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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La espada y el corcel (16 page)

BOOK: La espada y el corcel
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–Ten mucho cuidado y no lo dañes –dijo el gato con la voz de Sactric de Malibann.

–Aún he de eliminar el hechizo con el que lo envolví –dijo Goffanon.

El enano sidhi apartó la hierba para dejar al descubierto un trozo de tierra que mediría medio metro de un extremo a otro, se arrodilló sobre él y deslizó un poco de tierra entre sus dedos murmurando lo que parecía ser una sencilla serie de pareados. Una vez hecho esto, dejó escapar un gruñido y desenvainó su cuchillo, y empezó a cavar lenta y cautelosamente en el suelo.

–¡Ugh! –Goffanon por fin encontró lo que estaba buscando y sus rasgos se fruncieron en una mueca de gran repugnancia.

–Aquí está, Sactric.

Y después sacó del suelo sosteniéndola por delgadas hebras de cabellos una cabeza humana, tan momificada como lo había estado la del propio Sactric pero que a pesar de ello estaba envuelta por una aureola no sólo de innegable feminidad sino también, y lo que era aún más extraño, de belleza, aunque no había nada que resultara hermoso a primera vista en aquella cabeza cercenada.

–¡Terhali! –suspiró el gatito blanco y negro, y la emoción que apareció en sus ojos después de pronunciar aquella palabra era pura y simple adoración–. ¿Te ha hecho algún daño, amor mío, mi dulce hermana?

Y todos dejaron escapar un jadeo ahogado de horror y sorpresa cuando la cabeza abrió sus ojos y reveló que éstos eran puros y límpidos, y de un verde gélido.

–Oigo tu voz, Sactric mío –replicaron los labios putrefactos–, pero no veo tu rostro. ¿Será quizá que sigo estando un poco ciega?

–No, eso se debe a que por el momento me veo obligado a morar dentro de este gato. Pero pronto estaremos en nuevos cuerpos, cuerpos que puedan aceptarnos, y en otro plano... Existe una posibilidad de que por fin podamos escapar de este plano, amor mío.

Habían traído una arqueta de Ynys Scaith y colocaron la cabeza dentro del recipiente de bronce y oro, y los ojos les contemplaron desde la penumbra antes de que la tapa bajara sobre ellos.

–¡Adiós por ahora, amado Sactric!

–¡Adiós, Terhali!

–Y esto es lo que le robaste a Sactric –murmuró Corum mirando a Goffanon.

–Sí, le robé la cabeza de su hermana. Es lo único que queda de ella, pero es suficiente. Tiene un poder igual al de su hermano. Si hubiera estado en Ynys Scaith cuando llegasteis allí, dudo mucho de que hubieseis podido sobrevivir.

–Goffanon tiene razón –dijo el gato blanco y negro sin apartar la mirada de la arqueta que el enano sostenía debajo de su brazo–. Ésa es la razón por la que no podía abandonar este plano hasta que me fuese devuelta. Ella es todo lo que amo..., mi Terhali.

Jhary-a-Conel extendió la mano hacia el gato y le dio una cariñosa palmadita en la cabeza, como queriendo demostrarle que comprendía y respetaba sus sentimientos.

–Sí, suele decirse que incluso los peores de entre nosotros sienten ternura hacia algo, ¿verdad?

Y se limpió una lágrima imaginaria.

–Y ahora debemos partir lo más deprisa posible con rumbo a Craig Dôn.

–¿Por dónde se va a Craig Dôn? –preguntó Jhary-a-Conel mirando a su alrededor.

–Por ahí –dijo Ilbrec señalando en dirección este–. Hacia el invierno...

Corum ya casi había olvidado lo terrible que era el invierno de los Fhoi Myore, y agradeció al destino que hubieran tropezado con una aldea abandonada en la que habían encontrado caballos y gruesas pieles con las que abrigarse, pues sin los caballos y las pieles su situación no hubiera tardado en volverse desesperada. Incluso Ilbrec iba envuelto en las pieles de la marta y el zorro de las nieves. Ya habían transcurrido cuatro noches, y cada noche parecía anunciar la llegada de una mañana aún más fría que la anterior. Habían encontrado las señales de las victorias de los Fhoi Myore que tan familiares les resultaban esparcidas por doquier: el suelo resquebrajado como a causa del golpe de un martillo gigantesco, cuerpos congelados retorcidos en las posturas de la agonía, cadáveres mutilados de seres humanos y de animales, pueblos en ruinas, grupos de guerreros convertidos en estatuas de hielo por el poder del ojo de Balahr, niños desgarrados por los dientes de los Sabuesos de Kerenos que habían convertido cada cuerpecito en una docena de fragmentos ensangrentados... Eran los signos de aquel invierno terrible y antinatural que estaba destruyendo hasta la mismísima hierba de los campos, y que dejaba la desolación en todos los lugares donde se formaba el hielo.

Se abrieron paso por las profundas cañadas repletas de nieve, cayendo a menudo, tropezando y tambaleándose con frecuencia, y extraviándose por completo de vez en cuando; y a pesar de todo ello siguieron avanzando tenazmente hacia Craig Dôn, el Lugar de Poder que a esas alturas quizá ya se hubiera convertido en el cementerio de los últimos mabden.

Y la blanca nieve seguía cayendo del cielo gris que no parecía tener final, y la sangre era como hielo en sus venas, y sus pieles se agrietaban y sus miembros se fueron envarando y sucumbiendo al dolor hasta que incluso el respirar se convirtió en una terrible tortura para sus pechos, y mientras guiaban a sus monturas llevándolas de las riendas fueron muchos los momentos en los que sintieron la tentación de acostarse sobre la blanda nieve y de olvidar todas sus ambiciones, para morir como sabían que debían haber muerto ya sus camaradas.

De noche, cuando encendían una mísera hoguera y se sentaban lo más cerca posible de ella, apenas si eran capaces de mover los labios para hablar y parecía como si sus mentes estuvieran tan entumecidas por el frío como sus cuerpos; y solía ocurrir que el único sonido que se oía en esos momentos fuera el murmullo del gatito blanco y negro que se había hecho un ovillo al lado de la arqueta de bronce y oro y hablaba en voz baja con la cabeza que contenía, y podían oír cómo la cabeza le contestaba, pero no sentían ninguna curiosidad respecto a cuál pudiera ser la naturaleza de la conversación que mantenían Sactric y Terhali.

Corum no estaba muy seguro de cuántos días y cuántas noches habían transcurrido (lo único que sentía era una leve sorpresa al ver que seguía con vida) cuando llegaron a la cima de una colina y pudieron contemplar una gran llanura sobre la que se precipitaba un delgado velo de nieve; y en la lejanía vieron un muro de niebla y la reconocieron por lo que era, pues estaban ante la neblina que acompañaba a los Fhoi Myore dondequiera que fuesen, y que algunos creían era creada por su aliento pestilente mientras que otros pensaban que el Pueblo Frío la necesitaba para preservar durante un poco más de tiempo sus vidas enfermas. Y supieron que habían llegado al Lugar de los Siete Círculos de Piedra, el lugar sagrado de los mabden, el más grande de todos sus Lugares de Poder, Craig Dôn. Cuando estuvieron un poco más cerca pudieron oír el horrendo ulular de los Sabuesos de Kerenos, las voces atronadoras y extrañamente melancólicas de los Fhoi Myore, y los susurros y murmullos de los vasallos de los Fhoi Myore, los guerreros del pueblo de los pinos que en tiempos habían sido hombres pero que se habían convertido en hermanos de los árboles.

–Esto significa que algunos de nuestros camaradas todavía viven –dijo Jhary-a-Conel, acercándose a Corum sobre un caballo que avanzaba cansinamente a través de una capa de nieve tan alta que le llegaba hasta el cuello en algunos momentos–. Los Fhoi Myore nunca permanecerían tan cerca de Craig Dôn a menos que hubiese algo para mantenerlos ahí.

Corum asintió. Sabía que los Fhoi Myore temían Craig Dôn y que en circunstancias normales evitarían a toda costa acercarse a aquel lugar, ya que Gaynor se lo había revelado cuando creyó tenerles atrapados allí hacía varios meses.

Ilbrec los precedía cabalgando sobre
Crines Espléndidas
e iba abriendo un sendero a través de la nieve que los demás podían seguir. De no haber sido por la presencia del gigante sidhi, su avance habría sido mucho más lento y, de hecho, probablemente jamás hubieran conseguido llegar a Craig Dôn antes de ser consumidos por el frío. Goffanon iba en segundo lugar, a pie como siempre, con el hacha encima del hombro y la arqueta que contenía la cabeza de Terhali debajo del brazo. Su herida ya había empezado a curarse, pero aún tenía el hombro un tanto envarado.

–El círculo de los Fhoi Myore ya ha quedado completado –dijo Ilbrec–. Mucho me temo que no conseguiremos atravesar sus filas sin ser detectados...

–O sin pagar un alto precio por ello.

Corum contempló cómo su aliento creaba una nubécula blanca al entrar en contacto con el aire helado, e intentó envolver un poco mejor su cuerpo tembloroso en las gruesas pieles que lo cubrían.

–¿No podría Sactric conjurar alguna ilusión que nos permitiera pasar a través de los sitiadores sin ser vistos? –sugirió Jhary.

A Goffanon no le gustó demasiado la sugerencia.

–Creo que será mejor reservar las ilusiones para más tarde –dijo–, para que nadie sospeche la verdad cuando llegue el momento crucial...

–Sí, supongo que es lo más prudente –accedió Jhary-a-Conel de mala gana–. Bien, entonces yo diría que debemos correr el riesgo... Por lo menos, los Fhoi Myore no esperan que nadie les ataque desde fuera de Craig Dôn.

–Nadie que estuviese en su sano juicio lo haría –dijo Corum con una leve sonrisa.

–Me parece que en este momento ninguno de nosotros está muy cuerdo –replicó Jhary, y consiguió guiñarle un ojo.

–¿Qué opinas, Sactric? –preguntó Ilbrec volviéndose hacia el gatito blanco y negro.

Sactric frunció el ceño.

–Preferiría que mi hermana y yo conserváramos nuestras fuerzas hasta el último momento –dijo–. Lo que nos pedís que hagamos es una tarea considerable, pues nos resulta mucho más difícil utilizar nuestro poder cuando estamos fuera de Ynys Scaith.

Ilbrec aceptó sus palabras.

–Iré el primero para despejar el camino. Seguidme, y manteneros lo más cerca posible. Desenvainó su gran espada Vengadora y la hoja brilló con un extraño resplandor bajo la fría luz, pues la espada era una criatura del sol y el sol llevaba mucho tiempo sin ser visto en aquella llanura. El calor irradió de ella y pareció derretir los copos de nieve mientras caían. Ilbrec rió, y su rostro rubicundo se llenó de una luminosidad dorada.

–¡Adelante,
Crines Espléndidas
! –le gritó a su caballo–. ¡A Craig Dôn! ¡Al Lugar de Poder!

Y un instante después ya estaba galopando a tal velocidad que la nieve salía despedida formando nubes enormes a ambos lados de él, y sus camaradas le siguieron de cerca, gritando y agitando sus armas tanto para darse ánimos como para mantenerse lo más calientes posible mientras Ilbrec avanzaba ante ellos y se esfumaba en la neblina impregnada por un frío antinatural de los Fhoi Myore, guiándoles hacia Craig Dôn.

Un instante después Corum también entró en la neblina manteniendo la mirada fija en su gigantesco camarada, y enseguida tuvo una vaga impresión de enormes siluetas oscuras que se movían por entre la neblina, de sabuesos que lanzaban ladridos de advertencia, de jinetes de piel verdosa que intentaban detectar la naturaleza de aquellos que habían irrumpido tan súbitamente en su campamento, y oyó una voz que reconoció enseguida.

–¡Ilbrec! –gritó la voz–. ¡Es el gigante! ¡Los sidhi van hacia Craig Dôn! ¡A mí los ghoolegh! ¡Agrupaos y luchad!

Era la voz del príncipe Gaynor, la voz de Gaynor el Maldito, cuyo destino estaba unido de manera tan estrecha al de Corum.

Los cuernos de caza de los ghoolegh sonaron llamando a sus feroces perros para que se reunieran con ellos y la neblina se llenó de temibles ladridos y gañidos, pero Corum seguía sin poder ver a las bestias de piel blanquecina, orejas rojas como la sangre y llameantes ojos amarillos, las criaturas a las que su amigo Goffanon temía por encima de todas las cosas.

Un gemido ensordecedor contestó a la advertencia de Gaynor, una voz llena de dolor, y Corum supo que estaba oyendo la voz del mismísimo Kerenos, lúgubre, angustiada, carente de palabras; la voz de uno de los Señores del Limbo, tan desolada como la llanura de la cual habían surgido aquellos dioses agonizantes. Corum esperó que Balahr no estuviera cerca pues Balahr, el hermano de Kerenos, sólo necesitaría dirigir su mirada hacia ellos para dejarlos congelados hasta el fin de la eternidad.

De repente Corum vio bloqueado su camino por cuatro o cinco criaturas de rostros flácidos e inexpresivos cuya piel era casi tan blanca como la nieve que los rodeaba por todas partes, y las criaturas iban armadas con sables de gruesa hoja más adecuados para descuartizar los cuerpos de las presas de una cacería que para combatir; pero Corum sabía que aquéllas eran las armas favoritas de los ghoolegh, y las criaturas a las que se enfrentaba eran ghoolegh.

Corum empezó a repartir tajos a su alrededor con su espada color de luna, y se maravilló ante la facilidad con la que el metal se deslizaba a través de la carne y el hueso, y comprendió que la espada había alcanzado la plenitud de sus poderes después de haber recibido un nombre. Matar a los ghoolegh resultaba casi imposible, pero aun así Corum consiguió dejar tan maltrechos a sus oponentes que pronto dejaron de suponer ningún peligro para él y pudo atravesar con gran facilidad sus filas y reunirse con Ilbrec, a quien aún se podía ver delante de ellos con Vengadora subiendo y bajando como una llama viva para destruir a las criaturas de los pinares y a los escasos sabuesos que habían respondido a la llamada de los cuernos de los ghoolegh por el momento.

El salvaje júbilo de la batalla hizo que durante un tiempo Corum apenas se percatase de la insidiosa acción de la neblina de los Fhoi Myore que estaba respirando, pero poco a poco se fue dando cuenta de que sentía como si su garganta y sus pulmones estuvieran llenándose de escarcha que se solidificaba y se convertía en hielo dentro de ellos y sus movimientos se fueron volviendo más lentos y torpes, al igual que los de su caballo.

–¡Soy Corum! –gritó desesperadamente lanzando su grito de batalla–. ¡Soy Cremm Croich del Túmulo! ¡Soy Llaw Ereint, la Mano de Plata! ¡Temblad, lacayos de los Fhoi Myore, pues los héroes mabden han vuelto a la Tierra! ¡Temblad, pues somos los enemigos del Invierno!

Y la espada llamada
Traidora
brilló como el rayo e infligió la fría muerte a un perro de fauces chasqueantes, mientras en otro punto del combate Goffanon entonaba una canción tan melancólica como una elegía funeraria mientras hacía girar su hacha con una sola mano trazando un círculo de metal mortífero, y Jhary-a-Conel, el gato blanco y negro aferrado a su hombro, sostenía una espada en cada mano y hacía llover a su alrededor estocadas y mandobles mientras de sus labios brotaba un sonido que más parecía un grito de miedo que un cántico de batalla.

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