A veces no.
A veces los ves conduciendo detrás de ti, a veces ves sus sombras en los callejones por los que pasas, a veces los ves esperándote en tu garaje, tu dormitorio, tu armario, junto al lecho de tu amante. Los ves con la mirada del extraño.
Los ves en el reflejo de tu monitor mientras te sientas frente a tu máquina para la hora del aquelarre.
A veces no son más que imaginaciones tuyas.
Otra mirada por el retrovisor.
Y, por supuesto, a veces están ahí.
* * *
Bishop desconectó su teléfono móvil.
—En los colegios mayores del campus de la Universidad del Norte de California viven casi tres mil estudiantes. La seguridad es la típica en estos casos, y eso significa que es fácil saltársela.
—Creía que le gustaban los desafíos —dijo Mott.
—Me temo que esta vez busca un asesinato sencillo —comentó Gillette—. Lo más seguro es que esté frustrado por lo cerca que hemos andado de él en las últimas ocasiones.
—Y tal vez eso no sea sino otra distracción —apuntó Nolan.
Gillette estuvo de acuerdo en que eso podía ser otra posibilidad.
—Le he dicho al rector que debería cancelar las clases y enviar a todo el mundo a casa —comentó Bishop—. Pero la idea no le ha gustado: faltan sólo dos semanas para los exámenes finales. Así que vamos a tener que llenar el campus de patrulleros y de policía estatal: eso le da a Phate otra oportunidad para practicar la ingeniería social e infiltrarse en un colegio mayor.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Mott.
—Un poco de labor policial pasada de moda —dijo Bishop. Buscó el reproductor de CD de Phate. El detective lo abrió. Contenía la grabación de una obra de teatro,
Otelo
. Le dio la vuelta a la máquina y apuntó el número de serie—. Tal vez Phate lo compró en esta zona. Llamaré a la empresa y veré adonde enviaron esta unidad.
Bishop llamó a varios centros de ventas y de distribución de la empresa Productos Electrónicos Akisha por todo el país. Traspasaron su llamada y lo pusieron en espera durante un rato interminablemente largo, y no encontraba a nadie que pudiera (o quisiera) ayudarlo.
Mientras el detective discutía por teléfono, Gillette se volteó en su silla giratoria, se puso frente a una terminal de ordenador y comenzó a teclear. Un momento después salía una hoja de papel por la impresora.
Mientras la voz irritada de Bishop resonaba en el teléfono clamando «¡No podemos esperar dos días para obtener esa información!», Gillette le pasó la hoja al detective.
La mano del detective estuvo a punto de romper el teléfono y exclamó:
—Da igual —colgó—. ¿Cómo has conseguido esto? —le preguntó a Gillette. Y luego alzó una mano—: Da igual. Prefiero no saberlo —se rió—: Como decía antes, trabajo policial pasado de moda.
Bishop llamó otra vez a Huerto Ramírez y a Tim Morgan. Les dijo que delegaran en alguien la escena del crimen de Triple–X y que fueran a Mountain View Music con una foto de Phate para ver si podían averiguar si vivía en la zona.
—Diles a los encargados que a nuestro chico le gustan las obras de teatro. Tiene una grabación de Otelo. Eso acaso les refresque la memoria.
Un patrullero de la Central de San José dejó un sobre para Bishop.
Él lo abrió y leyó en voz alta:
—El informe del FBI sobre lo averiguado tras la revisión de la fotografía enviada de Lara Gibson por Phate. Dicen que es un calefactor de gas Tru–Heat, modelo GST3000. Un modelo nuevo, que se empezó a comercializar hace tres años y que es muy popular en construcciones nuevas. Debido a su capacidad BTU, ese modelo suele utilizarse en casas separadas y no en edificios urbanos, pues son de dos o tres pisos. Los técnicos aumentaron por ordenador la foto para ver la información sellada en los tableros de yeso y obtuvieron una fecha de manufactura: enero del año pasado.
—Una casa nueva en una urbanización construida hace poco —resumió Mott, quien escribía los datos en la pizarra—. Dos o tres pisos.
Bishop tuvo un acceso de risa floja y levantó una ceja admirándose de algo:
—Chicos, chicas, el dinero del contribuyente se gasta en cosas que valen la pena. Esos tipos de Washington saben lo que se hacen. Escuchad esto. Los agentes han descubierto irregularidades significativas en la colocación de las baldosas del suelo y sugieren que la casa seguramente se vendió con el sótano sin acabar y que fue el mismo dueño quien colocó las baldosas.
—Vendida con el sótano sin terminar —escribió Mott en la pizarra.
—Aún no hemos acabado —prosiguió el detective—. También aumentaron un trozo de periódico que estaba en el cubo de basura y vieron que era un folleto que se regala gratis,
The Silicon Valley Marketeer
. Llamaron al periódico y descubrieron que se reparte por las casas sólo en la zona de Palo Alto, Cupertino, Mountain View, Los Altos, Los Altos Hills, Sunnyvale y Santa Clara.
—¿Podríamos averiguar algo sobre urbanizaciones recién construidas en esos municipios?
—Justo lo que estaba a punto de hacer —asintió Bishop, y miró a Bob Shelton—: ¿Aún tienes ese amigo en el condado de Santa Clara?
—Claro.
Shelton llamó al Consejo de Planificación y Zonificación. Indagó sobre permisos de construcción de viviendas unifamiliares de dos o tres pisos con los sótanos inacabados, construidas después de enero del año anterior en los municipios de la lista. Después de cinco minutos de espera, Shelton se enganchó el teléfono bajo la barbilla, agarró un bolígrafo y empezó a escribir. Lo estuvo haciendo durante largo rato: la lista de nuevas urbanizaciones era increíblemente extensa. Por lo menos había unas cuarenta en aquellos siete municipios.
—Dicen que no pueden construir lo bastante deprisa —dijo al colgar—. Ya sabes, el punto–com.
Bishop tomó la lista de urbanizaciones y fue hacia el mapa de Silicon Valley a poner un círculo en aquellos lugares que Shelton había apuntado. Mientras lo hacía, sonó el teléfono y contestó. Luego, colgó.
—Eran Huerto y Tim. Los dependientes de la tienda de música han reconocido a Phate y han dicho que se ha pasado media docena de veces en los últimos meses: siempre compra obras de teatro. Música, nunca. La última fue la Muerte de un viajante. Pero el tipo no tenía ni idea de dónde vive.
Puso un círculo en la ubicación de la tienda de música. Lo señaló y luego hizo lo mismo con la tienda de artículos teatrales Ollie de El Camino Real, donde Phate había comprado la goma y los disfraces. Las dos tiendas quedaban a poco menos de un kilómetro. Lo que sugería que Phate estaba en la parte central–oeste de Silicon Valley; y aun así había veintidós nuevas urbanizaciones construidas en la zona de unos veinte kilómetros cuadrados.
—Demasiado grande para ir casa por casa.
Descorazonados, miraron el mapa y el tablero con las pruebas durante unos diez minutos, en un intento infructuoso por estrechar la superficie de búsqueda. Llamaron unos oficiales desde el apartamento de Peter Grodsky en Sunnyvale. El joven había muerto de una cuchillada en el corazón; como las otras víctimas de la versión real del juego
Access
. Los policías revisaron la escena del crimen pero no habían encontrado ninguna prueba.
—¡Maldición! —dijo Shelton, expresando la frustración que todos sentían.
Estuvieron un rato en silencio con la vista fija en la pizarra blanca, silencio que fue roto cuando una tímida voz dijo:
—¿Se puede?
Un quinceañero gordito con gafas gruesas estaba en la puerta, acompañado de un joven de unos veintitantos años.
Eran Jamie Turner, el estudiante de St. Francis, y su hermano Mark.
—Hola, jovencito —saludó Frank Bishop, sonriendo al muchacho—. ¿Qué tal?
—Bien, supongo —miró a su hermano, quien asintió para darle ánimos. Jamie avanzó por la sala y le dijo a Gillette—: Hice lo que me pediste —dijo, tragando saliva.
Gillette no recordaba de qué podía estar hablando el muchacho. Pero asintió y dijo para animarle:
—Adelante.
—Bueno, estuve mirando las máquinas del colegio —continuó Jamie—, en la sala de ordenadores. Tal como me pediste. Y he encontrado algo que quizá os ayude a atraparlo: quiero decir, a atrapar al hombre que mató al señor Boethe.
—Cuando me conecto a la red tengo siempre este cuaderno conmigo —le dijo Jamie Turner a Wyatt Gillette.
Aunque en ciertos aspectos sean desorganizados y descuidados, todos los hackers serios se pertrechan de bolígrafos y de cuadernos de anillas, de blocks de notas o de libretas (de cualquier tipo de material de árbol muerto) que ponen junto a su ordenador cuando están on–line. En ellos apuntan el nombre exacto de las URL (las direcciones) de las páginas web que visitan, los nombres del software que buscan, cosas relacionadas con otros hackers que quieren localizar y cualquier cosa que les pueda ser de ayuda. Esto es una necesidad pues gran parte de la información que flota en la Estancia Azul es tan complicada que resulta difícil de recordar y uno tiene que hacerlo, en cualquier caso, al dedillo: un error tipográfico puede suponer un fallo a la hora de hacer un pirateo fuera de serie o la imposibilidad de acceder a la página web o al tablón de anuncios más fabulosos del mundo.
Era la una y media de la tarde y todos los miembros del equipo de la UCC sentían cierta desesperación prolongada, y provocada por el hecho de que Phate podría estar llevando a cabo una acción en ese mismo momento.
De todas formas, Gillette permitió que el chico se explayara a su ritmo.
—Estaba leyendo lo que escribía antes de que el señor Boethe…Antes de que le ocurriera eso, ya sabes.
—¿Y qué has encontrado? —le preguntó Gillette. Bishop se sentó cerca del chico y asentía—. Sigue, sigue.
—Vale. Mira, la máquina que yo usaba en la biblioteca, la que os llevasteis, andaba bien hasta hace unas dos o tres semanas. Pero entonces comenzó a suceder algo muy extraño. Empecé a tener esos errores fatales. Y mi máquina se quedaba colgada.
—¿Errores fatales? —preguntó Gillette, sorprendido. Miró a Nolan, quien movía la cabeza, con curiosidad. Se quitó un mechón de pelo de la cara y, distraída, empezó a enrollarlo con el dedo.
—Vale, ahora para el resto de nosotros —dijo Bishop, mirando al uno y al otro—. ¿Qué significa eso?
—Lo normal es que uno sufra errores cuando su máquina está tratando de hacer dos cosas a la vez —explicó Nolan—. Como andar con una hoja de cálculo mientras uno lee sus correos en la red.
Gillette asentía.
—Pero una de las razones por las que empresas como Apple o Microsoft crearon un nuevo sistema operativo fue para permitir que se pudieran utilizar varios programas a la vez. Y ahora es muy raro ver errores fatales.
—Lo sé —dijo el chico—, por eso pensé que era extraño. Luego traté de arrancar los mismos programas en una máquina diferente, una que no se había conectado a la red. Y lo mejor es que no pude duplicar los errores.
—Vale, vale, vale —dijo Tony Mott, que estaba muy atento—. Trapdoor tiene un fallo.
—Esto es genial, Jamie —dijo Gillette, saludando al muchacho—. Creo que es la clave que necesitábamos.
—¿Por qué? —preguntó Bishop—. No lo pillo.
—Necesitábamos los números de serie y de teléfono móvil de Phate en Mobile America, para rastrearlo.
—Lo recuerdo.
—Si tenemos suerte los obtendremos gracias a esto —dijo Gillette, mirando al chico—. ¿Recuerdas la fecha y la hora de algunos errores que sufriste?
El chico revisó el cuaderno y le enseñó una página a Gillette.
—Vale —dijo y, volviéndose hacia Tony Mott, anunció—: Llama a Garvy Hobbes. Que se ponga en el teléfono de manos libres.
Mott lo hizo, y en un segundo el jefe de seguridad de Mobile America estaba conectado.
—¿Qué tal? —dijo Hobbes—. ¿Alguna pista sobre el chico malo?
Gillette miró a Bishop, quien delegó todo en el hacker:
—Esto es trabajo policial a la moda. Todo tuyo.
—Prueba esto, Garvy —dijo el hacker—. Si te doy cuatro fechas y horas distintas en las que uno de tus móviles se desconectó durante un minuto y luego llamó al mismo número, ¿podrás identificarme el número?
—Hmmm. Eso es nuevo, pero lo intentaré. Dame las fechas y las horas.
—No cuelgues —dijo Hobbes después de que Gillette se las proporcionara—. Ahora vuelvo.
El hacker explicó al equipo lo que estaba haciendo: cuando el ordenador de Jamie se quedaba colgado, el chico tenía que reiniciar el equipo para volver a conectarse a la red. Eso tardaba un minuto. Y significaba que el móvil de Phate también se desconectaba por el mismo periodo de tiempo, pues el asesino también tenía que reiniciar y volverse a conectar. Si uno cotejaba los momentos exactos en que el ordenador de Jamie se había colgado con aquéllos en los que un solo móvil de Mobile America se había desconectado y vuelto a conectar, podía saber el número de teléfono de Phate.
Cinco minutos después, el especialista de seguridad agarraba de nuevo el aparato.
—Esto es divertido —dijo Hobbes, alegre—. Lo tengo —luego imprimió un tono de objeción reverente a su voz—. Pero lo raro es que el ESN y el MIN están en disponibilidad.
—Lo que dice Garvy —tradujo Gillette— es que Phate pirateó un conmutador seguro, no público, y robó los números.
—Nadie había pirateado nuestro tablero central antes. Este chico es algo fuera de lo normal. Te lo digo yo.