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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

La estrella del diablo (8 page)

BOOK: La estrella del diablo
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Roger Gjendem comenzó a redactar su resumen en presente histórico para darle más dramatismo, pero se dio cuenta de que el contenido no precisaba de tal recurso y borró lo que había escrito. Permaneció un rato con la cabeza apoyada entre las manos. Hizo doble clic en el icono de la papelera, puso la flecha del ratón en «Vaciar papelera» y dudó un instante. Era la única foto que conservaba de ella. En el apartamento ya había eliminado todos los indicios de su existencia e incluso había lavado el jersey que ella solía pedirle prestado y que a él le gustaba llevar porque conservaba su olor.

—Adiós —murmuró al tiempo que pulsaba el botón.

Repasó la introducción de su síntesis. Decidió cambiar «la calle de Ullevålsveien» por «cementerio de Vår Frelser», sonaba mejor. Empezó a escribir. Y esta vez le salió bien.

A las siete, la gente empezó a volver a regañadientes de las playas, donde el sol seguía calentando desde un cielo limpio de nubes. Dieron las ocho y las nueve, y la gente, con las gafas de sol, bebía cerveza mientras los camareros de los locales sin terraza observaban ociosos. Dieron las diez y media, la colina de Ullernåsen se tiñó de rojo y justo después descendió el sol, pero no la temperatura. Tendrían otra noche de calor tropical y la gente ya se marchaba a sus casas dejando los restaurantes y los bares para ir a acostarse y pasar la noche sin dormir, sudando entre las sábanas.

En la calle Akersgata se acercaba ya la hora de cierre de la edición y las diferentes redacciones se reunían para celebrar la última puesta en común sobre la portada. La policía no les había facilitado más información, pero no porque fuese reacia a darla, sino que más bien parecía que, cuatro días después del asesinato, no tenía nada que contarle a la prensa. Por otro lado, ese silencio policial daba más margen a las especulaciones. Había llegado el momento de ser creativos.

Más o menos a la misma hora sonaba el teléfono en Oppsal, en una casa de madera pintada de amarillo con un huerto de manzanos. Beate Lønn sacó la mano por debajo del edredón pensando si su madre, que dormía en el piso de abajo, se habría despertado con el timbre. Era lo más probable.

—¿Estabas dormida? —preguntó una voz bronca.

—No —respondió Beate—. ¿Acaso hay alguien que pueda dormir?

—Bueno. Yo me acabo de despertar.

Beate se sentó en la cama.

—¿Qué tal?

—Pues… ¿qué puedo decir? Sí, bueno, mal. Supongo que eso es lo que puedo decir.

Pausa. No era la conexión telefónica la responsable de que a Beate le sonara lejana la voz de Harry.

—¿Huellas técnicas?

—Sólo lo que has leído en los periódicos —explicó ella.

—¿Qué periódicos?

Beate dejó escapar un suspiro.

—Sólo lo que ya sabes. Hemos recogido huellas dactilares y ADN en el apartamento, pero de momento parece que no podemos relacionarlo con el asesino.

—Asesino no —la corrigió Harry—. Homicida.

—Homicida —bostezó Beate.

—¿Habéis averiguado de dónde procede el diamante?

—Estamos en ello. Los joyeros a los que hemos consultado dicen que los diamantes rojos no son tan raros pero la demanda en Noruega es escasa. Dudan de que los venda un joyero noruego. Si procede del extranjero, aumenta la posibilidad de que el autor del crimen sea extranjero, por supuesto.

—Ajá.

—¿Qué pasa, Harry?

Harry tosió ruidosamente.

—Sólo quería estar al día.

—Lo último que te oí decir fue algo así como que esto no era unto tuyo.

—Y no lo es.

—Entonces, ¿qué quieres?

—Bueno. Me ha despertado una pesadilla.

—¿Quieres que vaya a arroparte?

—No.

Otra pausa.

—He soñado con Camilla Loen. Y con el diamante que encontrasteis.

—¿Y qué?

—Pues que creo que ahí hay algo.

—¿Como qué?

—No lo sé. Pero ¿sabías que antiguamente solían poner una moneda en el ojo del difunto antes de enterrarlo?

—No.

—Era el pago para el barquero que debía llevar el alma al reino de los muertos. Creían que si el alma no lograba llegar al otro lado, no encontraría la paz. Piénsalo.

—Gracias por la sugerencia, Harry, pero no creo en fantasmas.

Harry no contestó.

—¿Algo más?

—Sólo una pregunta. ¿Sabes si el comisario jefe también ha iniciado sus vacaciones esta semana?

—Así es.

—¿No sabrás por casualidad… cuándo vuelve?

—Dentro de tres semanas. ¿Y tú qué?

—¿Yo qué de qué?

Beate oyó el clic de un mechero. Suspiró.

—Que cuándo vuelves.

Oyó que Harry inhalaba, retenía el humo y lo dejaba escapar lentamente antes de contestar.

—Me ha parecido oírte decir que no crees en fantasmas.

Casi a la misma hora a la que Beate colgaba el teléfono, Bjarne Møller se despertaba en su cama con dolor abdominal. Se quedó tumbado retorciéndose hasta que, hacia las seis, se dio por vencido y se levantó. Desayunó despacio absteniéndose de tomar café y enseguida se sintió mejor. Cuando llegó a la comisaría pasadas las ocho, comprobó con sorpresa que los dolores habían desaparecido. Cogió el ascensor hasta su despacho y lo celebró tomándose el primer trago de café mientras leía los periódicos del día con los pies encima de la mesa.

El
Dagbladet
tenía en la portada una foto de una Camilla Loen sonriente, debajo del titular: «¿Amante secreto?». La portada del
VG
llevaba la misma foto, pero con otro titular: «Vidente anuncia celos». Sólo al resumen del
Aftenposten
parecía interesarle la realidad.

Møller meneó la cabeza, miró el reloj y marcó el número de Tom Waaler, que acababa de poner fin a la reunión matutina con el grupo de investigación.

—Nada nuevo todavía —admitió Waaler—. Hemos ido preguntando de puerta en puerta por el vecindario y hemos hablado con los propietarios y trabajadores de todos los comercios cercanos. Hemos comprobado los taxis que se encontraban en la zona durante el periodo en cuestión, hemos hablado con nuestros informadores y hemos repasado las coartadas de todos los delincuentes con antecedentes de delitos sexuales. Nadie destaca como posible sospechoso, por decirlo de alguna manera. Para ser sincero, no creo que en este caso el culpable sea un tipo al que conozcamos. No hay signos de agresión sexual. El dinero y los objetos de valor estaban intactos. Y tampoco hay ningún aspecto que nos resulte familiar, nada que recuerde a algo que hayamos visto con anterioridad. Lo del dedo y el diamante, por ejemplo…

Møller oyó gruñir a sus intestinos. Esperaba que fuera de hambre.

—O sea, que no tienes buenas noticias, ¿no?

—La comisaría de Majorstua nos ha cedido tres hombres, así que ahora somos diez en la investigación técnica. Y a Beate le ayudan a repasar lo que encontramos en el apartamento los técnicos de la KRIPOS
[2]
. Teniendo en cuenta que es época de vacaciones, no estamos nada mal de personal. ¿Te suena bien?

—Gracias Waaler, esperemos que siga así. Lo del personal, quiero decir.

Møller colgó y giró la cabeza para mirar por la ventana antes de volver a centrarse en la prensa. Pero permaneció así, con el cuello torcido en una postura muy incómoda y la vista orientada al césped que se extendía ante la comisaría. Había divisado una figura que subía a pie desde Grønlandsleiret. No andaba deprisa, pero parecía ir bastante derecho y no cabía duda de qué dirección llevaba. Se encaminaba a la comisaría.

Møller se levantó, salió al pasillo y llamó a Jenny para que trajese otra taza y más café. Volvió a entrar, se sentó y sacó a toda prisa unos viejos documentos de uno de los cajones.

Tres minutos más tarde llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —gritó Møller sin levantar la vista de los documentos, una denuncia de doce páginas en la que el propietario de un perro acusaba a la clínica canina de la calle Skippergata de medicación errónea y de causar la muerte de sus dos perros de raza Chow Chow. Se abrió la puerta y Møller le indicó con un gesto al recién llegado que entrara, sin dejar de ojear las páginas que describían la cría de los perros, los premios obtenidos en exposiciones y la extraordinaria inteligencia de que estaban dotados.

—Vaya —dijo Møller cuando por fin levantó la vista—. Creía que te habíamos despedido.

—Bueno. Como la carta de despido todavía está sin firmar en la mesa del comisario jefe y seguirá así por lo menos otras tres semanas, tendré que presentarme al trabajo mientras tanto. ¿O qué, jefe?

Harry se sirvió café de la jarra que había llevado Jenny y, rodeando la mesa de Møller, se acercó con la taza hasta la ventana.

—Pero eso no significa que trabaje en el caso de Camilla Loen.

Bjarne Møller se dio la vuelta y observó a Harry. Lo había visto ya en un sinfín de ocasiones: Harry podía ser un día el vivo retrato de una experiencia-al-borde-de-la-muerte y, al día siguiente, pasearse por ahí como un Lázaro sanado de ojos enrojecidos. Sin embargo, a él le resultaba igual de sorprendente cada vez.

—Si crees que el despido es un farol, te equivocas, Harry. Esta vez no es un tiro de intimidación, es definitivo. Siempre que has infringido las normas he sido yo quien ha conseguido que te dieran otra oportunidad. Por lo tanto, también ahora tengo que asumir la responsabilidad.

Bjarne Møller buscó señales de petición de clemencia en los ojos de Harry. No las encontró. Menos mal.

—Así es, Harry. Se acabó.

Harry no contestó.

—Antes de que se me olvide, tu licencia para llevar armas ha sido suspendida con efecto inmediato. Es el procedimiento habitual. Así que vete a la oficina de armas y entrega todas las pipas que lleves encima.

Harry asintió con la cabeza. El jefe lo miró. ¿No vislumbraba en su semblante la expresión confusa del niño que acaba de recibir una bofetada? Møller se llevó la mano al último ojal de la camisa. Entender a Harry no era fácil.

—Si crees que puedes sernos útil estas semanas, a mí no me importa que vengas a trabajar. No estás suspendido del servicio y, de todos modos, tenemos que pagarte el sueldo hasta final de mes. Además, ya sabemos cuál es la alternativa a que estés sentado aquí.

—Bien —dijo Harry en un tono neutro antes de levantarse—. Voy a ver si aún existe mi despacho. Si necesitas algo, jefe, no tienes más que avisar.

Bjarne Møller sonrió condescendiente.

—Gracias a ti, Harry.

—Por ejemplo, con ese caso de los Chow Chow —dijo Harry cerrando la puerta despacio tras de sí.

Harry se quedó de pie en el umbral observando el despacho para dos. Pegada a la suya se hallaba la mesa vacía que Halvorsen había dejado recogida para las vacaciones. En la pared, encima del armario archivador, colgaba una foto de Ellen Gjelten, de cuando ella ocupaba el sitio de Halvorsen. La otra pared aparecía casi totalmente cubierta por un plano de las calles de Oslo marcado con alfileres y trazos, así como con las horas que indicaban dónde se encontraban la noche del asesinato tanto Ellen como Sverre Olsen y Roy Kvinsvik. Harry se acercó a la pared y se detuvo delante del plano. Lo retiró de un brusco tirón y lo guardó en uno de los cajones vacíos del archivador. Sacó una petaca de plata del bolsillo de la chaqueta, tomó un trago y apoyó la frente en la superficie refrescante del armario de metal.

Hacía más de diez años que trabajaba allí, en aquel despacho. Oficina 605. El despacho más pequeño de la zona roja del sexto piso. Cuando se les había ocurrido la extraña idea de ascenderlo a comisario, él había insistido en quedarse allí. La 605 no tenía ventanas, pero él se había pasado aquellos diez años observando el mundo desde allí. En aquellos diez metros cuadrados había aprendido su oficio, había celebrado sus victorias, se había tragado sus derrotas y había aprendido lo poco que sabía sobre la condición humana. Intentó recordar qué otras cosas había hecho durante los últimos diez años. Algo más tenía que haber, nadie trabaja más de ocho o diez horas diarias. Como mucho, no más de doce. Más los fines de semana.

Harry se desplomó en su silla defectuosa y los muelles rotos rechinaron con júbilo. Bueno, no le importaba ocupar aquel asiento un par de semanas más.

A las cinco y veinticinco de la tarde Bjarne Møller solía estar ya en casa con su mujer y sus hijos. Sin embargo, puesto que toda la familia se había ido con la abuela materna, él decidió aprovechar esos días de calma vacacional para ordenar el papeleo que había tenido desatendido. El asesinato de la calle Ullevålsveien había retrasado sus planes hasta cierto punto, pero en aquel momento decidió recuperar el tiempo perdido.

Cuando le avisaron de la Central de Emergencias, Møller respondió algo contrariado de que llamasen a la Policía Judicial de guardia, aduciendo que su unidad no podía empezar a hacerse cargo también de las personas desaparecidas.

—Lo siento, Møller, los de guardia están ocupados con una quema de matojos en Grefsen. El tipo que llamó está convencido de que la persona desaparecida ha sido víctima de un asesinato.

—Pues aquí todos los que no se han ido a casa están ocupados en el asesinato de la calle Ullevålsveien. Tendrá que…

Møller calló de pronto, antes de añadir:

—Bueno, sí. Espera un poco, déjame que haga una consulta…

9
Miércoles. Desaparecida

El policía pisó el freno de mala gana y el coche patrulla se deslizó hasta el semáforo en rojo de la plaza de Alexander Kielland.

—¿O le damos al niiii-naaaa-niiii-naaaa y pisamos a fondo? —preguntó girándose hacia el asiento del copiloto.

Harry negó distraídamente con la cabeza. Miró al parque que fuera en otro tiempo una explanada de césped con dos bancos, siempre ocupados por tipos sedientos que intentaban acallar el estruendo del tráfico con sus canciones y sus broncas. Un par de años atrás, sin embargo, decidieron invertir unos millones en adecentar la plaza dedicada al escritor y el parque quedó limpio y asfaltado. Plantaron flores y arbustos, trazaron senderos y colocaron en él una fuente impresionante que recordaba a una escala de salmón. No cabía duda de que se había convertido en un escenario aún más atractivo para las canciones y las broncas.

El coche patrulla giró a la derecha y entró en la calle Sannergata, cruzó el puente del río Akerselva y se detuvo ante la dirección que Møller le había facilitado a Harry.

Harry le dijo al policía que volvería por su cuenta, bajó del coche y enderezó la espalda. Al otro lado de la calle había un edificio de oficinas recién construido aún vacío y, según los periódicos, seguiría así una temporada. En sus ventanas se reflejaba el bloque que correspondía a la dirección que él buscaba, un edificio blanco de los años cuarenta aproximadamente, no del todo perteneciente al funcionalismo, aunque sí un pariente indefinido. La fachada estaba profusamente decorada con grafitis firmados marcando terreno. Una chica de piel oscura mascaba chicle con los brazos cruzados en la parada del autobús y miraba una valla publicitaria gigantesca de Diesel que se alzaba al otro lado de la calle. Harry encontró el nombre en el timbre superior.

BOOK: La estrella del diablo
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