–¿Aliados? –El joven Fean dejó escapar una carcajada–. ¿Aliados sobrenaturales, quizá? Necesitamos a cualquier aliado que podamos encontrar, por muy caprichoso y poco digno de confianza que sea.
–Hablaré con Goffanon –dijo Ilbrec, y volvió a concentrar su atención en la tarea de afilar su espada.
El joven Fean se dispuso a marcharse.
–Entonces no diré nada –les dijo– y aguardaré con impaciencia el momento de veros en el banquete de esta noche.
Corum lanzó una mirada interrogativa a Ilbrec en cuanto el joven Fean se hubo marchado, pero Ilbrec fingió estar terriblemente interesado en el filo de su espada y no permitió que su mirada se encontrara con la de Corum.
Corum se frotó la cara.
–Recuerdo un tiempo en el que habría sonreído ante la mera idea de que hubiese fuerzas mágicas actuando en el mundo –dijo.
Ilbrec asintió distraídamente, como si no hubiera oído lo que Corum acababa de decir.
–Pero ahora me he acostumbrado a confiar en ese tipo de cosas, y me veo obligado a creer en ellas pues no me queda otro remedio. –La expresión de Corum se había vuelto irónica–. He perdido mi antigua fe en la lógica y el poder de la razón.
Ilbrec alzó la mirada hacia él.
–Amigo Corum, quizá eso se haya debido a que tu lógica era demasiado angosta y tu razón excesivamente limitada –dijo en voz baja y suave.
–Quizá. –Corum suspiró y se dispuso a imitar al joven Fean y salir del pabellón, pero se detuvo de repente e inclinó la cabeza a un lado escuchando con gran atención–. ¿Has oído ese sonido?
Ilbrec escuchó en silencio.
–Hay muchos sonidos en el campamento –dijo por fin.
–Creí oír la música de un arpa. Ilbrec meneó la cabeza.
–Gaitas en la lejanía... Eso sí, pero no hay ningún arpa. –Después frunció el ceño y volvió a aguzar el oído–. Sí, posiblemente... Parece el tañir de un arpa que suena a una gran distancia de aquí, pero... No. –Se rió–. Estás consiguiendo que yo también la oiga, Corum.
Pero Corum estaba seguro de que durante unos momentos había vuelto a oír la música del arpa Dagdagh, y volvió a sentirse inquieto y preocupado. No quiso volver a mencionársela a Ilbrec, y en vez de eso salió del pabellón y estaba atravesando el campamento cuando oyó una voz que gritaba su nombre a lo lejos.
–¡Corum! ¡Corum!
Se dio la vuelta. Detrás de él había un grupo de guerreros ron faldellines que descansaban mientras compartían una botella y charlaban los unos con los otros. Más allá de esos guerreros, Corum vio a Medhbh corriendo sobre la hierba. La voz que había oído era la de Medhbh.
Medhbh pasó corriendo junto al grupo de guerreros y se detuvo a medio metro de Corum. Después extendió el brazo en un ademán vacilante y le acarició el hombro.
–Te he buscado en nuestros aposentos –dijo en voz baja y suave–, pero te habías ido. No debemos discutir, Corum.
El estado de ánimo de Corum mejoró al instante y rió y la abrazó, sin importarle en lo más mínimo la presencia de los guerreros que habían vuelto su atención hacia la pareja.
–No volveremos a discutir –le dijo–. Puedes echarme toda la culpa de lo ocurrido, Medhbh.
–No culpo a nadie ni a nada..., a menos que sea al destino.
Le besó. Sus labios eran cálidos y suaves, y Corum olvidó sus temores.
–¡Qué gran poder tienen las mujeres! –exclamó–. Hace unos momentos he hablado de la magia con Ilbrec, pero la magia más grande de todas es la que encierra el beso de una mujer.
Medhbh fingió asombro.
–Os estáis convirtiendo en un sentimental, noble sidhi.
Y una vez más y durante unos momentos Corum tuvo la sensación de que Medhbh se apartaba de él, y de que parecía rehuirle.
Después la joven rió y volvió a besarle.
–¡Casi tan sentimental como Medhbh! Pasearon por el campamento cogidos de la mano, y saludaron a quienes reconocían o a aquellos que les reconocían.
Varios herreros habían instalado sus fraguas en un extremo del campamento. Los hornos rugían mientras los fuelles obligaban a sus llamas a subir cada vez más y más arriba. Los martillos retumbaban sobre los yunques. Hombretones sudorosos que llevaban delantales de cuero sumergían el hierro en las llamas y lo sacaban de ellas convertido en un resplandor blanco que llenaba el aire de iridiscencias; y en el centro de toda aquella actividad se alzaba Goffanon, también protegido con un gran delantal de cuero, con un gigantesco martillo en una mano y unas tenazas en la otra, absorto en su conversación con un mabden de negras barbas a quien Corum reconoció como Hisak, el jefe de herreros, a quien apodaban el Ladrón de Sol porque se decía que robaba la sustancia del mismísimo sol y hacía armas resplandecientes con ella. En el horno más cercano había un trozo de metal sumergido entre las llamas, y tanto Goffanon como Hisak lo observaban con gran concentración mientras hablaban, y todo en su actitud dejaba claro que aquel trozo de metal era el tema alrededor del que giraba su conversación.
Corum y Medhbh no les saludaron, sino que se quedaron a un lado y se dedicaron a observarles y escucharles.
–Seis latidos más y estará listo –oyeron que decía Hisak.
Goffanon sonrió.
–Seis latidos y un cuarto, Hisak, créeme...
–Te creo, sidhi. He aprendido a respetar tu sabiduría y tus habilidades de artesano.
Goffanon ya estaba extendiendo sus tenazas hacia el fuego. Aferró el metal manejándolo con una extraña delicadeza, y lo sacó rápidamente del fuego mientras sus ojos subían y bajaban por él.
–Es como debe ser –dijo.
Hisak también inspeccionó el metal al rojo blanco y asintió con la cabeza.
–Es como debe ser –dijo.
Cuando se dio la vuelta y vio a Corum, la sonrisa de Goffanon rayaba en el éxtasis.
–¡Ah, príncipe Corum! Llegas en el momento perfecto... ¡Mira! –Alzó la tira de metal sobre su cabeza. El metal brillaba con un resplandor rojizo, un rojo que tenía el mismo color que la sangre recién derramada–. ¡Mira, Corum! ¿Qué ves?
–Veo la hoja de una espada.
–Ves la hoja de espada más soberbia que jamás se haya forjado en todas las tierras de los mabden. Hemos tardado una semana en conseguir este gran logro... La hemos creado entre Hisak y yo, y es un símbolo de la vieja alianza existente entre los mabden y los sidhi. ¿Verdad que es maravillosa?
–Lo es, y mucho.
Goffanon movió la espada roja a un lado y a otro hendiendo el aire, y el metal zumbó.
–Aún hay que templarla, pero ya casi está terminada. Todavía se le tiene que dar un nombre, mas eso será tarea tuya.
–¿Mía?
–¡Por supuesto! –Goffanon dejó escapar una carcajada de puro placer–. ¡Por supuesto! Es tu espada, Corum... Es la espada que utilizarás cuando te pongas al frente de los mabden para llevarles a la batalla.
–¿Mía?
Corum estaba tan sorprendido que retrocedió un paso.
–Es el regalo que te hacemos. Esta noche volveremos aquí después del banquete, y la espada quedará preparada para que la utilices. Ah, esta espada será una gran amiga tuya, pero sólo podrá entregarte toda su fuerza después de que le hayas puesto un nombre.
–Me siento muy honrado, Goffanon –dijo Corum–. No tenía ni idea de que...
El gigantesco enano dejó caer la espada dentro de un tronco hueco lleno de agua y un chorro de vapor salió disparado hacia el cielo acompañado por un silbido estridente.
–Mitad obra de los sidhi, y mitad obra de los mabden... La espada adecuada para ti, Corum.
–Desde luego –dijo Corum, quien había quedado profundamente conmovido por la revelación de Goffanon–. Sí, Goffanon, tienes toda la razón... –Se volvió casi tímidamente hacia el sonriente Hisak–. Te doy las gracias, Hisak. Os doy las gracias a los dos.
–No creas que Hisak es apodado el Ladrón de Sol por un mero capricho de la fantasía, Corum –dijo Goffanon en voz baja y en un tono un tanto misterioso–, pero aun así es preciso cantar una canción y un signo debe ser colocado en su sitio.
Corum respetaba los rituales, aunque en su fuero interno creía que carecían de cualquier significado real, por lo que asintió con la cabeza. Estaba convencido de que se le acababa de rendir un honor muy importante, pero era incapaz de definir la naturaleza exacta de aquel honor.
–Vuelvo a daros las gracias –dijo, y no podía ser más sincero–. No tengo palabras, pues el lenguaje es una herramienta muy torpe y no hace justicia a las emociones que me gustaría poder expresar mediante él.
–Que no haya más palabras respecto a este asunto hasta que haya llegado el momento de dar nombre a la espada –dijo Hisak, hablando por primera vez, y su voz ronca y áspera estaba llena de comprensión.
–Había venido a pedirte tu opinión acerca de otro asunto, Goffanon –dijo Corum–. Hace un rato Ilbrec me habló de unos posibles aliados, y me preguntaba si esto podía significar algo para ti.
Goffanon se encogió de hombros.
–Ya he dicho que no se me ocurre ningún aliado al que podamos recurrir.
–Entonces nos olvidaremos de ello hasta que Ilbrec haya tenido tiempo para hablar contigo –dijo Medhbh rozando la manga de Corum–. Os veremos esta noche en el banquete, amigos, y ahora iremos a descansar.
Y Medhbh guió a un Corum pensativo y silencioso en el camino de regreso a las murallas de Caer Mahlod.
En el banquete
La gran sala de Caer Mahlod estaba llena a rebosar. Un desconocido que entrara en ella jamás habría adivinado que los allí reunidos se estaban preparando para una última y desesperada contienda contra un enemigo casi invencible, pues todo lo que había en la estancia hablaba de una gran celebración.
Cuatro largas mesas de roble formaban un cuadrado en el centro del cual estaba sentado, no excesivamente cómodo, Ilbrec, el gigante de los cabellos dorados, con su jarra, su plato y su cuchara colocados delante de él. En las mesas, mirando hacia el hueco central, estaban sentados todos los nobles de los mabden, con el Gran Rey –el esbelto y ascético Amergin– ocupando el lugar de máxima prominencia y ataviado con su túnica de hilos de plata y su corona de hojas de roble y acebo; Corum, con su parche adornado con bordados y su mano de plata, estaba sentado justo enfrente del Gran Rey. A ambos lados de Amergin había sentados reyes, y al lado de los reyes había sentadas reinas y príncipes, y al lado de los príncipes había sentadas princesas y grandes caballeros con sus damas. Corum tenía a Medhbh a su derecha y a Goffanon a su izquierda, y Jhary-aConel estaba sentado junto a Medhbh, y al lado de Goffanon se sentaba Hisak Ladrón de Sol, el herrero que había ayudado a forjar la espada que aún no tenía nombre.
Sedas y pieles, atuendos de piel de gamo y tartanes, adornos de oro rojo y blanca plata, de hierro pulimentado y bronce bruñido, de esmeralda y rubí y zafiro daban colores llameantes a la enorme estancia iluminada con antorchas de juncos empapados en aceite que ardían despidiendo una brillante claridad. El aire estaba lleno de humo y del olor de la comida, pues reses enteras eran asadas en las cocinas y traídas en forma de cuartos a las mesas. Músicos con arpas, flautas y tambores estaban sentados en un rincón tocando dulces melodías que conseguían confundirse con las voces de los que habían acudido al banquete. Las voces eran animadas y alegres, y la conversación y las risas fluían con facilidad y generosamente.
Las viandas eran consumidas con gran entusiasmo por todos salvo Corum, quien se encontraba bastante animado pero había descubierto que no tenía apetito. Intercambió algunas palabras de vez en cuando con Jhary-a-Conel o Goffanon y fue tomando sorbos de hidromiel de un cuerno de oro, y se dedicó a mirar a su alrededor contemplando a los presentes y reconociendo a todos los grandes héroes y heroínas del pueblo mabden que se encontraban allí.
Aparte de los cinco reyes –el rey Mannach, el rey Fiachadh, el rey Daffyn, el rey Khonun de los Tuha-na-Anu y el rey Ghachbes de los Tuha-na-Tir-nam-Beo–, muchos de los presentes habían conocido la gloria y ya eran elogiados en las baladas de su pueblo. Entre ellos estaban Fionha y Cahleen, dos hijas del gran rey Mugan el Blanco, ya fallecido; de cabellos rubios, piel blanca como la leche y casi mellizas, vestidas con trajes de color y corte idéntico salvo porque uno era predominantemente rojo adornado con bordados azules y el otro predominantemente azul adornado con bordados rojos, doncellas guerreras ambas, con los ojos color de miel y la cabellera en libertad y cayendo en mechones despeinados hasta más abajo de sus hombros, las hermanas se dejaban hacer la corte por dos caballeros cada una. Y cerca de ellas estaba Phadrac-dela-Cañada-de-Lyth, llamado el Héroe de la Rama, casi tan inmenso y de hombros tan anchos como Goffanon, con verdes ojos de mirada feroz y penetrante y una boca de labios muy rojos que en aquellos momentos reía a carcajadas, y cuya arma era un tronco de árbol con el que barría a sus enemigos de sus caballos y los dejaba aturdidos. El Héroe de la Rama rara vez reía, pues aún lloraba a su amigo Ayan el de la Mano Velluda, a quien había matado mientras estaba borracho y los dos se enfrentaban en un combate amistoso; y en la mesa contigua estaba el joven Fean, comiendo, bebiendo y cortejando con tanto entusiasmo como cualquier hombre presente, el favorito de las hijas de los nobles que acogían con risitas cada palabra que pronunciaba y acariciaban sus rojos cabellos mientras le alimentaban con los trocitos más selectos de la carne y la fruta. Cerca de él estaban sentados los Cinco Caballeros de Eralskee, cinco hermanos que hasta hacía muy poco tiempo se habían negado a tener nada que ver con el pueblo de los Tuha-na-Anu, pues albergaban en sus corazones un agravio de sangre contra su tío el rey Khonun, quien creían había asesinado a su padre. Los hermanos habían permanecido durante años en sus montañas, saliendo de ellas únicamente para hacer incursiones en las tierras del rey Khonun o para tratar de levantar un ejército contra él; mas por fin habían jurado olvidar su agravio hasta que se hubiera resuelto el asunto de los Fhoi Myore. Todos eran similares en apariencia, salvo en que el más joven de los cinco tenía el cabello negro y una expresión no tan adusta como la de sus hermanos, y todos llevaban los cascos cónicos muy puntiagudos adornados con la Cresta del Búho de Eralskee, y todos eran hombres corpulentos y muy fuertes y resistentes que sonreían como si la perspectiva de la acción fuese algo nuevo para ellos.
También estaba presente Morkyan de las Dos Sonrisas, con una cicatriz en su cara que tiraba hacia arriba de su labio en la comisura izquierda y hacia abajo en la comisura derecha, mas no era ésa la razón por la cual le llamaban Morkyan de las Dos Sonrisas. Se decía que sólo los enemigos de Morkyan llegaban a ver esas dos sonrisas: la primera sonrisa significaba que tenía intención de matarles, y la segunda sonrisa significaba que estaban agonizando. Morkyan estaba impresionante en su atuendo de cuero azul oscuro y gorra de cuero del mismo color, y se había recortado la barba negra hasta hacerla terminar en punta, y los extremos de su bigote se enroscaban hacia arriba. Llevaba el cabello corto y totalmente oculto por el gorro de cuero que se ceñía a los contornos de su cabeza. Inclinado sobre dos amigos y hablando con Morkyan estaba Kernyn el Harapiento, quien parecía un mendigo y se había empobrecido debido a su extraña costumbre de entregar generosas cantidades de dinero a los parientes de los hombres a los que mataba. Kernyn, que era un auténtico demonio en la batalla, siempre sentía terribles remordimientos después de haber matado a un enemigo y nunca descansaba hasta haber encontrado a la viuda o a la familia del hombre y haberle hecho un generoso presente. Su cabellera castaña estaba sucia y despeinada, y llevaba la barba muy desordenada. Vestía un jubón de cuero lleno de remiendos y se cubría la cabeza con un casco de hierro sin adornos, y su rostro flaco y de expresión lúgubre y melancólica estaba radiante mientras regalaba a Morkyan con algún recuerdo de una batalla en la que habían luchado en bandos distintos.