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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La espada y el corcel (19 page)

BOOK: La espada y el corcel
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Corum vio una forma negra que se le aproximaba. Avanzaba con paso lento y tambaleante, como si dos piernas de un lado fueran más cortas que las otras. Grandes masas de carne gelatinosa brotaban de su cuerpo, y su cabeza colgaba tan nacidamente como si tuviera roto el cuello. Corum vio una boca redonda y sin dientes, ojos acuosos colocados asimétricamente en el lado izquierdo de la cabeza, y unas fosas nasales azul verdosas que hacían salir despedidos fragmentos de piel tan reseca como el cuero viejo con cada exhalación mientras la criatura tiraba del carro de su amo haciéndolo avanzar con visible dificultad detrás de ella. Y en el carro, manteniendo el equilibrio gracias a un brazo grotesco que se apoyaba en la pared de mimbres, su cuerpo totalmente cubierto por una especie de piel hirsuta tachonada por retazos de lo que parecía el moho que crece sobre los alimentos que se han echado a perder, con lugares donde la piel desnuda había formado una variedad de eczema amarillo que se iba desprendiendo en costras, viajaba Balahr pregonando su ira insensata con voz atronadora.

El rostro de Balahr estaba tan rojo como si algo lo hubiese mordisqueado, y en él había llagas y tiras de carne viva medio sueltas, y en algunos lugares se veían asomar los huesos, pues Balahr, al igual que sus congéneres, estaba muriendo lentamente debido a una horrible enfermedad putrefactora resultado de haber morado en aquel plano extraño durante demasiado tiempo. Y en la mejilla izquierda de Balahr había algo que se abría y se cerraba continuamente, y era la boca de Balahr, y encima de la boca y de la nariz medio roída había un único e inmenso párpado de carne muerta que cubría el terrible ojo de Balahr y ocultaba su mirada capaz de congelar a cualquier criatura viva, y en el párpado empezaba un cable unido a la carne mediante un gran gancho, y el cable pasaba por encima del cráneo de Balahr y por debajo de su sobaco, y el extremo del cable era sujetado por la mano de Balahr, su mano de dos dedos.

Los graznidos se hicieron más nerviosos y estridentes, y la cabeza giró buscando a Corum, y Corum creyó oír su nombre surgiendo de los labios de Balahr. Durante un momento le pareció que los labios del Fhoi Myore articulaban la palabra «Corum», pero enseguida supuso que había sido cosa de su imaginación.

Y después el
Corcel Amarillo
galopó hacia delante sin que Corum tuviese que hacer nada, y se lanzó sobre Balahr en el mismo instante en que el Fhoi Myore empezaba a mover la mano para abrir su único ojo. El caballo saltó y se encontró a un lado del gigante, inmediatamente por debajo de él, y Corum pudo saltar de la silla y agarrarse a un lado del carro, y tiró de él irguiéndose y hundió la primera de sus jabalinas en la carne putrefacta de la ingle de Balahr.

Balahr lanzó un gruñido de sorpresa y empezó a manotear a su alrededor buscando a ciegas el origen de aquel dolor. Corum hundió la segunda jabalina en el pecho de Balahr empujando la punta con todas sus fuerzas.

Balahr encontró la primera jabalina y la arrancó, pero estaba claro que no se había dado cuenta de la herida causada por la segunda, y un instante después el Fhoi Myore volvió a tirar del cable que abriría su ojo letal.

Y Corum saltó y aferró entre sus dedos un puñado del vello hirsuto de Balahr, y trepó por el muslo del gigante y estuvo a punto de caer cuando el vello se desprendió de la carne, y Balahr se estremeció en el mismo instante en que Corum hundía su espada en la espalda del Fhoi Myore y se agarraba a la empuñadura, quedando así suspendido en precario equilibrio y balanceándose de un lado a otro en el aire sin ningún otro punto de apoyo.

Balahr bufó y graznó, pero mantuvo su mano de dos dedos sobre el cable que abriría su ojo mientras se golpeaba la espalda con la otra mano, y Corum consiguió agarrarse a otro mechón de vello y reanudó su escalada.

Balahr se tambaleó sobre el carro. La bestia que tiraba de él pareció interpretar aquel movimiento como una señal para que avanzara y de repente Balahr continuaba tambaleándose y el carro se había puesto en marcha, y el Fhoi Myore casi se vio arrojado hacia atrás fuera de la plataforma, pero logró recuperar el equilibrio y erguirse de nuevo con un torpe movimiento.

Y Corum siguió trepando por la enorme espalda, casi asfixiado por la pestilencia que brotaba de la carne enferma, y siguió subiendo hasta llegar al cable allí donde pasaba por debajo del sobaco de Balahr. Corum alzó su espada
Traidora
y atacó el cable. Una, dos, tres veces lo golpeó mientras Balahr graznaba y se tambaleaba y dejaba escapar enormes nubes de su aliento nebuloso y repugnante, y Corum por fin consiguió cortar el cable.

Pero con el cable cortado Balahr tenía las dos manos libres y las utilizó para encontrar a Corum, con la consecuencia de que Corum se vio repentinamente atrapado por un puño colosal que aplastaba su cuerpo, y sus brazos quedaron inmovilizados de tal manera que no podía utilizar su espada color de luna.

Balahr gruñó y bajó la cabeza, y Corum también bajó la mirada y vio que el
Corcel Amarillo
estaba allí y que estaba golpeando las piernas deformes de Balahr con sus cascos.

El Fhoi Myore no era lo suficientemente inteligente como para poder concentrarse en Corum y en el caballo al mismo tiempo y empezó a doblarse sobre sí mismo buscando a tientas a su nuevo atacante, y la presa con que aferraba a Corum se debilitó lo suficiente para que el príncipe vadhagh pudiera debatirse hasta quedar libre y lanzar nuevos golpes contra los dedos del Fhoi Myore mientras escapaba. Un dedo cayó al suelo y un líquido viscoso empezó a rezumar de la herida, y un instante después Corum se encontró precipitándose hacia la tierra congelada para caer sobre su espalda con un impacto tan terrible que le dejó totalmente sin aliento. Logró levantarse haciendo un gran esfuerzo, y vio que el
Corcel Amarillo
estaba junto a él y que había una chispa de humor brillando en sus ojos, y el carro de guerra de Balahr crujía y volvía a internarse entre la neblina mientras su ocupante dejaba escapar unos graznidos tan extrañamente quejumbrosos y estridentes que en ese momento Corum no pudo evitar el sentir una profunda simpatía hacia aquella criatura.

Volvió a montar y torció el gesto al percatarse de hasta qué punto había quedado magullado y maltrecho por su caída, y el
Corcel Amarillo
se lanzó al galope de inmediato dejando atrás grupos de siluetas borrosas, hombres que luchaban y las figuras monstruosas de los Fhoi Myore. Corum vio unos cuernos que brillaban a una gran altura por encima de él; vio un rostro parecido al de un lobo, vio unos dientes muy blancos, y comprendió que aquél era Kerenos, el jefe de los Fhoi Myore, aullando como uno de sus sabuesos y descargando tajos y mandobles a su alrededor con una inmensa y tosca espada, golpeando a un atacante que entonaba una canción salvaje y bellísima mientras luchaba y cuya cabellera dorada brillaba como el sol, y que montaba un gigantesco caballo negro con arreos rojos de cuero dorado y adornado con marfil marino y perlas. Era Ilbrec, hijo de Manannan, a la grupa de su caballo
Crines Espléndidas
, su resplandeciente espada Vengadora en la mano, y estaba batallando con Kerenos tal como sus antepasados sidhi habían batallado en tiempos lejanos cuando respondieron a la llamada de auxilio de los mabden y cabalgaron para liberar aquel mundo del Caos y la Vieja Noche. Un instante después Corum ya los había dejado atrás y vislumbró a Goim, con su rostro de bruja temible y sus dientes limados, que atacaba con sus manos como garras a Goffanon, el enano de la barba negra, quien le gritaba desafíos mientras hacía girar su hacha y lanzaba un diluvio de insultos sobre la gigantesca vieja.

Corum quería detenerse para ayudar a sus camaradas, pero el
Corcel Amarillo
siguió galopando hasta llevarle a un lugar del campo de batalla en el que la reina Medhbh estaba de pie sobre el cadáver de su caballo mientras se defendía a mandobles de media docena de sabuesos de orejas rojizas que la rodeaban. Corum cargó contra ellos inclinándose sobre la silla de montar, y rajó de un extremo a otro los vientres de dos de las bestias sin detener ni un momento su acometida.

–¡Sube a mi espalda, Medhbh! –gritó–. ¡Deprisa!

La reina Medhbh hizo lo que le ordenaba y el
Corcel Amarillo
no pareció enterarse de aquel peso extra, y abrió una vez más su boca para reírse de los perros que se agitaban frenéticamente a su alrededor abriendo y cerrando sus mandíbulas.

Y entonces la neblina se esfumó de repente y se encontraron en un gran bosque de robles. Cada roble ardía con un fuego que no contenía calor, un fuego del que emanaba un intenso resplandor y que iluminó el campo de batalla haciendo que todos los combatientes bajaran sus armas y se quedaran boquiabiertos, y miraran donde mirasen no había ni rastro de nieve visible.

Y cinco siluetas monstruosas en pie sobre cinco toscos carros de los que tiraban cinco bestias grotescas se taparon sus cabezas deformes y lanzaron gemidos de dolor y miedo.

Corum ya había adivinado cuál era el origen del encantamiento, pero aun así sintió que la alarma iba creciendo dentro de él y se volvió sobre su silla de montar y abrazó a Medhbh, y se sintió abrumado por una profunda inquietud y un terrible presentimiento.

Los vasallos de los Fhoi Myore se agitaban presas de la confusión y volvían la mirada hacia sus líderes buscando ser guiados, pero los Fhoi Myore aullaban y gemían y se estremecían, pues la combinación del roble y el fuego probablemente fuera aquello a lo que más temían en aquel plano.

Goffanon fue cojeando hacia ellos usando su hacha para ayudarse a caminar. Su cuerpo sangraba a causa de una docena de largas heridas que le habían infligido las garras de Goim, pero no era ésa la razón por la que su rostro se hallaba tan sombrío.

–Bien –gruñó–, está claro que Sactric sabe conjurar las ilusiones más adecuadas a cada circunstancia. Oh, cuánto temo el conocimiento que posee...

Y Corum sólo pudo asentir.

Cuarto capítulo

El poder de Craig Dôn

–En cuanto se ha introducido una ilusión tan potente en el mundo, después resulta muy difícil librarse de ella –dijo Goffanon–. Nublará las mentes de los mabden durante muchos milenios venideros. Sé que tengo razón.

La reina Medhbh se rió de él.

–Creo que disfrutas dando rienda suelta a los pensamientos más sombríos y melancólicos, viejo herrero. Amergin ayudará a los malibann y ahí terminará todo. ¡Nuestro mundo quedará libre de todos sus enemigos!

–Existen enemigos más sutiles –replicó Goffanon–, y el peor de todos es la irrealidad que nubla la agudeza del juicio e impide ver las cosas tal como son en realidad.

Pero Medhbh se encogió de hombros e hizo caso omiso de sus palabras, y señaló el lugar en el que los Fhoi Myore estaban intentando alejar sus carros del conflicto lo más deprisa posible, buscando escapar de los robles llameantes.

–¡Mirad! ¡Nuestros enemigos huyen!

Ilbrec llegó al galope con el rostro enrojecido. Su piel dorada mostraba las huellas del combate.

–¡Parece ser que después de todo hicimos bien buscando ayuda en Ynys Scaith! – exclamó riendo.

Pero ni Corum ni Goffanon le respondieron, por lo que Ilbrec siguió adelante con el cuerpo inclinado sobre su silla de montar cercenando casi despreocupadamente las cabezas de los guerreros de los pinos y los ghoolegh cuando pasaba junto a ellos. Ninguno le atacó, pues los vasallos de los Fhoi Myore se encontraban demasiado confusos para reaccionar.

Medhbh bajó de la grupa del
Corcel Amarillo
y fue en busca de un caballo sin jinete que había visto cerca de allí, y Corum vio cómo el príncipe Gaynor el Maldito atravesaba al galope el bosque de robles llameantes viniendo hacia él y tiraba de las riendas deteniéndose cuando sólo les separaban unos diez metros de distancia.

–¿Qué es todo esto? –preguntó Gaynor–. ¿Quién os está ayudando, Corum?

–Creo que no sería prudente revelártelo, Gaynor el Maldito –replicó Corum.

Oyó suspirar a Gaynor.

–Bien, lo único que habéis conseguido es crearos otro santuario como Craig Dôn... Esperaremos en los alrededores de este lugar, y muy pronto volveréis a moriros de hambre. ¿Qué habéis sacado de todo esto?

–Todavía no lo sé –dijo Corum.

El príncipe Gaynor volvió grupas y empezó a alejarse en pos de los Fhoi Myore que se batían en retirada. Un instante después los ghoolegh, los Sabuesos de Kerenos, los guerreros de los pinos –todos los vasallos de los Fhoi Myore que seguían con vida– empezaron a moverse en la misma dirección por la que se había marchado el príncipe Gaynor.

–¿Y ahora qué? –preguntó Goffanon–. ¿Debemos seguirles?

–Sí, pero a distancia –dijo Corum.

Sus hombres estaban empezando a reagruparse. Apenas quedaba un centenar con vida. Entre ellos estaban Amergin, el Gran Rey, y Jhary-a-Conel, quien había recibido una herida en un costado. Su rostro estaba muy pálido, y sus ojos llenos de agonía. Corum fue hacia él e inspeccionó la herida.

–Le he aplicado un ungüento –dijo Amergin–, pero necesita un tratamiento mejor del que puedo administrarle aquí...

–Fue Gaynor –dijo Jhary-a-Conel–. La neblina me impidió verle hasta que ya era demasiado tarde.

–Tengo una gran deuda pendiente con Gaynor –dijo Corum–. ¿Esperarás aquí o cabalgarás con nosotros detrás de los Fhoi Myore?

–Si ha llegado el momento de su fin, quiero ser testigo de él –replicó Jhary.

–Que así sea –dijo Corum.

Y todos empezaron a seguir a los Fhoi Myore que huían. Los Fhoi Myore y sus seguidores estaban tan deseosos de salir del bosque de robles llameantes que no vieron a Corum y los mabden detrás de ellos. El único que miró hacia atrás y reaccionó con evidente perplejidad fue Gaynor. Gaynor no temía a los robles, pues sólo el Limbo era capaz de inspirarle temor.

Algo rozó el hombro de Corum, y un instante después sintió que un cuerpo de pequeñas dimensiones se posaba en él. Era el gato blanco y negro, y los ojos de Sactric le contemplaron desde su cabeza.

–¿Hasta dónde llega este encantamiento? –preguntó Corum volviendo la mirada hacia el malibann.

–Hasta donde es necesario que llegue –replicó Sactric–. Ya lo verás.

–¿Dónde está Craig Dôn? No sabía que nos hubiéramos alejado tanto –dijo Medhbh.

Pero Sactric no respondió. Desplegó las alas del cuerpo que había tomado prestado y se alejó volando.

Amergin no apartaba la mirada de los robles llameantes, y sus pálidos rasgos estaban llenos de respeto.

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