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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

La estrella del diablo (12 page)

BOOK: La estrella del diablo
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—Mañana, espero, en el vuelo de la noche —respondió él—. ¿Me esperarás?

Ella no pudo evitar una sonrisa. Él se rió. Ella se rió. Mierda, siempre se salía con la suya.

—Estoy convencida de que hay un montón de chicas esperándote en Oslo —dijo ella.

—Eso espero.

Se abotonó el chaleco y cogió la chaqueta de la percha que había colgada en el armario.

—¿Has planchado los pañuelos, querida?

—Los he puesto en la maleta, junto con los calcetines —respondió ella.

—Estupendo.

—¿Vas a verte con algunas de ellas?

Él volvió a reír, se acercó a la cama y se inclinó sobre ella.

—¿Tú qué crees?

—No lo sé. —Le rodeó el cuello con los brazos—. Me parece que hueles a mujer cada vez que vuelves a casa.

—Eso es porque nunca estoy fuera el tiempo suficiente para que el olor a ti desaparezca, querida. ¿Cuánto hace que te conocí? ¿Veintiséis meses? Pues llevo veintiséis meses oliendo a ti.

—¿Y a nadie más?

Ella se deslizó hacia abajo en la cama y lo atrajo hacia sí. Él la besó ligeramente en la boca.

—Y a nadie más. El avión, mi amor…

Él se liberó de su abrazo.

Ella lo miró mientras se iba acercando a la cómoda, abría un cajón y sacaba el pasaporte y los billetes de avión. Los metió en el bolsillo interior y se abrochó la chaqueta. Todo lo hacía con movimientos sinuosos, con una seguridad y una eficacia desprovistas de esfuerzo que a ella le resultaban sensuales y sobrecogedoras a la vez. De no ser porque la mayoría de las cosas las hacía igual, con el mínimo esfuerzo, ella habría jurado que llevaba toda la vida practicando para hacer aquello: irse. Abandonar.

Curiosamente, a pesar de todo el tiempo que habían pasado juntos los dos últimos años, ella sabía muy poco de él, aunque nunca le había ocultado que había estado antes con muchas mujeres. Él solía decirle que era porque la buscaba a ella desesperadamente. A las otras las iba desechando en cuanto se daba cuenta de que no eran ella y continuó su búsqueda sin descanso hasta que un día de otoño de hacía dos años se conocieron en el bar del Gran Hotel Europa, en
Václavské
Námstí.

Era la forma más fina de promiscuidad que ella había oído jamás.

Más fina que la suya, en cualquier caso, que sólo estaba allí por dinero.

—¿Y qué haces en Oslo?

—Negocios —dijo él.

—¿Por qué nunca quieres contarme lo que haces exactamente?

—Porque nos queremos.

Cerró la puerta silenciosamente tras de sí. Ella oyó sus pasos en la escalera.

Sola otra vez. Cerró los ojos con la esperanza de que el olor de él permaneciera en las sábanas hasta su vuelta. Se llevó la mano al collar. No se lo había quitado ni una sola vez desde que se lo regaló, ni siquiera cuando se bañaba. Pasó los dedos por el colgante y pensó en su maleta. En el alzacuello blanco y almidonado que había visto al lado de los calcetines. ¿Por qué no se lo comentó? A lo mejor porque tenía la sensación de que ya preguntaba demasiado. No debía contrariarlo.

Suspiró, miró el reloj y volvió a cerrar los ojos. Tenía ante sí un día vacío. Una cita con el médico a las dos, eso era todo. Empezó a contar los segundos mientras sus dedos acariciaban el colgante sin cesar, un diamante rojizo en forma de estrella de cinco puntas.

El periódico
VG
traía en portada la noticia de que una celebridad de la radio nacional noruega cuyo nombre no se revelaba había mantenido una relación «breve pero intensa» con Camilla Loen. Habían conseguido una foto granulada de unas vacaciones en la que se veía a Camilla Loen en biquini, al parecer para subrayar las insinuaciones del texto sobre el ingrediente principal de la relación.

El mismo día, el periódico
Dagbladet
publicaba una entrevista con Toya Harang, la hermana de Lisbeth Barli, que, bajo el titular «Siempre se fugaba», declaraba que el comportamiento de su hermana cuando era pequeña podía ser una posible explicación de su extraña desaparición: «Se fugó de Spinnin' Wheels, así que, ¿por qué no ahora?», decía Toya Harang.

Le habían sacado una foto posando delante del autobús de la banda con un sombrero de vaquero. Sonreía. Harry supuso que no había tenido tiempo de reflexionar antes de que sacasen la foto.

—Una cerveza.

Se sentó en el taburete del Underwater y echó mano de un ejemplar del
VG.
El periódico decía que las entradas para el concierto de Springsteen en Valle Hovin estaban agotadas. Pues muy bien. En primer lugar, Harry odiaba los conciertos que se celebraban en estadios, y en segundo lugar, él y Øystein hicieron autostop hasta Drammenshallen cuando tenían quince años para acudir al concierto de Springsteen con entradas falsas fabricadas por Øystein. Entonces estaban en la cima, tanto Springsteen como Øystein y él mismo.

Harry apartó el periódico y desplegó su propio
Dagbladet
con la foto de la hermana de Lisbeth. El parecido de las hermanas era obvio. Harry la llamó a Trondheim para hablar con ella, pero la joven no tenía nada que contarle. O mejor dicho, nada interesante. El hecho de que la conversación hubiese durado veinte minutos a pesar de todo no fue culpa de Harry. La joven le explicó que su nombre se pronunciaba con acento en la a, «Toyá». Y que no le habían dado ese nombre por la hermana de Michael Jackson, que se llamaba LaToya, con acento en la o.

Habían pasado cuatro días desde que Lisbeth desapareció. El caso estaba, en pocas palabras, en punto muerto.

Y otro tanto ocurría con el caso de Camilla Loen.

Incluso Beate se sentía frustrada. Se había pasado todo el fin de semana ayudando a los pocos investigadores operativos que no estaban de vacaciones. Era buena chica, Beate. Una pena que esas cosas no se apreciaran.

Camilla Loen era una persona sociable, de modo que pudieron determinar la mayoría de sus movimientos de la semana anterior al asesinato, pero aquellos datos no les condujeron a pistas concretas.

Harry había pensado comentarle a Beate que Waaler se había pasado por su despacho para sugerirle más o menos abiertamente que le vendiese su alma. Pero por alguna razón, no lo hizo. Además, ella ya tenía bastante en lo que pensar. Contárselo a Møller sólo le acarrearía problemas, así que lo descartó de inmediato.

Harry iba ya por la mitad de su segunda pinta de cerveza cuando la vio. Estaba sola, sentada en la penumbra, en una mesa pegada a la pared. Lo miró directamente con una leve sonrisa. Delante de ella, sobre la mesa, había un vaso de cerveza, y entre el índice y el corazón derechos, un cigarrillo.

Harry cogió el vaso y se fue a su mesa.

—¿Puedo acompañarte?

Vibeke Knutsen señaló la silla vacía con un gesto de la cabeza.

—¿Qué haces aquí?

—Vivo cerca —dijo Harry.

—Ya me había dado cuenta, pero no te había visto antes por aquí.

—No. El sitio donde suelo ir y yo tenemos opiniones divergentes sobre un incidente ocurrido la semana pasada.

—¿Te han prohibido la entrada? —preguntó ella con una risa ronca.

A Harry le gustó aquella risa. Y Vibeke Knutsen le parecía guapa. A lo mejor era el maquillaje. Y la penumbra. ¿Y qué? Le gustaban sus ojos, vivos y juguetones. Infantiles y sabios. Como los de Rakel. Pero allí acababa el parecido. Rakel tenía la boca fina y sensual, la de Vibeke era grande y, pintada de rojo intenso, lo parecía aún más. Rakel se vestía con una elegancia discreta y era delgada, casi como una bailarina, sin curvas exuberantes. El top que llevaba Vibeke aquel día tenía rayas de tigre, aunque resultaba igual de llamativo que el leopardo y la cebra. En Rakel, casi todo era oscuro. Los ojos, el pelo, la piel. Nunca había visto una piel resplandecer como la suya. Vibeke era pelirroja y pálida y sus largas piernas, que había cruzado bajo la mesa, lucían blancas en la penumbra.

—¿Y qué haces aquí tan sola? —preguntó Harry.

Ella se encogió de hombros y tomó un trago de cerveza.

—Anders está de viaje y no vuelve hasta esta noche, así que me estoy divirtiendo un poco.

—¿Se fue lejos?

—A algún lugar de Europa, ya sabes. Nunca me cuenta nada.

—¿A qué se dedica?

—Vende mobiliario y elementos de decoración para iglesias. Retablos, púlpitos, crucifijos y esas cosas. Usados y nuevos.

—Ya. ¿Y eso lo hace en Europa?

—El púlpito nuevo de una iglesia de Suiza puede haberse fabricado en Alesund. Y los púlpitos usados, por ejemplo, se restauran en Estocolmo o en Narvik. Viaja constantemente, está más tiempo fuera de casa que aquí. Sobre todo últimamente. En realidad, este último año.

Dio una calada al cigarrillo y añadió aspirando:

—Pero no es creyente, ¿sabes?

—¿Ah, no?

Negó con la cabeza mientras el humo salía por entre los gruesos labios surcados de finas arrugas.

—Sus padres pertenecían a la congregación de Pentecostés y creció con esas cosas. Yo sólo he asistido a una reunión, pero ¿sabes qué? A mí me da miedo cuando empiezan con la glosolalia y eso. ¿Has estado alguna vez en esas reuniones?

—Dos veces —dijo Harry—. En la congregación de Filadelfia.

—¿Encontraste la salvación?

—Por desgracia, no. Sólo iba en busca de un tío que me había prometido testificar en un asunto.

—Bueno, si no encontraste a Jesús, por lo menos encontraste a tu testigo.

Harry negó con la cabeza.

—Me dijeron que ya no iba por allí y no está en las direcciones que he conseguido. No, no encontré la salvación.

Harry apuró la cerveza y señaló al bar. Ella encendió otro cigarrillo.

—Intenté localizarte el otro día —dijo ella—. En tu trabajo.

—¿Ah, sí?

Harry pensó en la llamada sin voz en su contestador.

—Sí, pero me dijeron que no era tu caso.

—Si te refieres al asunto de Camilla Loen, es cierto.

—Entonces hablé con ése que estaba en nuestra casa. El guapo.

—¿Tom Waaler?

—Sí. Le conté un par de cosas sobre Camilla. Cosas que no podía decir cuando tú estabas en casa.

—¿Por qué no?

—Porque Anders estaba allí.

Dio una larga calada al cigarrillo.

—No le gusta que diga nada despectivo sobre Camilla. Se enfada mucho. A pesar de que casi no la conocemos.

—¿Por qué ibas a decir algo despectivo si no la conocías?

Ella se encogió de hombros.

—A mí no me parece despectivo. Es Anders quien opina así. Será la educación. Creo que, en realidad, él opina que las mujeres sólo deben tener sexo con un único hombre en su vida.

Apagó el cigarrillo y añadió en voz baja

—Y casi ni eso.

—Ya. ¿Y Camilla tenía sexo con más de un hombre?

—Bastante más de uno.

—¿Cómo lo sabes? ¿Se oye todo?

—Entre los pisos no, así que en invierno no se oye mucho. Pero en verano con las ventanas abiertas… Ya sabes, el sonido…

—… se trasmite bien a través de esos patios.

—Exacto. Anders solía levantarse y cerrar de golpe la ventana del dormitorio. Y si a mí se me ocurría decir que Camilla Loen se lo estaba pasando bien, podía llegar a enfadarse tanto que terminaba acostándose en el salón.

—¿Así que intentaste localizarme para contármelo?

—Sí. Eso y una cosa más. Recibí una llamada. Primero pensé que era Anders, pero normalmente sé por el ruido de fondo que se trata de él. Suele llamar de alguna calle de alguna ciudad de Europa. Lo raro es que el sonido siempre es el mismo, como si cada vez llamase desde el mismo lugar. Bueno, como sea. Esto sonaba diferente. En condiciones normales, habría colgado sin pensar más en ello, pero con lo que le ocurrió a Camilla, y estando Anders de viaje…

—¿Sí?

—Bueno, no fue nada dramático. —Sonrió como cansada. A Harry le pareció bonita su sonrisa—. Sólo era alguien que respiraba en el auricular. Pero me asusté. Y quería comentarlo contigo. Waaler dijo que lo investigaría, pero por lo visto no pudieron localizar el número desde el que se había realizado la llamada. A veces esos asesinos atacan de nuevo en el mismo lugar, ¿no?

—Creo que eso es más bien en las novelas policiacas —aseguró Harry—. Yo no pensaría demasiado en eso.

Giró el vaso. La medicina empezaba a hacer efecto.

—¿Tú y tu compañero no conoceréis por casualidad a Lisbeth Barli?

Vibeke enarcó las cejas maquilladas claramente sorprendida.

—¿La tía que ha desparecido? ¿Por qué demonios íbamos a conocerla?

—Sí, claro, por qué demonios ibais a conocerla —murmuró Harry preguntándose qué era lo que lo había impulsado a preguntar.

Eran cerca de las nueve cuando se encontraban en la acera delante del Underwater.

Harry tuvo que hacer un esfuerzo para guardar el equilibrio.

—Yo vivo en esta calle —le dijo— ¿Qué tal si…?

—No digas nada de lo que te puedas arrepentir, Harry.

—¿Arrepentirme?

—Llevas la última media hora hablando exclusivamente de esa tal Rakel. No lo habrás olvidado, ¿verdad?

—Ella no me quiere, ya te lo he dicho.

—No, y tú tampoco me quieres a mí. Tú quieres a Rakel. O a una sustituía de Rakel.

Vibeke puso la mano sobre su brazo.

—Y quizá me habría gustado serlo por un rato, si las cosas fueran de otra manera. Pero no lo son. Y Anders no tardará en llegar a casa.

Harry se encogió de hombros y dio un paso de apoyo.

—Al menos, deja que te acompañe hasta la puerta —farfulló.

—Son doscientos metros, Harry.

—Podré hacerlo.

Vibeke se rió de buena gana y se cogió de su brazo.

Caminaron despacio por la calle Ullevålsveien mientras los coches y los taxis ociosos los adelantaban sin prisa, el aire de la noche les acariciaba la piel como sólo ocurre en Oslo en el mes de julio. Harry escuchaba el flujo incesante y monótono de su voz y pensó en lo que estaría haciendo Rakel en aquel momento.

Se detuvieron delante de la puerta negra de forja.

—Buenas noches, Harry.

—Sí. ¿Cogerás el ascensor?

—¿Por qué lo preguntas?

—Por nada —Harry se metió las manos en el bolsillo del pantalón y estuvo a punto de perder el equilibrio—. Ten cuidado. Buenas noches.

Vibeke sonrió, se fue hacia él y Harry aspiró su olor cuando ella lo besó en la mejilla.

—En otra vida, ¿quién sabe? —le susurró.

La puerta se cerró con un suave chasquido. Harry se quedó inmóvil un instante para orientarse, cuando, de pronto, algo que había en el escaparate que tenía delante llamó su atención. No era el repertorio de lápidas, sino lo que se reflejaba en el cristal. Un coche rojo junto a la acera de enfrente. Si a Harry le hubieran interesado los coches un mínimo, se habría dado cuenta de que aquel exclusivo juguete era un Tommy Kaira ZZ-R.

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