La estancia azul (17 page)

Read La estancia azul Online

Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: La estancia azul
7.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Más siglas», pensó Gillette.

—Es el
Integrated Statewide Law Enforcement Network
—le explicó Sánchez—: El sistema interestatal integrado de agencias gubernamentales.

—¿Está en cuarentena?

Un sistema está en cuarentena cuando está formado por máquinas interconectadas por medio de cables estructurados de tal forma que nadie puede entrar en él por medio de una conexión telefónica de Internet.

—No —dijo Miller—. Uno puede conectarse desde donde quiera, pero necesitará contraseñas y deberá superar un par de cortafuegos.

—¿Y a qué sistemas podría acceder desde ISLEnet?

Sánchez se encogió de hombros.

—A cualquier sistema de policía estatal o federal del país: el FBI, el servicio secreto, ATF, NYPD…Hasta a Scotland Yard. A todos.

—Pues me temo que vamos a tener que cortar nuestra conexión —dijo Gillette.

—Hey, hey,
backspace
, backspace…—replicó Miller utilizando el término hacker para «Espera un poco», que se define en inglés aludiendo a la tecla de retroceso—. ¿Cortar la conexión con ISLEnet? No podemos hacerlo.

—Tenemos que hacerlo.

—¿Por qué? —preguntó Bishop.

—Porque estoy utilizando vuestros ordenadores para buscar a Phate. Y si entra en ellos con el demonio Trapdoor puede saltar a ISLEnet sin problemas. Y en ese caso, tendrá acceso a cada sistema policial al que este sistema esté conectado. Pensad en el daño que podría hacer.

—Pero usamos ISLEnet una docena de veces al día —se quejó Shelton—. Para consultar las bases de datos de identificación automática de huellas, las órdenes, los expedientes de los sospechosos, los informes de los casos, las investigaciones…

—Wyatt tiene razón —afirmó Patricia Nolan—. Recordad que ese tipo ya ha entrado en el VICAP y en las bases de datos de la policía de dos Estados. No podemos arriesgarnos y permitirle que se infiltre en más sistemas.

—Si queréis usar ISLEnet —dijo Gillette—, tendréis que ir a otro sitio: la Central o donde sea.

—Pero eso es ridículo —replicó Miller—. No vamos a conducir ocho kilómetros para conectarnos a una base de datos. Las investigaciones se demorarían muchísimo.

—Ya es bastante con que vayamos contra corriente —dijo Shelton—. Ese tipo nos lleva kilómetros de ventaja. No necesita que, para colmo, le echemos un cable —miró a Bishop como si estuviera implorando su ayuda.

El delgado detective observó que un faldón de su camisa sobresalía por fuera del pantalón y se lo metió.

—Adelante —decía un segundo después—. Haced lo que dice. Cortad la conexión.

Sánchez suspiró.

Gillette se sentó en una terminal y tecleó con presteza, cercenando los vínculos exteriores, mientras Stephen Miller y Tony Mott lo observaban vacilantes. Cuando terminó, alzó la vista y los miró.

—Y una cosa más…A partir de ahora nadie se conecta a la red salvo yo.

—¿Por qué? —preguntó Shelton.

—Porque yo puedo percibir si el demonio Trapdoor se ha infiltrado en nuestro sistema.

—¿Cómo? —le preguntó agriamente el policía con pinta de duro—. ¿Llamando al número del Zodiaco?

—Por la forma en que responde el teclado —contestó Gillette irritado—, por la demora en la respuesta del sistema, los sonidos del disco duro: todo lo que os he comentado antes.

Shelton sacudió la cabeza.

—No vas a ceder, ¿verdad? —le preguntó a Bishop—. Primero, a pesar de que se suponía que no debíamos dejarle conectarse a la red, se dedica a pasearse por todo el puto mundo on–line. Y ahora nos dice que él va a ser el único que puede conectarse y que nosotros no. Algo está al revés aquí, Frank. Aquí pasa algo raro.

—Lo que pasa —replicó Gillette— es que yo sé lo que hago. Un hacker siente esas cosas.

—De acuerdo —dijo Bishop.

Shelton alzó los brazos con impotencia. Stephen Miller tampoco parecía muy feliz. Tony Mott acariciaba la culata de su pistola como si cada vez pensara menos en las máquinas y más en lo mucho que ansiaba que el asesino se le pusiera a tiro.

Sonó el teléfono de Bishop y éste contestó la llamada. Estuvo un rato a la escucha y, si bien no sonreía, su rostro pareció animarse. Tomó un bolígrafo y papel y comenzó a apuntar cosas. Después de anotar datos durante cinco minutos colgó y miró a su equipo.

—Ya no tendremos que llamarlo Phate nunca más. Sabemos su nombre.

Capítulo 00001101 / Trece

—Jon Patrick Holloway.

—¿Holloway? ¿Es Holloway? —la voz de Patricia Nolan parecía sorprendida.

—¿Lo conoces? —preguntó Bishop.

—Claro que sí. Y también la mayoría de los que se ocupan de la seguridad informática. Pero no se sabía nada de él desde hace años. Pensé que lo habría dejado o que estaba muerto.

—Lo hemos encontrado gracias a ti —le dijo Bishop a Gillette—, por esa sugerencia acerca de la versión de Unix de la costa Este. La policía de Massachusetts ha encontrado que las huellas concordaban —Bishop leyó sus notas—. Me han facilitado un breve resumen biográfico. Tiene veintisiete años. Nació en Nueva Jersey. Tanto los padres como su único hermano están muertos. Estudió en Rutgers y en Princeton: sacaba buenas notas y era un programador excelente. Muy popular en el campus, metido en un sinfín de actividades. Cuando se licenció vino a esta costa y consiguió un empleo en Sun Microsystems, donde trabajaba en inteligencia artificial y superordenadores. Lo dejó y se fue a NEC, esa gran empresa japonesa de informática que está al final de la calle. Y luego se fue a trabajar a Apple, en Cupertino. Un año después estaba de vuelta en la costa Este, diseñando conmutadores telefónicos avanzados en Western Electric, allá en Nueva Jersey. Luego consiguió un trabajo en el laboratorio de informática de Harvard. Parece que el tipo es un empleado modelo: le gusta trabajar en equipo, era capitán de la campaña United Way, cosas así.

—El típico informático de clase media–alta de Silicon Valley —resumió Mott.

Bishop asintió a esas palabras.

—Aunque había un problema. Mientras que durante el día se dedicaba a ir por la vida de ciudadano honrado, por las noches ejercía de hacker y capitaneaba bandas de cibernautas. La más famosa fue la de Knights of Access, los Caballeros del Acceso. La fundó con otro hacker, alguien llamado Valleyman. No existe constancia de su verdadero nombre.

—¿Los KOA? —dijo Miller, apesadumbrado—. Menudos eran. Se enfrentaron a los
Masters of Evil
, la banda de Austin. Y a los Deceptors de Nueva York. Entraron en los servidores de ambas bandas y enviaron sus ficheros a la oficina del FBI en Manhattan. Hicieron que arrestasen a la mitad de ellos.

—Y se supone que los Knights fueron los culpables de interrumpir el servicio telefónico de urgencias durante dos días seguidos en Oakland —Bishop miró sus notas y dijo—: Murieron algunas personas, de urgencias médicas de las que no podían dar parte. Pero el fiscal nunca pudo llegar a acusarlos de eso.

—¡Qué hijos de puta! —exclamó Shelton.

—Holloway no había adoptado aún el nombre de Phate, por aquel entonces. Su nombre de usuario era CertainDeath —preguntó a Gillette—: ¿Te suena?

—No personalmente, pero he oído hablar de él. Está en la cumbre del escalafón de wizards.

Bishop volvió a sus notas.

—Y resulta que hizo cosas peores que andar con bandas. Alguien lo delató mientras trabajaba en Harvard y la policía de Massachusetts le hizo una visita. Toda su historia era mentira. Se dedicaba a robar software y partes de superordenadores de Harvard y los vendía por su cuenta. Entonces la policía investigó Western Electric, Sun, NEC y las otras para las que había trabajado y comprobó que había hecho lo mismo en todas. Se saltó la provisional en Massachusetts y nadie ha vuelto a oír hablar de él.

—Vamos a pedir su expediente a la policía de Mass —dijo Mott—. Seguro que encierra unos cuantos datos médico–legales que podemos utilizar.

—Ha desaparecido —respondió Bishop.

—También destruyó esas pruebas —comentó con desagrado Linda Sánchez.

—¿Y qué más? —dijo Bishop con sarcasmo y luego miró a Gillette—: ¿Puedes alterar ese bot que has programado, ese instrumento de búsqueda? Añade estos nombres: Holloway y Valleyman.

—En un segundo —dijo Gillette, y comenzó a modificar su bot para que buscara también nuevos nombres.

Bishop llamó a Huerto Ramírez y habló con él un rato. Luego colgó:

—Huerto dice que no hay pruebas en la escena del crimen. Va a dar parte del nombre «Jon Patrick Holloway» al VICAP y a los sistemas estatales.

—Más rápido sería utilizar aquí el ISLEnet —dijo Stephen Miller.

Bishop hizo caso omiso del comentario y continuó:

—Y luego va a agenciarse una copia de la foto de cuando ficharon a Holloway en Massachusetts. Tim Morgan y él van a repartir algunas fotos por los alrededores de Mountain View, cerca de la tienda de artículos teatrales, por si resulta que Phate sale de compras. Y luego van a llamar a todos los antiguos contratantes de Phate para ver si encuentran algunos expedientes internos sobre sus actos criminales.

—En el caso de que no hayan sido destruidos —apuntaló Sánchez con sarcasmo.

Bishop miró la hora. Eran casi las cuatro en punto de la tarde. Sacudió la cabeza.

—Tenemos que darnos prisa. Si su objetivo es asesinar a tanta gente como le sea posible en el plazo de una semana, es más que probable que ya haya elegido a su siguiente víctima —agarró un rotulador y comenzó a transcribir las conclusiones de sus notas en la pizarra blanca.

Patricia Nolan señaló la pizarra blanca donde la palabra «Trapdoor» se veía escrita en grandes caracteres negros.

—Ese es el crimen del nuevo siglo. La profanación.

—¿La profanación?

—El crimen del siglo XIX fue la inmoralidad sexual. El del XX ha sido robar el dinero ajeno. Y ahora te robarán tu privacidad, tus secretos y tus fantasías.

El acceso es Dios

—Pero al mismo tiempo —replicó Gillette— uno debe admitir que el Trapdoor es espléndido. Es un programa realmente contundente.

—¿Contundente? —sonó una voz a su espalda—. ¿Qué significa eso? —a Gillette no le sorprendió que esa voz fuera la del detective Bob Shelton.

—Significa simple y poderoso.

—¡Dios mío! —contestó Shelton—. Suena como si deseases haber inventado tú mismo la puta mierda esa.

—Es un programa sobrecogedor —dijo Gillette, ecuánime—. No entiendo cómo funciona y me encantaría saberlo. Eso es todo. Siento curiosidad.

—¿Curiosidad? Me parece que te olvidas de que se sirve de él para asesinar gente.

—Yo…

—Estúpido…Te parece un juego, ¿no? Como a él —se dispuso a marcharse de la UCC llamando a Bishop—: Salgamos de este maldito agujero y vamos a ver si encontramos a ese testigo. Así es como vamos a atrapar a ese cabrón. No con esta mierda de ordenadores —salió de la oficina.

Durante un instante, nadie movió un pelo. Posaron la mirada sobre la pizarra blanca o sobre las pantallas de ordenador. Bishop hizo una seña a Gillette para que lo siguiera a la cocina, donde el detective se sirvió un café en un vaso de plástico.

—Jennie, mi mujer, me lo raciona —comentó Bishop, contemplando el líquido oscuro—. Me encanta, pero tengo problemas de estómago. El doctor dice que ando de preúlcera. Vaya manera de ponerlo, ¿no? Suena a que estoy en un programa de entrenamiento o algo parecido.

—Yo tengo reflujo —dijo Gillette, tocándose el pecho—. Como muchos hackers. De tanto café y tanta cafeína.

—Mira, respecto a Bob Shelton…Le pasó algo hace unos años —el detective bebió un sorbo de café y vio que se le había salido la camisa. Se la metió por dentro—. Leí esas cartas incluidas en el acta de tu juicio: los correos electrónicos que envió tu padre al juez como parte de la vista oral. Parece que os lleváis muy bien.

—Sí, muy bien —asintió Gillette—. Sobre todo desde la muerte de mi madre.

—Bueno, entonces supongo que entenderás esto. Bob tenía un hijo.

¿Tenía?

—Quería muchísimo al chaval, tanto como te quiere tu padre a ti, por lo que parece. Lo que pasa es que el chico murió hace unos años en un accidente de tráfico. Sé que quizá sea mucho pedir, pero procura no tomarte a mal sus salidas, ¿vale?

—Gracias por la aclaración.

Volvieron a la sala principal. Gillette regresó a su cubículo. Bishop se encaminó hacia el aparcamiento.

—Nos pasaremos por el Vesta's Grill.

—Detective —dijo Tony Mott—. ¿Le parece que les acompañe?

—¿Por qué? —replicó Bishop, extrañado.

—He pensado que podría ser de ayuda. Aquí ya se encargan del lado informático del asunto: están Wyatt, Patricia y Stephen. Así que quizá les podría ayudar a sonsacar algo a algún testigo…

—¿Lo has hecho alguna vez? ¿Has interrogado a testigos?

—Claro —contestó Mott. Unos segundos más tarde admitía—: Bueno, no exactamente, no en una escena después de un crimen en la calle. Pero he entrevistado a muchísima gente on–line.

—Bueno, quizá en otro momento, Tony. Creo que Bob y yo nos encargaremos esta vez —dejó la oficina.

El joven policía dio media vuelta hacia su cubículo, claramente defraudado. Gillette se preguntó si estaba enfadado por tener que quedarse aquí teniendo que dar explicaciones a un civil o si era porque ansiaba tener una oportunidad para usar esa pistola que portaba, y cuya culata no dejaba de causar graves desperfectos en los muebles de la oficina.

Gillette se olvidó del policía y terminó de escribir los códigos de su bot.

—Ya está listo —comentó. Se conectó a la red y escribió los comandos necesarios para enviar su creación a la Estancia Azul.

Nolan se inclinó ante la pantalla.

—Buena suerte —susurró—. Buena velocidad —tal como diría una buena esposa de capitán al despedirse de su marido, cuando el barco de éste sale del puerto para adentrarse en un viaje traicionero por aguas desconocidas.

* * *

La máquina soltó otro pitido.

Phate levantó la vista de los planos que se había descargado de la red (planos de la Academia St. Francis y de sus alrededores) y vio que Shawn le había enviado otro mensaje.

Abrió el correo y lo leyó. Eran más noticias malas. La policía sabía su verdadero nombre. ¿Cómo? No podía encontrar ninguna explicación.

Bueno, tampoco era para tanto: Jon Patrick Holloway estaba oculto tras tantas y tantas capas de personas y direcciones falsas que no existían lazos que lo unieran con quien era en la actualidad. Pero, en cualquier caso, podían conseguir alguna foto suya (hay partes de nuestro pasado que no podemos borrar por mucho que accionemos el comando
Delete
) y en ese caso las distribuirían sin duda por toda la zona. Iba a necesitar más disfraces.

Other books

The List by Robert Whitlow
The French War Bride by Robin Wells
Blackout (Darkness Trilogy) by Madeleine Henry
Inside Outside by Andrew Riemer
The South Beach Diet by Agatston, Arthur