De pronto Linda Sánchez dijo:
—Claro, ya lo sé: es nuestro asegurador, la compañía de seguros de los empleados del gobierno del Estado. Y ésos deben de ser los números de la Seguridad Social de los pacientes.
Bishop llamó a la oficina del CSGEI de Sacramento. Informó a un especialista de demandas de lo que habían encontrado y le preguntó a qué se refería esa información del listado. Asintió mientras oía la respuesta y luego alzó la vista y miró a los miembros del equipo:
—Son demandas recientes de servicios médicos realizadas por empleados del Estado.
Volvió a hablar por teléfono y preguntó:
—¿Qué es la Unidad 44?
Escuchó. Un segundo después frunció el ceño. Miró al equipo.
—La Unidad 44 es la policía estatal: la oficina de San José. Somos nosotros. Esa información es confidencial…¿Cómo la consiguió Phate?
—¡Jesús! —dijo Gillette—. Pregúntales si los archivos de esa unidad están en ISLEnet.
Bishop lo hizo. Asintió.
—Sí, están.
—Maldición —juró Gillette—. Cuando se coló en ISLEnet, Phate no estuvo conectado sólo cuarenta segundos: mierda, alteró los ficheros de anotación de actividades para hacernos creer eso. Ha debido de descargar gigas de información. Tendríamos que…
—Oh, no —se oyó decir a una voz masculina, con un evidente tono de alarma.
El equipo se volvió para ver a Frank Bishop con la boca abierta, angustiado, señalando una lista de números pegada a la pizarra.
—¿Qué pasa, Bishop? —preguntó Gillette.
—Va a atacar el Centro Médico Stanford–Packard —susurró el detective.
—¿Cómo lo sabes?
—La segunda línea empezando por el final: ¿ves ese número de la Seguridad Social? Es el de mi esposa. Y ella está ahora mismo en el hospital.
* * *
Un hombre entró en la habitación de Jennie Bishop.
Ella dejó de mirar el televisor sin sonido, en el que había estado posando la vista para ver los primeros planos del culebrón de turno y comparar los peinados de las protagonistas. Estaba esperando al doctor Williston, pero el visitante era otra persona: un hombre vestido con un uniforme azul marino. Era joven y tenía un grueso bigote negro, que contrastaba con su pelo castaño. Daba la impresión de que, en su caso, la función del vello facial era la de darle a ese rostro aniñado algo de madurez.
—¿La señora Bishop?
Tenía un poco de acento sureño, no demasiado común en esa parte de California.
—Sí.
—Me llamo Hellman. Pertenezco al equipo de seguridad del hospital. Su marido ha llamado y me ha pedido que me quede en su habitación.
—¿Por qué?
—No nos lo ha dicho. Nos ha solicitado que nos cercioremos de que nadie entra en su habitación salvo él mismo, la policía o su médico.
—¿Por qué?
—No lo ha dicho.
—¿Mi hijo está bien? ¿Brandon?
—No he oído que no lo esté.
—¿Por qué Frank no me ha llamado directamente?
Hellman jugó con el bote de Mace que colgaba de su cinturón.
—Los teléfonos del hospital se han averiado hace una hora. Los de reparaciones están trabajando para restaurar la línea. Su marido nos contactó por medio de la radio que usamos para, ya sabe, hablar con las ambulancias.
Jennie tenía su móvil en el bolso pero había visto el cartel que alertaba de que estaba prohibido usar los móviles en el hospital, pues su señal a veces interceptaba los marcapasos y otros instrumentos.
El guardia echó un vistazo a la habitación y luego acercó una silla a la cama y se sentó. Ella no miró al joven de frente, pero podía sentir que él la estudiaba, que recorría su cuerpo con la vista, como si quisiera escudriñarla por los agujeros de las axilas del camisón con puntitos y entrever sus pechos. Se volvió hacia él con una expresión asesina pero entonces él miró hacia otro lado.
El doctor Williston, un hombre calvo de cincuenta y muchos años, entró en la habitación.
—Hola, Jennie, ¿cómo estamos esta mañana?
—Bien —dijo ella sin mucha certidumbre.
El doctor vio al guardia de seguridad. Lo miró con las cejas arqueadas.
—El detective Bishop me ha pedido que me quede con su esposa —dijo el hombre.
El doctor Williston contempló al hombre un poco más y luego preguntó:
—¿Es usted miembro de la seguridad del hospital?
—Sí, señor.
—A veces tenemos algunos problemillas con los casos que lleva Frank —dijo Jennie—. Le gusta andar con cautela.
El doctor asintió y luego alegró la cara para darle confianza.
—Vale, Jennie, estas pruebas no van a durar todo el día pero me gustaría decirte qué es lo que vamos a hacer, y qué es lo que estamos buscando —señaló el esparadrapo que ella llevaba en el brazo y dijo—: Veo que ya te han sacado sangre y…
—No. Eso es de la inyección.
—¿De qué…
—Ya sabe, de la inyección.
—¿Cómo es eso? —dijo él, frunciendo el ceño.
—Hará como veinte minutos. La inyección que usted me había prescrito.
—No había ninguna inyección programada.
—Pero…—ella sintió el miedo helado que corría por sus venas: tan frío e incisivo como la medicina que había penetrado por su brazo un rato antes.
—La enfermera que lo hizo…Tenía una hoja impresa. ¡En ella se leía que usted la había prescrito!
—¿Cuál era la medicación? ¿Lo sabes?
Con la respiración agitada ahora por el pánico, ella susurró:
—¡No lo sé! Doctor, el bebé…
—No te preocupes —dijo él—. Ahora mismo me entero. ¿Quién era la enfermera?
—No me fijé en su nombre. Era baja, pesada, morena. Latina. Llevaba un carrito.
Jennie comenzó a llorar.
—¿Pasa algo? —dijo entonces el guardia de seguridad, inclinándose hacia delante—. ¿Puedo hacer algo?
No le hicieron caso. Ella miró el rostro del doctor y le dio miedo: también estaba asustado. Él sacó una linterna de la bata. Le examinó los ojos con ella y le tomó el pulso. Luego miró el monitor Hewlett–Packard.
—El pulso y la presión andan un poco altos. Pero no nos preocupemos aún. Voy a ver qué ha sucedido.
Salió de la habitación con rapidez.
No nos preocupemos aún
…
El guardia de seguridad se levantó y cerró la puerta.
—No —dijo ella—. Déjela abierta.
—Lo siento —le respondió con calma—. Son órdenes de su marido.
Él volvió a sentarse y acercó aún más la silla.
—Esto anda bastante tranquilo. ¿Quiere que encendamos la tele?
—Claro —dijo ella, abstraída—. No me importa.
No nos preocupemos aún
…
El guardia agarró el mando a distancia y subió el volumen. Escogió otro culebrón y se echó hacia atrás en su silla.
Ella sentía que él volvía a mirarla pero Jennie no pensaba en el guardia para nada. Sólo tenía dos cosas en mente: una era el horrible recuerdo de la inyección. La otra era su bebé. Cerró los ojos rezando para que todo fuera bien y acunó su vientre, donde yacía su hija de dos meses, quizá dormida, quizá flotando inmóvil mientras escuchaba el golpeteo asustado y fiero del corazón de su madre, un sonido que seguro colmaba el mundo mínimo y oscuro de la pequeña criatura.
El agente del Departamento de Defensa Arthur Backle se sentía agarrotado e irritado, y corrió su silla hacia un lado para ver mejor lo que hacía Wyatt Gillette en su ordenador.
El hacker miró hacia abajo, movido por el ruido chirriante que hacía la silla del agente contra el barato suelo de linóleo, y luego observó de nuevo la pantalla y siguió tecleando. Sus dedos volaban por el teclado.
Ambos hombres eran los únicos ocupantes de la oficina de la Unidad de Crímenes Computarizados. Cuando Bishop tuvo noticia de que su esposa podía convertirse en la siguiente víctima de Phate, había salido lanzado hacia el hospital. Todo el mundo se había ido con él salvo Gillette, quien decidió quedarse a decodificar el correo electrónico enviado por ese tipo de nombre extraño, Triple–X. El hacker había sugerido a Backle que sería de más utilidad en el hospital, pero el agente se había limitado a brindarle esa inescrutable media sonrisa que sabía que irritaba a los sospechosos, y había acercado su silla a la de Gillette.
Backle no podía seguir la velocidad con la que los encallecidos dedos romos del hacker bailaban sobre las teclas.
Pero, caso curioso, Backle era un agente militar de campo que estaba muy familiarizado con la escritura rápida: en los últimos años había visto a muchos teclear a toda velocidad. Como parte de su entrenamiento, el agente había asistido a muchos cursos de crímenes informáticos organizados por la CÍA, por el Departamento de Justicia y por el suyo propio, el Departamento de Defensa. Había pasado horas y horas viendo cintas de hackers trabajando.
Gillette le recordó un curso reciente al que asistió en Washington D. C.
Los agentes de la División de Investigaciones Criminales se habían sentado en mesas baratas de panel de fibra, y habían estado bajo la tutela de dos jóvenes que no se parecían a los típicos instructores de educación continuada del ejército. A uno el pelo le llegaba a los hombros y llevaba chancletas de macramé, pantalones cortos y una camiseta arrugada. El otro vestía de forma algo más conservadora y llevaba el pelo más corto, pero estaba lleno de body piercing y su cabello rapado estaba pintado de verde. Los dos formaban parte de un «equipo tigre»: un grupo de antiguos chicos malos que habían decidido no seguir siendo hackers al servicio del Lado Oscuro (al darse cuenta de la cantidad de dinero que podían ganar protegiendo a las empresas y a las agencias gubernamentales de sus antiguos colegas).
Aunque en un principio se mostró escéptico al ver a semejantes manzanas podridas, muy pronto Backle se maravilló de la brillantez de estos hackers, y de su habilidad para simplificar todo lo relacionado con los difíciles temas de la encriptación y de la piratería informática. Esas clases fueron las mejor articuladas y las más comprensibles de todas las que había recibido en seis años en la División de Investigaciones Criminales del DdD.
Backle sabía que no era ningún experto pero, gracias a esas clases, podía seguir en términos generales lo que Gillette estaba haciendo. En un principio, no parecía tener nada que ver con el Standard 12 del DdD. Pero el señor Pelo Verde les había explicado que uno puede camuflar sus programas. Que, por ejemplo, uno podía poner un caparazón al Standard 12 para hacerlo pasar por otro tipo de programa, incluso por un juego o por un procesador de textos. Y ésa era la razón de que ahora se encontrase inclinado hacia delante, mientras su irritación se desparramaba por toda la estancia, gracias al chirrido que hacían las patas de su silla contra el suelo, y él escudriñaba la pantalla que Wyatt Gillette tenía enfrente: se preguntaba si el hacker estaría haciendo eso.
A Gillette se le volvieron a tensar los hombros y dejó de teclear. Miró al agente.
—Necesito concentrarme mucho en estos momentos. Y no voy a poder hacerlo si sigue soplándome en el cuello cada vez que respira.
—Dime otra vez qué programa es éste.
—Nada de «otra vez»: nunca le he dicho qué programa era.
Volvió a brindarle la media sonrisa.
—Bueno, pues dímelo, ¿quieres? Siento curiosidad.
—Es un programa de encriptación y descriptación que he descargado de la página web Hackrmart y que he modificado. Como es
freeware
, supongo que no soy culpable de violar los derechos de autor. Que, por otra parte, tampoco quedan bajo su jurisdicción. Y ahora, ¿quiere saber qué algoritmo usa?
Backle no contestó y siguió observando la pantalla.
—Vamos a ver, Backle —dijo Gillette—. Tengo que acabar esto. ¿Qué te parece ir a por un café y un donut a la cocina y dejarme hacer mi trabajo? —y añadió, con sorna—: Y después, cuando lo haya acabado, te dejo echar un vistazo y me imputas todos los cargos falsos que se te ocurran, ¿vale?
—Caray, alguien anda algo quisquilloso por aquí, ¿no? —dijo Backle—. Yo sólo hago mi trabajo.
—Y yo trato de hacer el mío —replicó el hacker, y volvió la vista hacia su ordenador.
Backle se encogió de hombros. El engreimiento del hacker no había mitigado su irritación pero le sedujo la idea del donut. Se levantó, se estiró y fue por el pasillo siguiendo el aroma del café.
* * *
Frank Bishop metió el Crown Victoria en el aparcamiento del Centro Médico Stanford–Packard y saltó del coche, olvidándose de cerrar la puerta y de apagar el motor.
Camino del vestíbulo se dio cuenta de lo que había hecho, se paró y se dio la vuelta. Pero oyó una voz femenina que le dijo:
—No se preocupe, jefe, que yo me encargo.
Era Linda Sánchez. Ella, Bob Shelton y Tony Mott iban en un coche camuflado detrás de él, ya que Bishop había salido tan raudo en busca de su esposa que no había esperado al resto del grupo. Patricia Nolan y Stephen Miller marchaban en un tercer coche.
Avanzó rápidamente hasta la puerta principal.
En la zona de acogida pasó entre pacientes que esperaban turno, enseñando la placa. Tres enfermeras rodeaban a la recepcionista y miraban la pantalla de su ordenador. Nadie le prestaba atención. Algo iba mal. Todas tenían el ceño fruncido y se turnaban al frente del teclado.
—Perdón, es una emergencia policial —dijo Bishop esgrimiendo la placa—. Tengo que saber en qué habitación se encuentra Jennie Bishop.
—Lo siento, agente —respondió una enfermera alzando la vista—. El sistema está bloqueado. No sabemos qué sucede, pero en estos momentos no tenemos ninguna información sobre los pacientes.
—Tengo que encontrarla. Ahora.
La enfermera vio la expresión agónica en su rostro y fue a donde él.
—¿Es ella una paciente hospitalizada?
—¿Qué?
—¿Ella va a pasar la noche aquí?
—No, sólo tenía que hacerse unas pruebas. Cosa de una hora o dos. Ella es paciente del doctor Williston.
—Una paciente de oncología no hospitalizada —resumió la enfermera—. Tercer piso, ala oeste. Por allí —señaló una dirección y se disponía a añadir algo más, pero Bishop ya había echado a correr por el pasillo. Vio un destello blanco a su lado. Bajó la mirada. La camisa se le había salido totalmente. Se la metió por el pantalón sin dejar de correr.
Fue escaleras arriba, corrió por un pasillo que parecía medir más de un kilómetro, se dirigió al ala oeste.