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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La espada y el corcel

BOOK: La espada y el corcel
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Corum Jhaelen Irsei, ha sido arrastrado a través del tiempo para acudir en ayuda del pueblo de los mabden. En medio de una lucha desesperada, Corum se enfrenta también al trágico desenlace de una antigua profecía que le previene de la belleza, un arpa y un hermano. Pero, a pesar de los augurios, Corum está profundamente enamorado de la reina Medhbh y se siente incapaz de abandonar ese plano. Cuando se avecina el enfrentamiento final con las huestes Fhoi Myore y todo se sabe perdido, Corum, en compañía de Ilbrec, viaja a la isla sagrada de Ynys Scaith en busca de ayuda sobrenatural. Sin embargo, cualquier resto de esperanza se trunca al descubrir que el Emperador de la isla ha hecho un pacto con el hechicero Calatin. Y Corum se descubre inmerso en una situación mucho más terrible de cuanto hubiera podido imaginar.

Michael Moorcock

La espada y el corcel

Trílogia de Corum III

ePUB v1.0

Dyvim Slorm
28.01.12

Autor: Michael Moorcock

Editorial: Martinez Roca

Título Original: The Sword and the Stallion

Año 1ª Edición Original: 1974

Nº de páginas: 192

ISBN 10: 84-270-1926-2

ISBN 13: 978-84-270-1926-3

Para Judith

Libro primero

En el que se reúnen ejércitos y se discuten planes concernientes al ataque contra los Fhoi Myore y Caer Llud. Se solicita el consejo de los sidhi y es dado de buena gana; pero, como suele ocurrir, el consejo crea todavía más perplejidad...

Primer capítulo

Considerando la necesidad de grandes hazañas

Y así emprendieron la marcha hacia Caer Mahlod, y todos acudieron allí. Los guerreros altos y fuertes llegaron con sus mejores arreos, montando fuertes caballos y provistos de buenas armas en cuyo aspecto la magnificencia se unía a lo práctico. Su presencia hizo que los campos que se extendían alrededor de Caer Mahlod ardieran con los vivos colores de sus pabellones de seda y lino y sus estandartes de batalla bordados, el oro de sus brazaletes, la plata de los broches de sus capas, el hierro pulimentado de sus yelmos, la madreperla que adornaba sus copas talladas y se curvaba incrustada en sus arcones de viaje. Eran los más grandes de los mabden y también eran los últimos, el pueblo del oeste, los Hijos Adoptivos del Sol, cuyos primos del este habían perecido hacía ya mucho tiempo en infructuosas batallas con los Fhoi Myore.

Y en el centro de los campamentos se alzaba una tienda mucho más grande que las otras. Era de seda azul marino y carecía de adornos y no había ningún estandarte de batalla alzándose cerca de su entrada, pues el tamaño de la tienda bastaba por sí solo para anunciar que en su interior se hallaba Ilbrec, el hijo de Manannan-mac-Lyr, quien había sido el más grande de todos los héroes sidhi en las antiguas contiendas con los Fhoi Myore. Al lado de su tienda, las riendas atadas a un árbol, había un inmenso caballo negro lo bastante grande para sostener el peso del gigante; un caballo cuya inteligencia y energía saltaban a la vista: un caballo sidhi. Aunque era bienvenido en la misma Caer Mahlod, Ilbrec no podía encontrar estancia lo bastante grande para acogerle y había acabado alzando su tienda entre las de los guerreros que se habían ido congregando en los alrededores. Más allá de los campos de los pabellones se alzaban verdes bosques de hermosos árboles, había colinas de suaves pendientes tachonadas con arriates de flores silvestres y matorrales cuyos colores centelleaban cual gemas bajo los rayos del sol que calentaba la tierra; y al oeste de todo aquello brillaba un océano azul salpicado de crestas blancas sobre el que revoloteaban las gaviotas negras y grises. No podían ser vistos desde las murallas de Caer Mahlod, pero en todas las playas cercanas había un gran número de navíos. Habían venido de Gwyddneu Garanhir, y de Tir-namBeo. Los navíos eran de varios diseños distintos y de propósitos divergentes, pues algunos eran buques de guerra y otras embarcaciones mercantes, y algunos eran utilizados para pescar en el mar y otros para recorrer los anchos ríos. Todas las embarcaciones disponibles habían sido utilizadas para transportar a las tribus de los mabden hasta aquella gran congregación.

Corum estaba inmóvil en los baluartes de Caer Mahlod con el enano Goffanon junto a él. Goffanon era un enano sólo para los patrones de los sidhi, pues era considerablemente más alto que Corum. Aquel día no llevaba su casco de hierro pulimentado: su enorme y descuidada melena negra fluía sobre sus hombros y se encontraba con su abundante barba negra, de tal manera que resultaba imposible distinguir dónde empezaba la una y dónde terminaba la otra. Goffanon llevaba una túnica muy sencilla de tela azul adornada con bordados de hilo rojo en el cuello y en los puños, y ceñida a la cintura por su gran cinturón de cuero. Sus piernas y sus pies estaban cubiertos por pantalones y sandalias de cordones que se curvaban alrededor de sus pantorrillas. Una mano inmensa y llena de cicatrices sostenía un cuerno lleno de hidromiel del cual tomaba un sorbo de vez en cuando, y la otra mano permanecía apoyada sobre el pomo de su inevitable hacha de guerra de doble filo, una de las últimas Armas de la Luz, aquellas armas sidhi que habían sido forjadas en otro Reino con el único propósito de combatir a los Fhoi Myore y de las que ya quedaban muy pocas. El enano sidhi estaba contemplando con expresión satisfecha las hileras de tiendas de los mabden.

–Siguen llegando –dijo–. Son buenos guerreros.

–Mas un tanto faltos de experiencia en la clase de campaña que pensamos emprender –dijo Corum.

Observó cómo una columna de mabden llegados del norte cruzaba la explanada que se extendía entre la puerta principal y el foso. Eran hombres altos y robustos vestidos con prendas color escarlata tan gruesas que les hacían sudar, y llevaban cascos adornados con alas o cuernos o sencillamente gorras de batalla, y casi todos lucían una abundante barba pelirroja. Eran los soldados de Tir-nam-Beo, armados con grandes espadas y escudos de hierro redondos, y desdeñaban cualquier otra arma salvo los cuchillos envainados en cinturones que cruzaban sus pechos. Sus rasgos morenos estaban pintados o tatuados para hacer todavía más temible su ya feroz aspecto. De todos los mabden que aún subsistían, aquellos hombres de las montañas del norte eran los únicos que vivían básicamente de la guerra, pues lo que ellos consideraban como los aspectos más blandos y despreciables de la civilización mabden habían ido expulsándolos poco a poco de la tierra en la que habían decidido vivir. A Corum le recordaron un poco a los antiguos mabden, los mabden seguidores del Conde de Krae que en tiempos le había perseguido a través de aquellas mismas colinas y acantilados, y por un momento Corum volvió a maravillarse ante su decisión de servir a los descendientes de aquellas gentes tan crueles y parecidas a bestias salvajes. Un instante después se acordó de Rhalina, y comprendió por qué estaba haciendo lo que hacía.

Corum giró sobre sí mismo para contemplar los tejados de la ciudad-fortaleza de Caer Mahlod, apoyó la espalda en un muro y aflojó los músculos relajándose para disfrutar del calor del sol. Había transcurrido más de un mes desde la noche en la que se detuvo al borde del abismo que separaba el Castillo Owyn del continente y gritó su desafío al arpista Dagdagh, que Corum estaba convencido moraba en las ruinas. Medhbh se había esforzado de todas las maneras posibles para consolarle y hacerle olvidar sus pesadillas y había tenido bastante éxito en su empeño, pues Corum había acabado atribuyendo sus pesadillas al agotamiento y los peligros que había corrido. Lo único que necesitaba era descanso, y ese descanso había traído consigo un cierto grado de tranquilidad.

Jhary-a-Conel apareció en el tramo de escalones que conducía hasta los baluartes. Llevaba su familiar sombrero de ala ancha, y su gatito blanco y negro estaba cómodamente instalado sobre su hombro izquierdo. Jhary-a-Conel saludó a sus amigos con su habitual sonrisa jovial.

–Acabo de volver de la ensenada. Han llegado más navíos... Vienen de Anu, y por lo que he oído comentar son los últimos. Ya no queda ninguna embarcación más por enviar.

–¿Más guerreros? –preguntó Corum.

–Unos cuantos, pero básicamente han traído pieles y prendas de abrigo..., todas las que han podido reunir las gentes de Anu.

–Estupendo –dijo Goffanon asintiendo con su enorme cabeza–. Al menos estaremos razonablemente bien equipados cuando nos aventuremos en las Tierras de la Escarcha de los Fhoi Myore...

Jhary se quitó el sombrero y se limpió el sudor que perlaba su frente.

–Resulta difícil imaginar que el mundo sea tan frío a una distancia comparativamente tan corta de aquí. –Jhary-a-Conel volvió a ponerse el sombrero, deslizó una mano dentro de su jubón y sacó de él un trocito de madera aromática con el que empezó a hurgarse los dientes mientras se unía a ellos. Su rostro adoptó una expresión pensativa, y su mirada fue más allá del baluarte en el que se encontraban–. Así que éstas son todas las fuerzas de los mabden: unos cuantos millares de guerreros.

–Contra cinco –dijo Goffanon en un tono casi desafiante.

–Cinco dioses –replicó Jhary mirándole fijamente–. Mantener alta nuestra moral no debe hacernos olvidar el poder de nuestros enemigos. Y después está Gaynor, y los ghoolegh, y el Pueblo de los Pinos, y los Sabuesos de Kerenos, y... –Jhary guardó silencio durante unos momentos antes de volver a hablar–. Y Calatin –añadió por fin en voz baja y en un tono casi melancólico.

El enano sonrió.

–Cierto –dijo–, pero hemos aprendido a enfrentarnos con casi todos esos peligros y a superarlos. Ya no son la gran amenaza que eran antes. El Pueblo de los Pinos teme al fuego, y Gaynor teme a Corum. En cuanto a los ghoolegh... Bueno, todavía tenemos el cuerno sidhi. Eso también nos proporciona poder sobre los sabuesos. Y en cuanto a Calatin...

–Es un mortal –dijo Corum–. Se le puede matar, y tengo la firme intención de dedicar todas mis fuerzas y mis recursos a esa tarea en particular. Calatin sólo tiene poder sobre ti, Goffanon. Y... Bueno, ¿quién sabe? Ese poder muy bien podría estar debilitándose en estos mismos instantes.

–Pero los Fhoi Myore no temen a nada –dijo Jhary-a-Conel–, y eso es algo que debemos recordar.

–Hay una cosa de este plano a la que temen –dijo Goffanon volviéndose hacia el Compañero de los Héroes–. Craig Dôn les inspira un gran temor, y eso es lo que no debemos olvidar jamás.

–Los Fhoi Myore tampoco lo olvidarán jamás, y nunca irán a Craig Dôn.

Goffanon el herrero arrugó la frente en un fruncimiento que unió sus negras y frondosas cejas.

–Quizá lo harán –dijo.

–No debemos pensar en Craig Dôn, sino en Caer Llud, pues ése es el lugar que atacaremos –dijo Corum mirando a sus amigos–. En cuanto Caer Llud haya sido conquistado, nuestra moral mejorará considerablemente. Esa hazaña dará nuevas fuerzas a nuestros hombres y permitirá que acabemos con los Fhoi Myore de una vez y para siempre.

–Se necesitan grandes hazañas, cierto, y también mucha astucia –dijo Goffanon.

–Y aliados –dijo Jhary en un tono de honda emoción–. Más aliados como tú, buen Goffanon, y como Ilbrec el de la piel dorada... Sí, necesitamos más amigos sidhi.

–Mucho me temo que ya no quedan más sidhi aparte de nosotros dos –murmuró Goffanon.

–¡No es propio de ti expresar pensamientos tan teñidos de melancolía, amigo Jhary! – Corum puso su mano de plata sobre el hombro de su compañero–. ¿Qué ha causado esta repentina tristeza? ¡Somos más fuertes de lo que jamás lo habíamos sido en el pasado!

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