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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La espada y el corcel (11 page)

BOOK: La espada y el corcel
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Y a los enemigos del este tuvimos que enfrentarnos,

y los enemigos eran valientes y no conocían el miedo.

En cincuenta combates lucharon los sidhi,

y vestidos de sangre quedaron.

Temibles éramos en la guerra.

Temibles éramos en la guerra.

Corum sintió que algo se posaba en su espalda y que unas garras gélidas entraban en contacto con su carne. Lanzó un grito y un mandoble hacia atrás, y su hoja se abrió paso a través de la piel escamosa y el hueso frágil y quebradizo, y un dragón tosió y vomitó sangre sobre su yelmo plateado. Corum se limpió la sustancia fría y pegajosa que había caído sobre su ojo justo a tiempo para lanzar una estocada hacia arriba contra un dragón que se lanzaba sobre la cabeza desprotegida de Ilbrec con las garras extendidas.

Y mientras tanto Ilbrec seguía cantando:

Y si el barro llega a reclamar los cuerpos de los sidhi,

rezad para que ese barro sea conocido.

Dejad que los héroes mortales canten nuestra fama,

que en suelo sidhi descansan los huesos de los sidhi.

En tierra extranjera yacemos en soledad.

En tierra extranjera yacemos en soledad.

Corum adivinó el significado de la canción de Ilbrec, pues a él también le repugnaba la idea de que aquellas criaturas sin mente le robasen la vida, y el tener que morir en aquel lugar sin nombre y sin que nadie supiera cómo había muerto.

Por lo menos la mitad de los dragones habían muerto o estaban tan malheridos que ya no suponían ninguna amenaza, pero el movimiento del gigantesco corcel sidhi al encabritarse y pisotear los cuerpos de los reptiles estaba haciendo que cada vez más fragmentos del puente se desprendieran, y un agujero de un tamaño bastante considerable ya había aparecido delante de ellos. Corum había dividido su atención entre el desastre potencial y el inmediato, y eso le impidió ver que un dragón se lanzaba sobre él. Las garras de la bestia alada se hundieron en sus hombros y su hocico abrió y cerró las mandíbulas delante de su rostro. Corum alzó su escudo con un jadeo ahogado, incrustó el borde en el blando vientre del dragón y, al mismo tiempo, hundió la punta de su espada sin nombre en el cuello de la criatura. El cuerpo del reptil perdió su presa y cayó sobre las losas del puente, y en ese instante la estructura de piedra cedió por fin y
Crines Espléndidas
, Ilbrec y Corum se precipitaron hacia el enjambre de negras criaturas que nadaba en las negras aguas del abismo.

–¡Agárrate a mi cinturón, Corum! –oyó que gritaba Ilbrec–. ¡No te sueltes pase lo que pase!

Y aunque Corum obedeció, no vio mucho sentido en las instrucciones que le daba el sidhi, ya que después de todo no tardarían en estar muertos. Pero antes vendría el dolor, naturalmente, y Corum esperó que no durase mucho tiempo.

Segundo capítulo

Los malibann se revelan a sí mismos

Hubo un momento en el que estaban cayendo y un momento en el que estaban ascendiendo, pero Corum, quien se había estado preparando para la muerte, no se dio cuenta de cuándo se había producido el cambio.
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parecía haber seguido una ruta sorprendente, y estaba galopando en el cielo, flotando de regreso hacia el puente derrumbado. Los dragones se habían esfumado, sin duda porque no estaban dispuestos a perseguir a sus presas hasta el fondo del abismo y mantener una disputa de propiedad con sus primos de mayores dimensiones.

Y el joven Ilbrec estaba riendo, pues había adivinado lo que debía de sentir Corum en aquellos instantes.

–Los antiguos caminos están por todas partes –dijo–. ¡Doy gracias a mis antepasados de que
Crines Espléndidas
siga siendo capaz de encontrarlos!

El caballo redujo el paso hasta ponerse al trote, aparentemente pisando todavía en el aire, y después siguió avanzando hacia el otro extremo del abismo.

Corum dejó escapar un suspiro de alivio. Tenía razones más que sobradas para confiar en los poderes de
Crines Espléndidas
, pero aun así le resultaba difícil creer en su capacidad para cabalgar sobre el agua y, naturalmente, todavía le resultaba más difícil creer que pudiera sostenerse sobre el aire. Los cascos del corcel volvieron a entrar en contacto con un suelo que Corum pudo ver era sólido, y
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se detuvo. Otro sendero llevaba a través de unas colinas no muy altas cubiertas por una especie de fungosidad multicolor que tenía un aspecto enfermizo y repugnante. Ilbrec y Corum desmontaron para inspeccionar sus heridas. Corum había perdido su arco y su aljaba estaba vacía, por lo que la arrojó a un lado, pero las garras del dragón no habían producido nada más grave que heridas poco profundas en la carne de sus brazos y sus hombros. Ilbrec había salido similarmente ileso del combate. Se sonrieron el uno al otro, y ambos comprendieron que ninguno de los dos había esperado sobrevivir mientras estaba en aquel puente tembloroso.

Ilbrec sacó su botella de agua de la alforja y se la ofreció a Corum. La botella tenía el tamaño de un barrilete y Corum tuvo cierta dificultad para levantarla hasta sus labios, pero agradeció el trago.

–Lo que me tiene perplejo es el tamaño de Ynys Scaith –dijo Ilbrec, cogiendo la botella que le devolvía Corum y levantándola–. Vista desde el mar parece una isla comparativamente pequeña, pero desde aquí parece ser una extensión de tierra de gran tamaño que se extiende hasta allí donde puede ver el ojo. Y mira... –Señaló a lo lejos, donde la colina y el pino se alzaban nítidamente recortados a pesar de que todo el paisaje que los rodeaba era vago y borroso–. La colina parece encontrarse más lejos de nosotros que nunca. Corum, estoy convencido de que este lugar se halla bajo los efectos de un hechizo de considerable poder que crea falsas imágenes mágicas.

–Yo también –dijo el príncipe vhadagh–, y tengo la impresión de que apenas hemos empezado a comprender hasta dónde llegan los límites de ese hechizo.

Montaron de nuevo, y siguieron el camino que atravesaba las colinas hasta que doblaron un recodo y vieron que las colinas terminaban de repente y eran sustituidas por una llanura que parecía ser de cobre batido, y que brillaba con un sinfín de iridiscencias reflejando los rayos del sol; y a lo lejos, en lo que Corum pensó era el centro de la llanura, se alzaban unas cuantas figuras. Corum no pudo distinguir si eran hombres o bestias, pero se aseguró de que podría desenvainar la espada que le había regalado Goffanon sin perder ni un momento, y aseguró el escudo más firmemente sobre su brazo mientras
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empezaba a trotar sobre la llanura y sus cascos creaban un golpeteo metálico al chocar con el cobre.

Corum se llevó una mano a la frente para proteger su ojo del resplandor que despedía la llanura de cobre e intentó distinguir algún detalle, pero tuvo que pasar un buen rato antes de que pudiese estar seguro de que las figuras eran humanas, y más tiempo aún antes de que se diera cuenta de que eran mabden –hombres, mujeres y niños– y de que sólo unos cuantos se hallaban en pie. La gran mayoría yacían sobre la llanura de cobre batido y estaban totalmente inmóviles.

Ilbrec agitó las riendas de
Crines Espléndidas
y el gigantesco caballo empezó a avanzar al paso.

–¿El pueblo de Artek? –murmuró Ilbrec.

–Eso parece –dijo Corum–. Hay una cierta semejanza en todos ellos.

Volvieron a desmontar, aún algo recelosos, y empezaron a caminar hacia el grupo de figuras que se destacaba de manera tan clara contra el paisaje de cobre batido.

Cuando estuvieron lo bastante cerca para poder distinguir los sonidos oyeron voces muy débiles, gemidos, quejidos, susurros y lamentaciones, y vieron que todos estaban desnudos y que casi todos los que yacían en el suelo estaban muertos. Todos parecían haber sido quemados por un fuego terrible. Los que aún estaban erguidos tenían la piel enrojecida y cubierta de ampollas, y resultaba asombroso que aún fueran capaces de sostenerse sobre sus pies. Corum pudo sentir el calor que brotaba del cobre batido incluso a través de las gruesas suelas de sus botas, y pudo imaginar lo doloroso que debía de resultar para unos pies descalzos. Aquellas personas no podían haber caminado voluntariamente hasta el centro de la llanura sin la protección de la ropa o el calzado, y estaba claro que habían sido llevadas hasta allí por la fuerza. Estaban agonizando, asándose lentamente hasta la muerte. Alguna inteligencia cruel las había obligado a ir hasta allí. Corum tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimir su ira, pues le resultaba casi imposible comprender las mentes de criaturas que eran capaces de concebir semejantes crueldades. Se dio cuenta de que algunos hombres y mujeres tenían las manos atadas a la espalda y de que intentaban infructuosamente proteger a los pocos niños que aún seguían con vida.

Cuando se percataron de la presencia de Ilbrec y Corum, los ojos ya casi incapaces de ver de los mabden que seguían con vida les contemplaron con temor. Labios llenos de ampollas se movieron intentando articular palabras de súplica.

–No somos vuestros enemigos –dijo Corum–. Somos amigos de Artek. ¿Sois el Pueblo de Fyean?

Un hombre volvió su rostro destrozado hacia Corum, y cuando habló su voz recordó el sonido del viento soplando en la lejanía.

–Lo somos... Todo lo que queda de él.

–¿Quién os ha hecho esto?

–La isla. Ynys Scaith.

–¿Cómo llegasteis a la llanura?

–¿Es que no habéis visto a los centauros..., y a las arañas monstruosas?

Corum meneó la cabeza.

–Vinimos por el puente, cruzando el abismo en cuyo fondo moran los reptiles gigantes.

–No hay ningún abismo...

Corum frunció el ceño.

–Lo hubo para nosotros.

Cogió una daga de su cinturón y dio un paso hacia delante para cortar las ataduras del hombre, pero el infortunado cautivo retrocedió tambaleándose con expresión aterrorizada.

–Somos amigos –repitió Corum–. Hemos hablado con Artek, y él nos contó lo que os había ocurrido. Nuestro encuentro con él ha jugado un gran papel en el que viniéramos aquí.

–¿Artek está a salvo? –preguntó una mujer. Era posible que fuera joven, y que hubiera sido hermosa–. ¿Está a salvo? –Corrió hacia Corum con paso tambaleante. Sus manos también estaban atadas a la espalda. La mujer cayó y logró ponerse de rodillas mientras lanzaba gemidos de dolor–. Artek...

–Está a salvo..., y una veintena de los vuestros también.

–Ah –jadeó la mujer–. Oh, me alegro...

–Es su esposa –dijo el hombre al que Corum se había dirigido en primer lugar, pero Corum ya lo había supuesto–. ¿Os ha enviado Artek para rescatarla?

–Para rescataros a todos –dijo Corum.

Le alegró poder decir esa mentira. Aquellas pobres gentes estaban agonizando, y no transcurriría mucho tiempo antes de que todos hubieran perecido.

–Entonces llegáis demasiado tarde –dijo la esposa de Artek.

Corum se inclinó para cortar sus ataduras, y la voz que habían oído antes en el bosque volvió a surgir repentinamente de la nada.

–No la liberes. Ahora es nuestra.

Corum miró a su alrededor, pero no pudo ver nada salvo que la iridiscencia y el temblor de la atmósfera parecían haberse intensificado todavía más.

–Aun así la liberaré –dijo– para que al menos pueda morir con las manos desatadas.

–¿Por qué quieres irritarnos?

–No pretendo irritar a nadie. Soy Corum Llaw Ereint. –Alzó su mano de plata–. Soy el Campeón Eterno, y he venido a Ynys Scaith en son de paz. No pretendo hacer ningún daño a sus habitantes..., pero no consentiré que se haga más daño a estas personas ante mis ojos.

–Corum, creo que por fin nos enfrentamos con el pueblo de Ynys Scaith –dijo Ilbrec en voz baja, la mano sobre la empuñadura de su espada Vengadora.

Corum le ignoró y cortó las ataduras, apartándolas de la carne quemada de la mujer.

–Corum...

Corum empezó a moverse metódicamente por entre las gentes de Fyean y les ofreció su botella de agua, y dejó en libertad a los que estaban atados. Mantuvo toda su atención concentrada en lo que hacía, y no apartó la mirada de aquellos infortunados.

–¡Corum!

La voz de Ilbrec se había vuelto más apremiante, y cuando Corum hubo terminado su tarea y alzó la mirada vio que Ilbrec y
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estaban rodeados por figuras muy altas y delgadas de un color marrón amarillento cuya piel estaba llena de surcos y marcas y que tenían muy poco cabello. Su atuendo se reducía a cinturones de los que colgaban grandes espadas. La carne de sus labios se había encogido y resecado revelando los dientes, y sus mejillas estaban hundidas al igual que sus ojos, y tenían la apariencia de cadáveres que llevan mucho tiempo preservados de la putrefacción. Cada vez que se movían, trocitos de piel o carne seca se desprendían de sus cuerpos y caían al suelo. Si había expresiones en sus rostros, Corum no pudo descifrarlas. Lo único que pudo hacer fue permanecer inmóvil y contemplarles con horror.

Uno de ellos llevaba una corona adornada con zafiros y rubíes de la que sobresalían protuberancias puntiagudas. Las piedras preciosas parecían contener más vida que su rostro o su cuerpo. Unos ojos blancos se clavaron en Corum, y unos dientes amarillentos entrechocaron cuando la criatura habló.

–Somos los malibann, y esta isla es nuestro hogar. Tenemos derecho a protegernos de los invasores. –Su acento era bastante extraño, pero las palabras resultaban fáciles de comprender–. Somos viejos...

Ilbrec asintió sardónicamente.

El líder de los malibann captó al instante la fugaz expresión que había aparecido en el rostro de Ilbrec, e inclinó su cabeza momificada.

–Rara vez utilizamos estos cuerpos –dijo a modo de explicación–, pero podéis estar seguros de que apenas los necesitamos. No nos enorgullecemos de las proezas físicas, sino de nuestros poderes de hechicería.

–Son grandes –admitió Ilbrec.

–Somos viejos y sabemos muchas cosas –siguió diciendo el líder de los malibann–. Podemos controlar casi todo aquello que deseamos controlar. Si así lo deseáramos, podríamos impedir la salida del sol.

–¿Y entonces por qué descargáis vuestro mezquino despecho sobre estas gentes? –le preguntó Corum–. ¡Éstas no son acciones propias de semidioses!

–Porque es voluntad nuestra castigar a quienes invadieron nuestra isla.

–No pretendían haceros ningún daño. Los elementos les obligaron a desembarcar en vuestra orilla.

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