En Suecia nadie recuerda un verano tan caluroso como el de 1994. Mientras la gente sigue con pasión los partidos finales del Campeonato Mundial de Fútbol, el inspector Kurt Wallander se dispone a iniciar unas cortas vacaciones. Pero la tranquilidad de la provincia de Escania se ve truncada cuando una muchacha, posiblemente extranjera, se suicida quemándose a lo bonzo. Wallander y su equipo tratan de averiguar la identidad de la chica y los motivos de esa trágica decisión; pero los sustos no han hecho más que empezar, pues un brutal asesino en serie ha comenzado su macabra actividad. Las primeras víctimas son un antiguo ministro de Justicia, un adinerado tratante de arte y un ladronzuelo de poca monta. Sin que pueda sospecharlo, la pista a la que Wallander se aferra para detener esta carnicería le conducirá a las altas esferas de la política, y pondrá seriamente en peligro su vida y la de sus allegados.
Henning Mankell
La falsa pista
Saga inspector Wallander - 5
ePUB v1.0
Joselín25.03.12
Título original:
Villospår
Fecha de piblicación:
1995
Traducción del sueco:
Dea Marie Mansten y Amanda Monjonell Mansten
En vano doblaré, grabaré, la vieja reja
Inexorablemente dura. En vano la sacudiré
No cederá. No quiere resquebrajarse
Ya que en mí mismo tengo es reja forjada, remachada,
Y solo cuando yo esté destruido, será destruida la reja
GUSTAF FRÖDING, «En Ghasel»
1978
Poco antes del alba, Pedro Santana se despertó por el humo que había empezado a despedir el candil de petróleo. Al abrir los ojos, no sabía dónde se encontraba. Había sido arrebatado de un sueño que no quería dejar escapar. Se trataba de un viaje por un extraño paisaje rocoso en el que el aire era ligero, y tenía la sensación de que todos sus recuerdos estaban a punto de desvanecerse. El candil humeante había penetrado en su conciencia como un olor lejano a ceniza volcánica. Pero de pronto algo más había hecho su aparición: el jadeo de una persona que sufría. Y entonces el sueño se había interrumpido, obligándolo a volver a la habitación oscura en la que ya llevaba seis días y seis noches sin dormir más que unos minutos a ratos.
El candil se había apagado. A su alrededor reinaba la oscuridad. Estaba sentado, inmóvil. La noche era muy cálida. El sudor era pegajoso bajo su camisa. Se dio cuenta de que olía mal. Hacía mucho tiempo que no tenía fuerzas para lavarse. Luego volvió a oír el jadeo. Se levantó cuidadosamente del suelo de tierra y buscó a tientas el bidón de plástico de petróleo que sabía que estaba junto a la puerta. Debía de haber llovido mientras dormía, pensó al buscar el camino en la oscuridad. El suelo estaba húmedo bajo sus pies. En la lejanía oyó cantar un gallo. Sabía que era el gallo de Ramírez. De todos los gallos del pueblo era siempre el primero en cantar antes del alba. Ese gallo era como una persona impaciente, una persona de las que vivían en la ciudad, de las que siempre estaban tan atareadas que nunca tenían tiempo de ocuparse de otra cosa que no fuera su propia prisa. No era como aquí, en el pueblo, donde todo transcurría tan lentamente como la propia vida. ¿Por qué tenían que correr las personas cuando las plantas de las que se alimentaban crecían tan despacio?
Tocó con una mano el bidón del petróleo. Sacó el trozo de tela que taponaba la abertura y se volvió. Los jadeos que le rodeaban en la oscuridad se hacían cada vez más irregulares. Encontró el candil, quitó el tapón y vertió el petróleo con cuidado. Al mismo tiempo intentó recordar dónde había puesto las cerillas. La caja estaba casi vacía, eso sí que lo recordaba. Pero aún debían de quedar dos o tres. Dejó el bidón de plástico y buscó por el suelo. Casi enseguida su mano topó con la caja de cerillas. Encendió una, levantó la pantalla y vio cómo la mecha empezaba a arder.
Luego se dio la vuelta. Lo hizo con gran angustia, ya que no quería ver lo que le esperaba. La mujer que yacía en la cama junto a la pared estaba a punto de morir. Ahora sabía que era cierto, si bien durante mucho tiempo había intentado convencerse de que la crisis pronto pasaría. Su último intento de escapar fue en el sueño. Ahora ya no le quedaban posibilidades de huir. Una persona nunca podía eludir la muerte. Ni la de uno mismo, ni la que le aguardaba a un ser querido.
Se puso de cuclillas junto a la cama. El candil de petróleo proyectaba sombras temblorosas sobre las paredes. Miró su rostro. Todavía era joven. A pesar de tener la cara pálida y hundida, aún era hermosa. «Lo último que abandona a mi esposa es su belleza», pensó, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Le tocó la frente. La fiebre había subido de nuevo.
Echó una mirada por la ventana rota, que estaba cubierta con un trozo de cartón. Aún no había amanecido. El gallo de Ramírez era todavía el único que cantaba. «Que se haga de día», pensó. «Se morirá durante la noche. No de día. Que tenga fuerzas para respirar hasta el alba. Entonces no me dejará solo.»
De repente abrió los ojos. Le tomó la mano e intentó sonreír.
—¿Dónde está la niña? —preguntó con una voz tan débil que apenas pudo entender sus palabras.
—Está durmiendo en casa de mi hermana y su familia —contestó—. Es mejor así.
Su respuesta pareció tranquilizarla.
—¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
—Muchas horas.
—¿Has estado aquí todo el tiempo? Tienes que descansar. Dentro de unos días ya no tendré que estar echada.
—He dormido —contestó él—. Pronto estarás bien otra vez.
Se preguntó si ella se daba cuenta de que mentía. Se preguntó si sabía que nunca más se levantaría de la cama. ¿Estaban mintiéndose los dos en su desesperación, para hacer más llevadero lo inevitable?
—Estoy muy cansada —dijo.
—Tienes que dormir para ponerte bien —añadió volviendo la cabeza para que no viera lo que le costaba dominarse. Poco después, la primera luz del alba penetró en la casa. Ella estaba de nuevo inconsciente. Él permaneció sentado en el suelo junto a su cama. Estaba tan cansado que ya no podía tratar de ordenar sus pensamientos. Se movían libremente en su cabeza sin que él pudiera controlarlos.
La primera vez que vio a Dolores tenía veintiún años. Junto con su hermano Juan había recorrido el largo camino hasta Santiago de los Treinta Caballeros para asistir al carnaval. Juan, que era dos años mayor que él, ya había visitado la ciudad antes. Para Pedro era la primera vez. Habían tardado tres días en llegar. De vez en cuando algún carro tirado por bueyes les había llevado algunos kilómetros. Pero la mayor parte del trayecto la habían hecho a pie. En una ocasión intentaron ir de polizones en un autobús cargado hasta los topes que iba hacia la ciudad. Les descubrieron cuando en una parada intentaron subir a la baca para esconderse entre las maletas y los bultos. El chofer les ahuyentó, profiriendo palabrotas tras ellos. Les gritó que no debería existir gente tan pobre que no tuviese dinero ni siquiera para el billete del autobús.
—Un hombre que lleva un autobús debe de ser muy rico —dijo Pedro cuando siguieron a lo largo del camino polvoriento que serpenteaba entre inacabables plantaciones azucareras.
—Eres tonto —contestó Juan—. El dinero de los billetes va al dueño del autobús. No a quien lo conduce.
—¿Quién es? —preguntó Pedro.
—¿Cómo lo voy a saber? —respondió Juan—. Pero cuando lleguemos a la ciudad te voy a enseñar las casas en las que viven.
Finalmente llegaron. Fue un día de febrero y toda la ciudad vivía en el violento torbellino del carnaval. Enmudecido, Pedro veía las ropas abigarradas con espejos brillantes cosidos en las costuras. Al principio, las máscaras que parecían diablos o animales le habían asustado. Era como si toda la ciudad se balanceara al ritmo de miles de tambores y guitarras. Juan le condujo con su experiencia por las calles y callejuelas. De noche dormían en unos bancos en el parque Duarte. Pedro estaba muy angustiado ante la idea de que Juan desapareciese entre la muchedumbre. Se sentía como un niño que temía perder a su padre. Pero no lo demostraba. No quería que Juan se riese de él.
Sin embargo, eso fue lo que ocurrió. Era la tercera noche, la que iba a ser la última. Estaban en la calle del Sol, la más larga de la ciudad, cuando, de repente, Juan desapareció entre el gentío disfrazado que bailaba. No habían decidido ningún lugar de encuentro donde reunirse si se perdían. Estuvo buscando a Juan hasta altas horas de la madrugada, sin encontrarlo. Tampoco le encontró entre los bancos del parque donde antes habían dormido. Al amanecer Pedro se sentó junto a una de las estatuas de la plaza de la Cultura. Bebió agua de una fuente para apagar la sed. Sin embargo, no tenía dinero para comprar comida. Pensó que lo único que podía hacer era intentar encontrar el camino de vuelta a casa. Para calmar el hambre, podría entrar a escondidas en alguna de las numerosas plantaciones de plátanos que había en las afueras de la ciudad.
De pronto advirtió que alguien se había sentado a su lado. Era una joven de su misma edad. Enseguida pensó que era la más guapa que había visto jamás. Cuando ella le miró, él, avergonzado, bajó la mirada. De reojo vio cómo se quitaba las sandalias y se frotaba los pies doloridos.
De esa manera había conocido a Dolores. Muchas veces después habían hablado de cómo la desaparición de Juan en el tumulto del carnaval y los pies doloridos de Dolores les habían unido.
Permanecieron sentados junto a la fuente y empezaron a hablar.
Resultó que Dolores también había visitado la ciudad. Había solicitado un trabajo como asistenta del hogar, yendo de casa en casa por los barrios ricos, sin lograr nada. Al igual que él, también era hija de campesinos y su pueblo no estaba muy lejos del de Pedro. Abandonaron la ciudad juntos, robaron plátanos para calmar el hambre, y cuanto más se acercaban al pueblo de ella, más lentamente caminaban.
Dos años más tarde, en mayo, antes de que empezara la temporada de las lluvias, se casaron y se fueron a vivir al pueblo de Pedro, donde uno de sus tíos les había regalado una casita. Pedro trabajaba en una plantación azucarera mientras que Dolores cultivaba hortalizas que luego vendía a los que andaban de paso. Eran pobres, pero jóvenes y felices.
Solamente había una cosa que no era como debía ser. Después de tres años, Dolores todavía no se había quedado embarazada. Nunca lo comentaron, pero Pedro notaba que Dolores estaba cada vez más preocupada. En secreto había visitado a Curiositas en la frontera de Haití en busca de ayuda, sin que nada hubiese cambiado.
Pasaron ocho años. Y una tarde, cuando Pedro volvía de la plantación, su esposa le salió al encuentro en la carretera y le explicó que estaba embarazada. Al final del octavo año de su matrimonio, Dolores dio a luz una niña. Cuando Pedro vio a su hija por primera vez, advirtió que había heredado la belleza de su madre. Por la tarde, Pedro fue a la iglesia del pueblo para ofrendar una joya de oro que su madre le había regalado en vida. La depositó ante la Virgen María y pensó que también ella, con su hijo envuelto en paños, le recordaba a Dolores y a su hija recién nacida. Luego volvió a casa cantando con tanta energía y tan alto que las personas con las que se encontraba lo miraban preguntándose si había bebido demasiado ron.