dejó caer detrás de una de las consolas, buscando refugio. Los guardias convergieron sobre su nuevo escondite, olvidándose por completo de Madine.

—¡Corra! —le gritó Trandia, con la voz a punto de quebrarse a causa del dolor—. Corra...

Madine masculló otra maldición y deseó que Trandia no hubiera sido tan impulsiva. Empezó a arrastrarse para alejarse lo más posible de los ordenadores de propulsión y después desenfundó su desintegrador y miró a su alrededor, buscando una oportunidad de atraer a los guardias y apartarlos de ella. Los feroces alienígenas siguieron avanzando hacia Trandia..., y entonces la joven activó todos los detonadores que llevaba encima en el mismo instante en el que los guardias llegaban hasta ella.

La explosión ahogó incluso la cacofonía de sonidos de los motores. Un muro de llamas brotó de su centro y se fue desplegando para formar un anillo de fuego. La explosión acabó con todo el grupo de guardias así como con Trandia, aunque apenas dañó el muro del compartimento motriz. Las luces parpadearon y se apagaron.

La onda expansiva derribó a Madine, convirtiendo su consciencia en una confusa estática de insectos negros suspendidos delante de sus ojos. El general meneó la cabeza y jadeó, intentando tragar aire mientras luchaba por levantarse. El enemigo estaba alertado y la infiltración había fracasado. Quedarse allí no serviría de nada.

Madine inició una torpe y tambaleante carrera. No podía pensar con claridad, aturdido como estaba por la pérdida de Trandia y por la explosión. Pero el núcleo más profundo de su personalidad, reforzado por los años de adiestramiento a que había sido sometido y por todas las lecciones que el mismo Madine había impartido a los miembros de sus equipos de comandos, no tardó en imponerse a la confusión que se había adueñado de su cerebro.

La misión estaba por encima de todo.

Tenían que conseguirlo.

La misión...

Madine se levantó y descubrió que le sangraba la espalda: algunos fragmentos de la metralla metálica provocada por la explosión se habían incrustado en ella. Las alarmas seguían chillando y aullando, exigiendo que se les prestara atención. Madine logró llegar hasta el umbral, arreglándoselas para caminar sin saber muy bien cómo a pesar de que estaba muy confuso y no podía recordar qué camino debía seguir para regresar al sitio en el que habían dejado sus trajes blindados.

Salió por la puerta abierta, avanzó tambaleándose por el corredor débilmente iluminado..., y se tropezó con otro grupo de guardias alienígenas que venían corriendo para averiguar cuál era la causa de toda aquella conmoción.

Madine se detuvo, consternado. Trandia había dado su vida con la esperanza de causar daños irreparables y de permitir la huida de su superior..., pero no había conseguido ninguna de las dos cosas.

Los gamorreanos le rodearon los brazos con sus gruesos dedos de punta roma, arrojando a Madine al suelo y amontonándose encima de él como si quisieran impedir que hiciera ningún movimiento.

—¡Saboteador! —rugió uno de los weequays, inclinándose sobre él.

Levantaron a Madine de un salvaje tirón. Cinco guardias lo sujetaron, como si estuvieran compitiendo entre ellos para averiguar cuántos podían llegar a atribuirse el mérito de su captura. Madine se debatió, pero no dijo nada.

Los guardias se lo llevaron, un trofeo que presentar ante Durga el Hutt.

Capítulo 42

Bevel Lemelisk estaba en la cubierta de control de la Espada Oscura, que teóricamente ya podía ser utilizada, y contemplaba la alegría infantil evidente en los rostros del general Sulamar y de Durga el Hutt. Los dos socios, normalmente tan callados y hoscos, parecían fascinados por los controles que tenían al alcance de la mano y ardían en deseos de iniciar su gran plan de conquista.

A pesar de las dificultades que Lemelisk había experimentado con los taurills y el resto de complejos problemas con los que se había ido tropezando durante la construcción de la gigantesca superarma, el proyecto Espada Oscura se las había arreglado de alguna manera misteriosa e inexplicable para seguir adelante, y había logrado cumplir los plazos previstos más a través de la aniquilación mutua de los errores que de una verdadera eficiencia.

Tal como había exigido Durga, la Espada Oscura estaba técnicamente terminada, construida según los planos modificados de Lemelisk y completada en conjunción con las cuadrillas de trabajo e inspección..., aunque Lemelisk no estaba dispuesto a garantizar la calidad de ninguna porción del proyecto. De hecho, sentía una gran preocupación cada vez que empezaba a pensar en la posibilidad de que Durga quisiera utilizar el arma inmediatamente.

—Observen esto —dijo Durga.

El señor del crimen hizo aparecer un mapa holográfico de la galaxia centrado en el sistema de Nal Hutta que se desplegaba hacia el exterior mostrando el camino proyectado para el «programa de expansión» de los hutts, que utilizaría la Espada Oscura para exigir inmensas sumas de dinero a los planetas ricos y vulnerables.

Sulamar dio demasiados consejos no solicitados ni deseados y Durga se negó a seguir escuchándolos ni un segundo más. El obeso hutt casi babeaba de satisfacción sobre el mapa holográfico, y sus gruesos labios gomosos formaron una sonrisa malévola que empujó la marca de nacimiento hacia arriba e hizo que subiera por el lado de su cara que medio cubría.

Los otros miembros de la dotación de Durga estaban sentados en sus asientos, inmóviles debajo de las tiras de los arneses de seguridad. Todos los mecanismos de apertura habían sido bloqueados con aros de sujeción porque Durga no quería que pudieran saltar de los letales sillones en el caso (le que hicieran algo que le disgustara.

Lemelisk se frotó el vello rasposo que le cubría el mentón mientras Durga seguía contemplando el mapa de la galaxia, que no tardaría en estar bajo su control absoluto.

Y entonces las alarmas empezaron a sonar de repente, lanzando sus estridentes alaridos desde los puestos de seguridad. Los bocinazos resonaron por los corredores vacíos de la Espada Oscura, llenándolos de ecos. Muchos tripulantes de la cubierta de mando se sobresaltaron lo suficiente para tratar de huir, pero los arneses de seguridad bloqueados los mantuvieron atrapados en sus sillones.

—¡Exijo saber qué significa todo este tumulto! —aulló Durga.

—Es la alarma de seguridad, señor —dijo Bevel Lemelisk—. Seleccioné personalmente su sonido para que resultara particularmente desagradable y capaz de atraer la atención.

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