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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

La estrella del diablo (5 page)

BOOK: La estrella del diablo
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—Es un poco miedosa —explicó Nygård dándole a su pareja una palmadita en la rodilla.

—Oslo no es lo que era —apostilló Vibeke.

Su mirada se cruzó fugazmente con la de Harry.

—Tienes razón —convino Harry—. Y parece que Camilla Loen opinaba lo mismo. Su apartamento tiene doble cerradura de seguridad y cadena de seguridad en el interior. No me parece el tipo de mujer que se metería en la ducha sin echar la llave.

Nygård se encogió de hombros.

—¿Y si quienquiera que fuese abrió la puerta con una ganzúa mientras ella estaba en la ducha?

Harry negó con la cabeza.

—Abrir una cerradura de seguridad con una ganzúa… Eso sólo pasa en las películas.

—¿Y si ya había alguien con ella dentro de la casa? —sugirió Vibeke.

—¿Quién?

Harry aguardó en silencio. Cuando comprendió que nadie llenaría aquel silencio, se puso de pie.

—Se os citará para testificar. Es todo por ahora, gracias.

Ya en la entrada se dio la vuelta.

—¿Quién de vosotros llamó a la policía?

—Fui yo —respondió Vibeke—. Llamé mientras Anders iba a buscar al portero.

—¿Antes de haberla encontrado? ¿Cómo sabías…?

—Había sangre en el agua que se filtró por nuestro techo.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo supiste?

Anders Nygård exhaló un suspiro de exasperación exagerada y posó una mano en la nuca de Vibeke.

—Era roja, ¿verdad?

—Bueno —dijo Harry—. Hay otras cosas que son rojas y que no son sangre.

—Es verdad —admitió Vibeke—. Y no fue el color.

Anders Nygård la miró con sorpresa. Ella sonrió, pero Harry se dio cuenta de que trataba de evitar la mano del novio.

—Viví unos años con un cocinero y juntos llevamos un pequeño restaurante, así que aprendí algunas cosas sobre cocina. Entre otras, que la sangre contiene albúmina y que, si viertes sangre en una cacerola de agua a una temperatura superior a sesenta y cinco grados, se coagula y forma grumos. Igual que cuando rompes un huevo en agua hirviendo. Cuando Anders probó los grumos que había en el agua y dijo que sabían a huevo, comprendí enseguida que era sangre. Y que algo grave había pasado.

Anders Nygård entreabrió la boca ligeramente. De pronto, él también palideció bajo el bronceado.

—¡Buen provecho! —murmuró Harry antes de marcharse.

5
Viernes. Underwater

Harry odiaba los bares temáticos. Bares irlandeses, bares de
topless,
bares de noticias o los peores, bares de famosos con fotos de clientes fijos notorios en las paredes. El tema del Underwater era una difusa mezcla marítima de submarinismo y nostalgia de barcos de madera. Pero cuando Harry iba por la mitad de la cuarta pinta de cerveza, los acuarios de agua verdosa y burbujeante, las escafandras y los interiores rústicos de madera crujiente dejaron de preocuparle. Podía haber sido peor. La última vez que estuvo en aquel establecimiento, la gente se levantó de pronto y se puso a cantar viejas arias de ópera, y, por un momento, Harry llegó a creer que los musicales por fin se habían impuesto en la vida real. Miró a su alrededor y constató con alivio que ninguno de los cuatro clientes que había en el local tenía pinta de ir a cantar, de momento.

—¿Ambiente de vacaciones? —le preguntó a la chica que había detrás de la barra cuando le puso la pinta en la mesa.

—Es que son las siete —explicó ella, dándole el cambio de cien coronas, en lugar de doscientas.

Si hubiera podido, habría ido al Schrøder. Pero tenía la vaga impresión de que le habían prohibido volver y no estaba de humor para ir a comprobarlo. No en un día como aquél. Recordaba fragmentos de un episodio que se había producido el martes. ¿O fue el miércoles? Alguien empezó a hablar de aquella ocasión en que él salió en la tele, cuando hablaron de él como de un héroe policial noruego, porque había disparado a un asesino en Sidney. Un tipo hizo algún que otro comentario insultante. Algunos dieron en el blanco. ¿Le afectaron aquellos comentarios? ¿Se enzarzó en una pelea? No podía descartarse, aunque, por supuesto, las heridas que tenía en los nudillos y en la nariz cuando se despertó podían deberse a que hubiese tropezado y caído sobre los adoquines de la calle Dovregata.

Sonó el móvil. Harry miró el número para constatar enseguida que en esta ocasión tampoco era el de Rakel.

—Hola, jefe.

—¿Harry? ¿Dónde estás? —Bjarne Møller sonaba preocupado.

—Bajo el agua. ¿Qué pasa?

—¿Agua?

—Agua. Agua estancada. Agua mineral. Suenas… ¿cómo diría?… alterado.

—¿Estás borracho?

—No lo suficiente.

—¿Qué?

—Nada. Se me está agotando la batería, jefe.

—Uno de los policías que vigilaba el escenario del crimen amenazaba con escribir un informe sobre ti. Sostiene que estabas visiblemente «intoxicado» cuando llegaste.

—¿Por qué «amenazaba» y no «amenaza»?

—Se lo quité de la cabeza. ¿Estabas bebido, Harry?

—Por supuesto que no, jefe.

—¿Seguro que ahora dices la verdad, Harry?

—¿Seguro que lo quieres saber, jefe?

Harry oyó a Møller suspirar al otro lado.

—Esto no puede continuar así, Harry. Tengo que decir hasta aquí hemos llegado.

—De acuerdo. Empieza por apartarme de este caso.

—¡¿Cómo?!

—Ya me has oído. No quiero trabajar con ese cerdo. Pon a otro en este asunto.

—No tenemos hombres suficientes para…

—Entonces, despídeme. Me importa una mierda.

Harry metió el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta. Notó que la voz de Møller vibraba débil contra el pezón. En el fondo, era ligeramente agradable. Apuró el vaso, se levantó y salió tambaleándose a la calurosa noche estival. Al tercer intento, un taxi se detuvo en la calle de Ullevålsveien.

—A la calle Holmenkollveien —dijo apoyando la nuca sudorosa en la piel fresca del asiento trasero. Mientras avanzaban, Harry iba mirando por la ventanilla las golondrinas que cruzaban el pálido cielo azul en busca de comida. A aquella hora del día salían los insectos. Era el marco del tiempo de las golondrinas, su posibilidad de sobrevivir. Desde esa hora hasta que se ponía el sol.

El taxi se detuvo en la calle que conducía hasta un chalé de vigas de madera, grande y oscuro.

—¿Subimos? —preguntó el taxista.

—No, sólo vamos a quedarnos aquí un rato —explicó Harry.

Miró hacia la casa. Le pareció ver a Rakel en la ventana. Supuso que Oleg estaría a punto de irse a la cama. En aquel momento seguramente estaría dando la tabarra para quedarse un poco más ya que era…

—Hoy es viernes, ¿verdad?

El taxista asintió despacio con la cabeza sin dejar de mirar por el retrovisor.

Los días. Las semanas. Dios mío, lo rápido que crecen esos chicos.

Harry se frotó la cara en un intento de infundir algo de vida en esa máscara de muerte de un pálido otoñal que llevaba.

Aquel invierno la cosa no tenía tan mala pinta.

Harry había resuelto un par de casos importantes, tenía un testigo en el caso de Ellen, no bebía y Rakel y él habían progresado y habían pasado de ser sólo una pareja de enamorados a empezar a hacer cosas juntos como una familia. Y a Harry le gustaba. Le gustaban las excursiones a la cabaña. Las fiestas infantiles con él de cocinero delante de la barbacoa. Le gustaba invitar a su padre y a Søs a comer con ellos los domingos y ver cómo jugaba con Oleg su hermana con síndrome de Down. Y lo mejor de todo, seguían enamorados. Rakel había empezado a insinuar incluso que quizá fuese buena idea que Harry se mudase a vivir con ellos. Recurrió al argumento de que la casa era demasiado grande para ella y Oleg. Y Harry no se esforzó demasiado por encontrar argumentos en contra.

—Ya veremos cuando termine con el caso de Ellen —le dijo.

El viaje que habían reservado a Normandía, donde pasarían tres semanas en una vieja casa solariega y una semana en una barcaza, debería constituir la prueba que les confirmase si estaban preparados.

Y entonces empezaron a torcerse las cosas.

Él estuvo trabajando en el caso de Ellen todo el invierno. Fue un trabajo muy intenso. Demasiado intenso. Pero Harry no conocía otra forma de trabajar. Y Ellen Gjelten no había sido para él una simple colega, sino su mejor amiga y su alma gemela. Tres años habían pasado desde que ambos estuvieron tras la pista de un traficante de armas apodado «el Príncipe», y desde que un bate de béisbol acabó con la vida de Ellen. Los indicios hallados en el lugar del crimen apuntaban a Sverre Olsen, un viejo conocido de los círculos neonazis. Por desgracia, nunca pudieron oír su testimonio, ya que una bala le atravesó la cabeza cuando supuestamente iba a disparar contra Tom Waaler, que había ido a detenerlo. A pesar de todo, Harry estaba convencido de que el verdadero responsable del asesinato era el Príncipe, y había conseguido que Møller le permitiera realizar su propia investigación. Era algo sumamente personal que iba en contra de todos los principios de trabajo por los que se regía el grupo de Delitos Violentos, pero Møller le concedió poder llevarla a cabo un tiempo, como una especie de recompensa por los resultados que Harry había obtenido en relación con otros asuntos. Y aquel Invierno, por fin, sucedió algo positivo. Un testigo había visto a Sverre Olsen en Grünerløkka, sentado en un coche rojo con otra persona, la noche del asesinato, a sólo unos cientos de metros del lugar del crimen. El testigo era un tal Roy Kvinsvik, un tipo con antecedentes y un pasado que lo vinculaba a los círculos neonazis, ahora recién convertido a la Iglesia de Pentecostés de Filadelfia. Kvinsvik no era lo que nadie llamaría un testigo modelo, pero estuvo mirando largo y tendido la foto que Harry le enseñó y, al cabo de un buen rato, aseguró que sí, que aquella era la persona que había visto en el coche con Sverre. El hombre de la foto era Tom Waaler.

Harry llevaba tiempo sospechando de Waaler, pero, aun así, le impresionó que su sospecha se confirmara. Sobre todo porque eso indicaba que debían de existir más topos dentro del Cuerpo. De lo contrario, al Príncipe le habría sido imposible cubrir tantos frentes. Lo que a su vez significaba que Harry no podía fiarse de nadie. Y por esa razón no le había revelado a nadie lo que le dijo Roy Kvinsvik, porque era consciente de que sólo tendría una oportunidad, que la podredumbre había que arrancarla de un único tirón. Debía estar totalmente seguro de que la sacaría de raíz, si no, él estaría acabado.

Por este motivo, y sin decir nada a nadie, Harry empezó a trabajar para conseguir que su caso fuese totalmente impermeable. Sin embargo, aquello resultó más difícil de lo que había imaginado. Dado que ignoraba en quién podía confiar, empezó a buscar en los archivos después de que los demás se hubiesen marchado a sus casas y comenzó a entrar en la red interna y a imprimir correos electrónicos y listas de llamadas entrantes y salientes de las personas que sabía que eran amigos de Waaler. Se pasó tardes enteras sentado en un coche cerca de la plaza de Youngstorget, vigilando la pizzería de Herbert. Según la teoría de Harry, el tráfico de armas se llevaba a cabo a través del círculo neonazi que frecuentaba aquel establecimiento. Pero, viendo que aquello no le conducía a ninguna parte, empezó a vigilar a Waaler y a otros de sus colegas. Se concentró en los que pasaban mucho tiempo manejando armas en el campo de entrenamiento de Økern. Estuvo un tiempo siguiéndolos de lejos y vigilando delante de sus casas muerto de frío mientras ellos dormían dentro. Llegaba a casa de Rakel de madrugada totalmente agotado y dormía un par de horas antes de ir a trabajar. Al cabo de un tiempo, ella le pidió que se fuese a dormir a su apartamento las noches que hiciese doble turno. No le había contado que aquel trabajo nocturno era
off the record, off
horas extraordinarias,
off
sus superiores y, en suma,
off
casi todo.

Y luego empezó a trabajar también
off
Broadway. Empezó a pasarse por la pizzería de Herbert. Primero una noche. Luego otra. Habló con los chicos. Les invitó a cerveza. Naturalmente, todos sabían quién era, pero una cerveza gratis era una cerveza gratis, así que los muchachos bebían, reían burlones y callaban. Poco a poco, Harry llegó a la conclusión de que no sabían nada. Aun así, siguió yendo. No se explicaba por qué. Tal vez le diese la sensación de estar cerca de algo, de hallarse cerca de la cueva del dragón, de que lo único que debía hacer era armarse de paciencia, debía esperar a que saliera el dragón. Sin embargo, ni Waaler ni ninguno de sus colegas aparecían nunca por allí, de modo que volvió a vigilar el edificio donde vivía Waaler. Una noche, a veinte grados bajo cero y con las calles vacías, un chico que llevaba una chaqueta corta y finita, se acercó a donde estaba su coche con ese paso entrecortado tan típico de los drogadictos. El joven se detuvo ante la puerta del edificio de Waaler y, tras mirar a derecha e izquierda, forzó la puerta con una palanca. Harry se quedó mirando sin hacer nada, consciente de que, si intervenía, lo descubrirían. Seguramente, el chico estaba demasiado colocado para atinar bien con la palanca, así que, al tirar, se soltó de la puerta una gran astilla de madera que emitió un ruido alto y desgarrador al tiempo que el joven se caía de espaldas, aterrizando en la nieve amontonada en el césped. Y allí se quedó. Se encendieron entonces las luces en algunas de las ventanas. En casa de Waaler se movieron las cortinas. Harry esperó. No pasó nada. Veinte grados bajo cero. Las luces de Waaler seguían encendidas. El chico seguía sin moverse. Harry se preguntaría muchas veces con posterioridad qué coño debería haber hecho. El móvil estaba sin batería a causa del frío, así que tampoco podía llamar al servicio de urgencias médicas. Esperó. Los minutos pasaban. Mierda de drogata. Veintiuno bajo cero. Menudo drogata gilipollas. Por supuesto, podría haber ido a urgencias y dar el aviso. Entonces, alguien salió por la puerta. Era Waaler. Tenía una pinta bastante cómica en albornoz, botas, gorro y manoplas. Se había bajado dos mantas. Harry observaba incrédulo mientras Waaler controlaba al joven el pulso y las pupilas antes de envolverlo en las mantas. Luego Waaler se quedó moviendo los brazos para calentarse y frunció los ojos en dirección al coche de Harry. Unos minutos más tarde la ambulancia se detuvo delante de la puerta.

Aquella noche, cuando Harry llegó a casa, se sentó en el sillón de orejas y se puso a fumar y a escuchar a Raga Rockers y a Duke Ellington, y se fue a trabajar sin haberse cambiado de ropa en cuarenta y ocho horas.

BOOK: La estrella del diablo
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