Había tres figuras en el bote, pero sólo una envuelta en gruesas pieles estaba remando. Sus compañeros permanecían sentados, a proa y a popa respectivamente, y sus cuerpos también estaban envueltos en gruesas capas.
Los tres hombres aún tenían que recorrer una considerable distancia para desembarcar cuando Ilbrec y Corum ya habían entrado en el mar y avanzaban por él con el agua hasta la cintura, gritando con toda la potencia de sus pulmones.
–¡Atrás, atrás! ¡Ésta es una tierra de terrores! –gritó Ilbrec.
–Este lugar es Ynys Scaith, la isla de las sombras –les advirtió Corum–. ¡Todos los mortales que desembarcan aquí están condenados a perecer!
Pero la corpulenta silueta siguió remando y sus compañeros no dieron señal alguna de haber oído los gritos de aviso, por lo que Corum empezó a preguntarse si los recién llegados no se hallarían ya bajo los efectos de algún encantamiento de los malibann.
Ilbrec y Corum por fin consiguieron llegar al bote cuando éste ya se encontraba muy cerca de la orilla. Corum se aferró a la borda mientras el gigantesco cuerpo de Ilbrec se alzaba sobre el bote, un impresionante coloso que en nada podía distinguirse del dios del mar que su padre había sido en las leyendas de los mabden.
–¡Este lugar es muy peligroso! –retumbó la voz de trueno de Ilbrec–. ¿Acaso no podéis oírme?
–Me temo que no pueden –dijo Corum–. Me temo que se hallan bajo los efectos de una ilusión mágica, al igual que lo estábamos nosotros antes...
Y un instante después la figura de la proa echó hacia atrás su capuchón y sonrió.
–En absoluto, Corum Jhaelen Irsei o, por lo menos, extremadamente improbable. ¿No nos reconoces?
Corum conocía muy bien aquel rostro. Reconoció los rasgos ancianos y apuestos enmarcados por largos mechones grises y la frondosa barba gris; reconoció los ojos azules de mirada dura y penetrante, los labios gruesos y curvados, el collar de oro adornado con gemas incrustadas que lucía en el cuello y las joyas que hacían juego con él y que adornaban los dedos largos y esbeltos. Reconoció la voz cálida y suave que estaba llena de una profunda sabiduría adquirida mediante un considerable gasto de tiempo y energía mental. Reconoció al hechicero Calatin, con el que se había encontrado por primera vez en el bosque de Laahr cuando Corum andaba en busca de la lanza Bryionak, hacía ya mucho tiempo y en lo que el Corum de aquel momento pensó había sido un período mucho más feliz de su existencia.
Y en el mismo instante en el que Corum reconocía a su viejo enemigo Calatin, oyó la voz temblorosa de Ilbrec.
–¡Goffanon! ¡Goffanon! –exclamó el joven gigante sidhi.
Pues no cabía duda de que la corpulenta silueta que había hecho avanzar al bote a fuerza de remos era la del enano sidhi, Goffanon de Hy-Breasail. Sus ojos estaban vidriosos y su rostro fláccido e inexpresivo, pero Goffanon les miró y habló.
–Goffanon vuelve a servir a Calatin –dijo.
–¡Te tiene en su poder! –exclamó Corum–. Oh, estaba seguro de que esa vela no nos traería buenas noticias... Calatin, ni siquiera tú puedes sobrevivir en Ynys Scaith –se apresuró a añadir–. Los habitantes de esta isla tienen poderes enormes que les permiten crear ilusiones letales. Volvamos todos a tu navío, y alejémonos de aquí a toda vela para dirimir nuestras disputas en un clima más agradable.
Calatin miró a su alrededor. Sus ojos se posaron en el tercer ocupante del bote, que no había revelado su rostro y lo mantenía totalmente oculto por su capuchón.
–No se me ocurre nada que decir en contra de esta isla –replicó.
–Eso se debe a que no la ves como es en realidad –insistió Corum–. Calatin, haz un trato con nosotros y llévanos a tu navío...
Calatin se alisó su barba gris.
–Creo que no lo haré. Estoy harto de navegar, y nunca me ha sentado demasiado bien cruzar las aguas. Desembarcaremos.
–Hechicero –gruñó Ilbrec–, te advierto que en cuanto pongas los pies en esta isla, estarás tan condenado como todos los infortunados que te han precedido.
–Ya lo veremos. Goffanon, arrastra el bote playa adentro para que no me moje la ropa cuando baje de él.
Goffanon salió obedientemente del bote y empezó a remolcarlo a través del agua y sobre la playa mientras Ilbrec y Corum le observaban sin poder hacer nada.
Después Calatin bajó con un elegante movimiento a la playa y miró a su alrededor mientras estiraba los brazos desplegando así su túnica, que estaba totalmente cubierta por símbolos de lo oculto. Tragó con expresión complacida una profunda bocanada de aquel aire contaminado y pestilente, y después chasqueó los dedos. La tercera figura, que seguía completamente oculta e irreconocible, obedeció el sonido levantándose del asiento de popa y se reunió con Calatin y Goffanon en la playa.
Los cinco permanecieron inmóviles durante un momento, cara a cara con el bote entre ellos.
–Espero que seáis fugitivos –dijo Ilbrec por fin– y que estéis huyendo de la victoria que los mabden han alcanzado sobre los Fhoi Myore.
Y Calatin sonrió y se tapó los labios con su mano enjoyada.
–¿Es que todos tus amos Fhoi Myore han muerto? –preguntó Corum agresivamente, pero sin mucha convicción.
–Los Fhoi Myore no son mis amos, Corum –replicó Calatin en un tono de suave reprimenda–. Son aliados ocasionales míos, y colaboramos en nuestro mutuo beneficio.
–Hablas como si los Fhoi Myore siguieran con vida.
–Cierto, siguen vivos. Están vivos, Corum... –Calatin pronunció aquellas palabras con el mismo tono suave e impasible, y sus ojos azules estaban llenos de humor y malicia–. Y han triunfado, y se han alzado con la victoria. Son dueños de Caer Llud, y en estos momentos persiguen a lo que queda del ejército de los mabden. Me temo que no transcurrirá mucho tiempo antes de que todos los mabden hayan perecido.
–¿Me estás diciendo que no hemos vencido a los Fhoi Myore en Caer Llud?
–¿Acaso esperabas que os fuera posible vencer? ¿Quieres que te diga los nombres de algunos de los que murieron allí?
Corum meneó la cabeza y empezó a darle la espalda, pero se detuvo y dejó escapar un gemido.
–Muy bien, hechicero... ¿Quién murió?
–El rey Mannach murió allí, con el cuerpo atravesado por su propio estandarte de batalla. Creo que conocías al rey Mannach, ¿no?
–Le conocía, y ahora le honro.
–¿Y también conocías al rey Fiachadh? ¿Era otro amigo tuyo, quizá?
–¿Qué ha sido del rey Fiachadh?
–Tengo entendido que fue prisionero de mi señora Goim durante unas cuantas horas.
–¿De Goim? –Corum se estremeció, y se acordó de las historias sobre los horrendos gustos de la temible Fhoi Myore que había oído contar–. ¿Y su hijo, el joven Fean?
–Creo que compartió el destino de su padre.
–¿Qué otros perecieron? –susurró Corum.
–Oh, muchos. Muchos de los héroes mabden...
–El Héroe de la Rama, el amigo de Ayan el de la Mano Velluda –dijo de repente Goffanon en un tono distante y extrañamente mecánico–, fue hecho pedazos por los Sabuesos de Kerenos, que también despedazaron a Fionha y Cahleen, las doncellasguerreras..
–Y de los Cinco Caballeros de Eralskee sólo el más joven sigue con vida, si es que el frío no ha acabado ya con él a estas alturas. Huyó a uña de caballo, perseguido por el príncipe Gaynor y el Pueblo de los Pinos –siguió diciendo Calatin con obvio deleite–. Y el rey Daffyn perdió las piernas y murió congelado a menos de un kilómetro de Caer Llud... Había recorrido esa distancia arrastrándose, y vimos su cadáver mientras nos dirigíamos hacia aquí. Y el rey Khonun de los Tuha-na-Anu fue encontrado colgando de la rama de un árbol a unos diez metros de él... Creo que fueron los ghoolegh quienes descubrieron su cuerpo. ¿Y conoces a alguien llamado Kernyn el Harapiento, un hombre de atuendo singular y muy poco dado a la limpieza?
–Conozco a Kernyn el Harapiento –dijo Corum.
–Kernyn y un grupo de aquellos a los que guiaba en la batalla fueron encontrados por el ojo de mi señor Balahr, y murieron congelados antes de que Kernyn pudiera asestar un solo golpe.
–¿Quién más?
–El rey Ghachbes pereció en la batalla, así como Grynion Jinete-del-Buey, y Ciar de Más Allá del Oeste, y Meyahn, el Zorro Rojo, y los dos Shamane, tanto el Alto como el Bajo, y Uther del Valle Melancólico... Un gran número de guerreros de todas las tribus de los mabden perecieron también. Ah, y Pwyll Rompe Espaldas fue herido, probablemente de manera mortal, al igual que el Viejo Dylann y Sheonan la Doncella del Hacha, y quizá también Morkyan de las Dos Sonrisas...
–Basta –dijo Corum–. ¿No queda ningún mabden con vida?
–En estos momentos me parece improbable, aunque llevamos algún tiempo viajando. Tenían muy pocas provisiones y se dirigían hacia Craig Dôn, donde podían tener la seguridad de hallar un refugio temporal, pero morirán de hambre una vez hayan llegado allí. Morirán en su lugar sagrado... Quizá es lo único que desean. Los mabden saben reconocer cuándo ha terminado su hora sobre la tierra.
–Pero tú eres un mabden –dijo Ilbrec–. Hablas de la raza como si no pertenecieras a ella.
–Soy Calatin –dijo el hechicero como si estuviera dirigiéndose a un niño– y no tengo raza. Hubo un tiempo en el que tuve una familia, y eso fue todo, y ahora la familia también ha desaparecido.
–Fueron enviados a la muerte en beneficio tuyo, creo recordar –dijo Corum salvajemente.
–Eran hijos obedientes y respetuosos, si es eso lo que quieres decir. –Calatin dejó escapar una suave carcajada–. Pero no tengo herederos naturales, es cierto...
–Y como no te queda ningún heredero, ¿prefieres ver morir a toda tu raza?
–Quizá ése sea el motivo que me impulsa a hacer lo que hago –admitió Calatin sin inmutarse–. Sin embargo y por otra parte, no debemos olvidar que un inmortal no tiene ninguna necesidad de herederos, ¿verdad?
–¿Eres inmortal?
–Eso espero.
–¿Y a través de qué medios has conseguido llegar a serlo? –preguntó Corum.
–A través de los medios que tú ya conoces: escogiendo adecuadamente a mis aliados y utilizando sabiamente mis habilidades.
–¿Y es eso lo que te trae a Ynys Scaith? ¿Albergas la esperanza de encontrar más aliados que sean todavía más despreciables que los Fhoi Myore? –preguntó Ilbrec poniendo la mano sobre la empuñadura de su espada–. Bien, pues debería advertirte de que los malibann no necesitan a gente como tú, y que te tratarán de la misma manera que nos han tratado a nosotros. No hemos conseguido convencerles de que fueran en nuestra ayuda.
–Eso no me sorprende.
El tono de Calatin seguía siendo tranquilo y afable.
–Te destruirán cuando nos destruyan –dijo Corum sintiendo una especie de desesperada satisfacción.
–No lo creo.
–¿Por qué dices eso? –Ilbrec fulminó con la mirada al hechicero que mantenía bajo su poder a su viejo amigo Goffanon–. ¿Por qué no lo crees, Calatin?
–Porque ésta no es mi primera visita a Ynys Scaith. –Calatin movió una mano señalando la figura encapuchada que permanecía inmóvil a su derecha–. Dijiste que no tengo herederos, pero fue en Ynys Scaith y con la ayuda de los malibann donde nació mi hijo. Me gusta pensar en él como mi hijo... Ah, y también fue en Ynys Scaith donde descubrí y aprendí a utilizar muchos poderes nuevos.
–¡Entonces eres tú! –exclamó Ilbrec–. Eres el aliado de los malibann..., el aliado del que hablaron.
–Sí, creo que debe tratarse de mí.
La sonrisita de Calatin estaba tan llena de complacencia y deleite que Corum desenvainó su espada y corrió hacia él, pero un instante después el hacha de guerra de Goffanon chocó de plano con la cota que protegía su pecho, y el príncipe vadhagh fue derribado y cayó de bruces sobre la sucia playa mientras Calatin meneaba la cabeza fingiendo desesperación.
–Dirige tu ira contra ti mismo, príncipe Corum de la Mano de Plata –le dijo–. Recibiste un pésimo consejo y lo seguiste. Si hubieras estado en Caer Llud para ponerte al frente de los mabden, quizá la batalla no habría seguido un curso tan nefasto para ellos...
Corum empezó a levantarse y alargó la mano hacia su espada, que había caído a un par de metros de él, pero Goffanon el de la barba negra volvió a usar su hacha para apartar la espada de Corum.
–Debes saber que los mabden que sobrevivieron te culpan de su derrota, príncipe Corum –dijo Calatin–. Te llaman traidor. Creen que cambiaste de bando para unirte a los Fhoi Myore, y que luchaste contra ellos.
–¿Cómo pueden creer eso? Ahora sé que eres un mentiroso y que todo lo que has dicho eran mentiras, Calatin... He estado aquí todo este tiempo. ¿Qué prueba tienen de ello?
Calatin dejó escapar una risita.
–Tienen pruebas más que suficientes, príncipe Corum.
–Entonces es que se hallaban bajo los efectos de una ilusión mágica... ¡De uno de tus hechizos!
–Oh, príncipe Corum, qué gran honor me haces diciendo eso...
–Jhary-a-Conel... ¿No estaba allí?
–El pequeño Jhary-a-Conel estuvo conmigo durante un tiempo cuando comprendió a favor de qué bando empezaba a decantarse el combate, y luego se desvaneció... Sin duda se avergonzaba de su decisión, aunque yo la consideré sensata y juiciosa.
Y entonces Corum se echó a llorar, y el saber que su enemigo Calatin estaba siendo testigo de su pena aumentó todavía más su aflicción y su dolor.
Y mientras Corum lloraba una voz llegó hasta ellos desde algún lugar. Era la voz reseca y muerta de Sactric, y contenía una sombra de impaciencia.
–Escolta a quienes te acompañan al Gran Palacio, Calatin –dijo Sactric–. Ardemos en deseos de ver qué nos has traído y si has cumplido con tu parte del trato.
Sobre una colina, decidiendo el destino del mundo
El Gran Palacio ya no era un palacio, sino el lugar donde en tiempos se había hallado un palacio. En aquel distante pasado el enorme pino que se alzaba en la cima de la única colina de Ynys Scaith había crecido en el centro del palacio, pero ya sólo quedaban algunas huellas de los cimientos originales.
Los mortales y los sidhi estaban sentados sobre bloques de piedra cubiertos de hierba, y la momia que era Sactric permanecía inmóvil en el punto donde dijo había estado en tiempos su gran trono. Sactric les había contado que aquel trono había sido tallado a partir de un rubí colosal, pero nadie le creyó.
–Bien, Emperador Sactric –empezó diciendo Calatin–, como podéis ver he cumplido con la última parte de nuestro trato y os he traído a Goffanon.