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Authors: Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La espada oscura (29 page)

BOOK: La espada oscura
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—¿Vamos a dar un paseo por el pantano? —preguntó, ofreciéndole la mano a Calista.

Los dos llevaban monos impermeables de una reluciente tela metalizada, y se calzaron gruesas botas para poder avanzar sin problemas a través de las aguas cenagosas. Cuando abrió la escotilla, el repentino estrépito de millones de formas de vida —graznidos, gruñidos, silbidos y gritos de agonía, agredió los oídos de Luke, un caos de sonidos naturales que hacía que en comparación las junglas de Yavin 4 pareciesen apaciblemente desiertas. Insectos diminutos y moscas de temibles aguijones y mandíbulas formaban nubes que flotaban en el aire.

Luke se detuvo al comienzo de la rampa de descenso, aturdido y un poco intimidado. Una cortina de niebla ya había empezado a desplegarse a su alrededor. La repentina nevada de esporas lanzada por aquellos hongos esféricos tan sensibles iba precipitándose lentamente sobre el suelo. Luke percibió el húmedo olor de la podredumbre y la vida recién nacida.

—Yoda —murmuró, sintiendo cómo el peso de los recuerdos caía sobre él.

—Este lugar está tan lleno de vida... dijo Calista junto a él.

La brusca interrupción del curso de sus pensamientos sobresaltó un poco a Luke. Todavía no conseguía acostumbrarse al hecho de que no podía percibir a Calista mediante la Fuerza, tal como hacía con todo lo demás.

Un hilo de desilusión casi imperceptible corría a través de las palabras de la joven.

—Puedo verla y oírla, pero no puedo sentir la red que forman las criaturas vivas tal como debería sentirla.

—Ya la sentirás —dijo Luke, apretándole la mano—. Anda, vamos.

Se alejaron de la nave y empezaron a internarse en los lúgubres pantanos. Árboles colosales alzaban hacia el cielo sus gruesos troncos nudosos, y sus raíces retorcidas parecían criaturas dotadas de múltiples patas que se mantenían en un incómodo equilibrio con las rodillas dobladas. Las raíces se arqueaban y se curvaban, formando oscuras madrigueras para innumerables criaturas. El día era gris y estaba impregnado de neblinas, y se iba volviendo más y más oscuro a medida que se aproximaba el momento del ocaso.

Luke sabía que el hogar de Yoda había sido reclamado por el pantano hacía ya mucho tiempo, y que había quedado destruido y en un estado mucho peor que la cabaña de Ben Kenobi. No quería volver al sitio en el que se había sentado junto al lecho de muerte del Maestro Jedi alienígena, allí donde se le había revelado la verdad sobre su padre y su madre mientras contemplaba cómo aquella criatura de rostro marchito y arrugado se iba perdiendo en la nada mientras su espíritu abandonaba su cuerpo después de novecientos años de vida.

Luke y Calista avanzaron lentamente a través de los charcos y lagunas, trepando por encima de los troncos caídos y asustando a criaturas que huían velozmente hacia hondonadas más oscuras, chapoteando en el pantano. Cosas mucho más grandes que gruñían se movían en la lejanía, avanzando ruidosamente por entre los árboles.

Luke habló de Yoda y del tiempo que había pasado adiestrándose allí. Le contó cómo había corrido por el pantano, cómo había levitado rocas y a Erredós y había descubierto las pequeñas gemas de la filosofía Jedi que Yoda le iba transmitiendo con su forma de hablar tan peculiarmente retorcida.

La neblina que se arrastraba por el suelo se fue espesando hasta formar tentáculos blancos que se enroscaron alrededor de sus piernas. El rostro de Calista mostraba una expresión de asombro vacilante y de abierto interés por cuanto la rodeaba que Luke llevaba algún tiempo sin ver en él. De vez en cuando apretaba los dientes y parecía estar esforzándose, como si intentara hacer algo que se le resistía. Fuera lo que fuese lo que intentaba hacer Calista no pareció conseguirlo, y no le dijo nada. Luke le apretó la mano con un poco más de fuerza.

Una araña blanca tan alta como un ser humano surgió de una masa de maleza, con sus largas patas pareciendo anunciar la retorcida deformidad de las gruesas raíces de los árboles que se alzaban a su alrededor. Pero la flaca y desgarbada cazadora no pretendía hacerles ningún daño, y enseguida se alejó para buscar presas más pequeñas.

—Deberíamos volver a la nave —dijo Luke—. Está oscureciendo. Mañana podremos empezar con algunos ejercicios.

Describieron un círculo para regresar al claro donde habían posado el yate espacial y después se sentaron en la oscuridad, fuera de la nave. Calista sacó un iluminador portátil, y Luke cogió una caja de raciones de los almacenes de la nave. Se sentaron encima de un par de peñascos con una envoltura de luz rodeándoles, y desenvolvieron sus raciones.

—Vaya sitio para una merienda campestre —dijo Calista.

Después empezó a masticar, concentrando toda su atención en comer mientras Luke contemplaba en silencio sus insípidas raciones durante unos momentos.

—A Yoda no le gustaba esta comida —dijo—. No podía entender cómo había conseguido llegar a ser tan alto comiendo estas cosas. Un día me preparó una especie de estofado, y me parece que prefiero no saber lo que había en él.

Los enjambres de insectos giraban a su alrededor, atraídos por la luz a medida que iba anocheciendo.

—Quizá deberíamos volver a la nave —sugirió Luke—. Estaríamos más cómodos, ¿no?

Calista meneó la cabeza.

—La cantera cometaria de Mulako ya nos ofrecía todas las comodidades imaginables —respondió—. No he venido aquí para estar cómoda. —Alzó los ojos hacia aquel cielo impenetrable—. Quería sentir algo..., pero no está dando resultado. —Volvió bruscamente la cabeza y clavó sus ojos gris pizarra en el rostro de Luke, y Luke vio el dolor que había en ellos—. ¿Por qué sigues conmigo, Luke? —preguntó Calista de repente.

Luke parpadeó, perplejo y sorprendido ante su pregunta.

—Eres un Maestro Jedi —siguió diciendo Calista—, uno de los héroes de la Rebelión. Podrías tener a cualquier mujer.

Luke, asombrado, alzó la mano para interrumpirla.

—No quiero a cualquier mujer, Calista... Te quiero a ti.

Calista torció el gesto en una mueca de irritación y arrojó el resto de su ración al pantano, donde se hundió en un laguito cubierto de algas. Luke oyó una repentina agitación y estallidos de burbujas cuando las criaturas que vivían debajo del agua empezaron a luchar entre ellas para hacerse con los restos de comida.

La expresión de Calista se volvió más sombría.

—Bueno, Luke, eso es magnífico... Pero tienes que pensar en otras cosas aparte de tus sentimientos. Tienes una responsabilidad para con la Nueva República..., y los Caballeros Jedi. Si no recupero mis poderes, seré un simple peso muerto que te hundirá.

Luke le acarició el brazo en una caricia llena de deseo y tristeza.

—No, Calista, no lo serás. Yo...

Calista se puso en pie y se apartó bruscamente de él.

—¡Sí! Sólo hay una forma de que podamos estar juntos. Es todo o nada. Si no puedo recuperar mis poderes, entonces no deberíamos seguir juntos. Será mejor que empieces a prepararte para esa posibilidad, Luke. No quiero pasar el resto de mi vida escondida en tu sombra, incapaz de hacer las cosas que tú haces con tanta facilidad..., torturada por el recuerdo de todas las cosas que yo hacía antes. Serías un recordatorio constante que volvería a abrir una y otra vez mis heridas. Si no puedo ser tu igual, entonces no formaré parte de esta relación. Así es como tiene que ser.

—Eh, espera un momento —dijo Luke, intentando calmarla.

Y de repente un enjambre de murciélagos nocturnos surgió de los árboles del pantano con un chirriante grito subsónico y se lanzó en picado sobre ellos. Las criaturas tenían grandes alas duras como el cuero y cuerpos insectiles con seis delgadas patas segmentadas terminadas en garras pequeñas, pero muy afiladas. Atraídos por la luz, los murciélagos nocturnos fueron hacia Luke y Calista. Otras criaturas aladas revoloteaban por delante de ellos, confundidas ante aquella estridente andanada de sonidos.

Los murciélagos nocturnos atacaron indiscriminadamente, arañando a Calista y a Luke con sus garras y rajando el mono de Luke y abriéndole heridas en el cuello. Luke intentó alejarlos a manotazos. Dos murciélagos se aferraron a la rubia cabellera de Calista, tirando de sus mechones y luchando el uno con el otro mientras Calista se debatía para arrancárselos de los cabellos. Luke desenvainó su espada de luz con un sordo siseo, y Calista también empuñó la suya.

Luke utilizó la Fuerza para atacar a sus objetivos, pero los murciélagos nocturnos seguían viniendo..., y ya había docenas de ellos. Las hojas de las espadas de luz chisporroteaban y ardían con destellos color topacio y amarillo verdoso, atrayendo a más criaturas.

Calista soltó un siseo de ira y atacó ciegamente en un feroz despliegue de fuerza bruta. Su forma de luchar preocupó a Luke. Estaba llena de una furia y un salvaje abandono que nunca había visto en ella. Calista se enfrentó con las criaturas aladas, chillándoles como si los murciélagos nocturnos fueran la encarnación de su peor enemigo.

—¡No es justo! —gritó, volviendo la mirada hacia Luke durante un fugaz momento—. Por fin te he encontrado..., y ahora quizá deba renunciar a ti. —Calista alzó la voz y lanzó tajos con la hoja color amarillo sol en una explosión de furia tan potente que la espada de luz se abrió paso a través de tres murciélagos nocturnos—. ¡No es justo!

Y mientras daba rienda suelta a su ira, Luke percibió una especie de destello y unas ondulaciones oscuras que emanaban de Calista. Tuvo un fugaz atisbo de su imagen dentro de la Fuerza, como el parpadeante resplandor residual de cosas vistas bajo la claridad de un estroboscopio.

—¡Dejadnos en paz! —le gritó Calista a los murciélagos nocturnos mientras usaba su mente para lanzar un poderoso empujón sin darse cuenta de lo que hacía.

Los murciélagos nocturnos restantes se alejaron de su campamento en una veloz espiral llena de confusión, abofeteados por la rabia de Calista, y huyeron chillando para perderse en la noche. Un silencio lleno de tensa perplejidad volvió al claro.

Calista bajó su hoja de energía y se encogió sobre sí misma, agotada y asustada ante lo que acababa de hacer. Luke desactivó su espada de luz y contempló a Calista con los ojos llenos de asombro. Pero ya podía oír la agitación de otras criaturas que se removían fuera del perímetro de claridad de su iluminador, depredadores más grandes que se acercaban en un ruidoso avance a través de la espesura, atraídos por toda aquella conmoción. Una rama invisible crujió y fue lanzada hacia el suelo cuando algo enorme avanzó pesadamente.

Luke apagó el iluminador, sumiendo el pantano en una oscuridad iluminada únicamente por las luces parpadeantes de los insectos fosforescentes y los hongos que brillaban débilmente en la negrura. Pero los enormes depredadores a los que ya no podían ver seguían viniendo.

Se volvió hacia Calista y la agarró del brazo, y Calista se envaró como si Luke fuese un desconocido.

—Vamos —dijo Luke—. Tenemos que volver a la nave antes de que regresen.

Calista salió de aquel extraño estupor y le siguió por la rampa de acceso que llevaba al interior del yate espacial. Luke activó los controles de la escotilla y la nave volvió a sellar su casco, preparándose para la noche.

Los dos se derrumbaron sobre una de las literas del compartimiento de pasajeros, y Calista se pegó a él. Luke le rodeó los hombros con los brazos y se los apretó con cariñosa delicadeza. Calista estaba temblando, y la capa de transpiración causada por el miedo hacía que le brillara la piel.

—Mi mente volvió a abrirse, Luke, aunque sólo durante un segundo —dijo.

—Lo sé —respondió Luke—. Pude sentirlo.

Y entonces Calista alzó la mirada hacia él, y sus ojos estaban llenos de miedo.

—¡Pero era el lado oscuro, Luke! Los dos lo hemos reconocido.

Luke asintió, y se miraron el uno al otro con una mezcla de esperanza y temor.

—Por lo menos has logrado abrirte paso a través de esa muralla invisible —dijo Luke—. Quizá ahora puedas hacer algo.

Calista se irguió en la litera, recuperándose con un visible esfuerzo. Después habló en un tono que no podía ser más firme y seguro mientras los casi inaudibles sonidos nocturnos del pantano de Dagobah envolvían el casco sellado de la nave.

—El precio es demasiado elevado, Luke. Si he de establecer contacto con el lado oscuro para recuperar mis poderes, entonces prefiero no volver a ser nunca una Jedi.

CINTURÓN DE ASTEROIDES DE HOTH
Capítulo 27

Poco después de que Durga tuviera que partir a toda prisa hacia Nal Hutta debido a alguna inesperada misión diplomática, Bevel Lemelisk contempló cómo el general imperial Sulamar se convertía en una molestia todavía más pomposa e insufrible en cuanto el hutt ya no estuvo allí para aplastar sus impulsos dictatoriales.

Sulamar parecía pensar que era la reencarnación del Gran Moff Tarkin, y se pavoneaba de un lado a otro sin parar de dar órdenes. Pero a diferencia de Tarkin, Sulamar daba órdenes que no tenían ningún mérito, y el general carecía por completo del poder personal o el carisma duro como el hierro que había exhibido Tarkin.

Lemelisk no le hacía ningún caso. Los militares vanidosos nunca le habían parecido muy útiles, y tenía trabajo que hacer.

La cada vez más magnífica estructura de la Espada Oscura le llenó de alegría mientras la contemplaba desde la lejana nave expedicionaria de Minas Celestes Orko. Los soportes principales de la superarma ya habían cobrado forma, curvando el enrejado inicial de duracero en un tubo cilíndrico que recordaba a un gigantesco túnel de viento.

Se suponía que el general Sulamar había utilizado su influencia para obtener núcleos de ordenador sobrantes de viejos astilleros imperiales, y que esos núcleos eran lo suficientemente potentes para dirigir las operaciones de la Espada Oscura. Los hutts habían sido incapaces de adquirir los ordenadores adecuados a través de los canales regulares, pero Sulamar, alzando el mentón para indicar lo importante que se consideraba a sí mismo, había prometido que los obtendría. Lemelisk creería en esos núcleos de ordenador cuando por fin los viera.

Durante la ausencia de Durga, a Sulamar le encantaba permanecer en el puente de mando y lanzar miradas aparentemente llenas de significados ocultos al sitio en el que solía estar suspendida la plataforma levitatoria del hutt. En esos momentos el rostro de bebé envejecido del general siempre estaba iluminado por una expresión de orgullosa satisfacción.

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