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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

La falsa pista (3 page)

BOOK: La falsa pista
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Sintió un creciente bienestar ante lo que le esperaba. Al día siguiente sus amigos vendrían a casa, poco después de las nueve de la noche, en el Mercedes negro de cristales ahumados. Entrarían directamente en su garaje y él estaría aguardando su visita en la sala de estar con las cortinas corridas, igual que ahora. Notó que su expectación aumentaba de inmediato al empezar a imaginar el aspecto de la chica que le traerían esta vez. Les había informado de que últimamente habían sido muchas rubias. Algunas incluso demasiado mayores, de más de veinte años. Ahora deseaba una joven, mejor de raza mestiza. Sus amigos esperarían en el sótano, donde había colocado un televisor, mientras él se llevaba a la muchacha a su dormitorio. Antes del amanecer se habrían marchado y él ya estaría pensando en la chica que vendría la semana próxima. Pensar en el día siguiente le excitó tanto que se levantó del sofá y se fue a su despacho. Antes de encender la luz corrió las cortinas. Por un momento le pareció ver la sombra de una persona abajo en la playa. Se quitó las gafas y entornó los ojos. A veces ocurría que alguien paseaba de noche precisamente por delante de su terreno. Incluso en alguna ocasión se había visto obligado a llamar a la policía de Ystad para quejarse de los jóvenes que encendían fuego y alborotaban en la playa. Tenía buenas relaciones con la policía de Ystad. Siempre venían enseguida y dispersaban a los que le molestaban. A menudo pensaba que nunca se habría podido imaginar los conocimientos y contactos que conseguiría por el hecho de ser ministro de Justicia. No sólo había aprendido a comprender la especial mentalidad que rige en el cuerpo policial sueco. Poco a poco también había hecho amigos en puntos estratégicos dentro de la maquinaria de la justicia sueca. Igual de importantes habían sido los contactos establecidos dentro del mundo del crimen. Había delincuentes inteligentes, tanto individuos solitarios como líderes de grandes sindicatos del crimen que se habían convertido en sus amigos. Aunque todo había cambiado mucho en los veinticinco años transcurridos desde su dimisión, todavía disfrutaba de sus viejos contactos. Sobre todo de los amigos que se ocupaban de que cada semana le visitase una chica de una edad adecuada.

La sombra de la playa había sido mera imaginación. Arregló la cortina y abrió uno de los cajones del escritorio heredado de su padre, el temido catedrático de derecho. Sacó una carpeta de aspecto caro y preciosamente ornamentada y la abrió sobre el escritorio. Con lentitud, casi con veneración, hojeó la colección de imágenes pornográficas de los primerísimos años del arte fotográfico. La imagen más antigua de todas era una rareza, un daguerrotipo de 1855 que había comprado en París. Representaba a una mujer desnuda abrazando a un perro. Su colección era bien conocida entre el exclusivo grupo de hombres, desconocido ante los ojos del mundo, que compartían su interés. Su colección de imágenes de la década de 1890 de Lecadre sólo era superada por la colección de un anciano magnate de la industria siderúrgica de la zona del Ruhr, en Alemania. Lentamente pasaba las hojas plastificadas del álbum. Permanecía más tiempo contemplando las páginas donde las modelos eran muy jóvenes y en las que sus ojos delataban el influjo de las drogas. Muchas veces se había arrepentido de no haberse dedicado a la fotografía. Si lo hubiese hecho podría poseer una colección única.

Cuando acabó de repasar el álbum volvió a guardarlo bajo llave en el escritorio. Sus amigos le habían prometido que después de su muerte ofrecerían las imágenes a un anticuario de París especializado en ese tipo de ventas. Luego los beneficios irían a parar al fondo para jóvenes juristas que ya había creado pero que no empezaría a funcionar hasta que falleciese. Apagó la lámpara del escritorio y continuó sentado en la penumbra de la habitación. El murmullo del mar era muy débil. De nuevo le pareció oír el paso de una motocicleta por algún sitio en la cercanía. Todavía le costaba imaginarse su propia muerte, a pesar de que ya tenía más de setenta años. En dos ocasiones, de viaje por Estados Unidos, había conseguido poder asistir, de forma anónima, a ejecuciones, una vez en la silla eléctrica y la otra en la ya cada vez más en desuso cámara de gas. Ver ejecutar a aquellas personas había sido una vivencia con extrañas sensaciones de placer. Pero su propia muerte no se la podía imaginar. Salió del despacho y se sirvió una copita de licor del bar de la sala de estar. Era ya casi medianoche. Sólo le faltaba dar un pequeño paseo hasta el mar antes de acostarse. Se puso una chaqueta en el recibidor, metió los pies en unos gastados zuecos y abandonó la vivienda.

El aire estaba en calma. Su casa se hallaba situada en un lugar tan solitario que no veía las luces de ningún vecino. Los coches de la carretera de Kåseberga rugían en la lejanía. Siguió el camino, que atravesaba el jardín, hasta la puerta cerrada con llave que daba a la playa. Para su enojo descubrió que el farol situado en un poste junto a la puerta no funcionaba. La playa le esperaba. Buscó las llaves y abrió la puerta. Recorrió el corto trayecto hasta la playa y se detuvo en la orilla. El mar estaba quieto. Lejos, en el horizonte, vio las luces de un barco con rumbo al oeste. Se desabotonó la bragueta y orinó en el agua, a la vez que fantaseaba sobre la visita que tendría al día siguiente.

Sin haber escuchado nada, de repente supo que alguien estaba detrás de él. Se quedó petrificado y notó cómo el temor le invadía. Luego se volvió con rapidez.

El hombre que estaba allí parecía un animal. Aparte de unos pantalones cortos, iba desnudo. En un instante de horror histérico, el hombre mayor miró su cara. No podía determinar si estaba desfigurado o si se escondía detrás de una máscara. En una mano llevaba un hacha. Pensó, confuso, que la mano que asía el mango del arma era muy pequeña, que el hombre le recordaba a un enano.

Luego profirió un grito y echó a correr hacia la puerta del jardín.

Murió en el mismo instante en que el hacha le partió la columna vertebral en dos, un poco por debajo de los omóplatos. No sintió cómo el hombre, que tal vez fuera un animal, se arrodilló y le hizo un corte en la frente y, de un tirón violento, le arrancó la mayor parte del pelo y la piel de la coronilla.

Era justo pasada la medianoche.

Era martes 21 de junio.

Una solitaria motocicleta se puso en marcha en algún lugar cercano. Poco después el ruido se desvaneció.

De nuevo todo estaba en silencio.

2

Alrededor de las doce del mediodía del 21 de junio Kurt Wallander desapareció de la comisaría. Para que nadie lo notara, abandonó su lugar de trabajo por la entrada del garaje. Luego se sentó en su coche y se dirigió al puerto. Puesto que el día era caluroso, había dejado la chaqueta colgada en la silla del despacho. Eso era una señal, para los que le buscaran durante las siguientes horas, de que tenía que encontrarse en el edificio. Wallander aparcó al lado del teatro. Luego salió al muelle que estaba más al fondo y se sentó en un banco junto a la caseta roja de Salvamento Marítimo. Había llevado consigo una de sus libretas. Cuando iba a empezar a escribir, se dio cuenta de que no tenía bolígrafo. Enojado, su primer impulso fue tirar la libreta al agua e intentar olvidarlo todo. Comprendió que no sería posible. Sus compañeros nunca le perdonarían.

Eran ellos los que le habían elegido por unanimidad, a pesar de sus protestas, para pronunciar el discurso de despedida de Björk el mismo día que dejaba de ser jefe de policía de Ystad.

Wallander nunca había pronunciado un discurso. Lo más Parecido habían sido las innumerables ruedas de prensa de las que había tenido que responsabilizarse y que se debían a investigaciones de diversos crímenes.

Pero ¿cómo dar las gracias a un jefe de policía que se va? ¿Por qué le daban las gracias? ¿De verdad tenían algo por lo que estar agradecidos? Wallander preferiría hablar de su angustia sobre las reorganizaciones y recortes aparentemente sin sentido que, cada vez en mayor grado, caían sobre la policía.

Había salido de la comisaría para poder pensar a solas en todo lo que debía decir. La noche anterior había estado sentado a la mesa de la cocina hasta una hora muy avanzada sin llegar a ninguna conclusión, pero ahora tenía que hacerlo. En menos de tres horas se reunirían para entregarle el regalo a Björk, que al día siguiente empezaría a trabajar en Malmö como jefe de la unidad regional de extranjería. Se levantó del banco y caminó a lo largo del muelle hasta el café del puerto. Los barcos pesqueros se balanceaban en sus amarras. Wallander recordó distraídamente que una vez, hacía siete años, tuvo que sacar un cadáver de las aguas del puerto, pero ahuyentó la imagen. De momento, el discurso para Björk era más importante. Una de las camareras le dejó un bolígrafo. Se sentó ante una mesa de la terraza con una taza de café y se obligó a escribir algunas palabras para Björk. A la una sólo tenía escrita media página. Contempló con pesimismo el resultado, pues sabía que no lo haría mejor. Llamó a la camarera, que le sirvió más café.

—El verano se hace esperar —dijo Wallander.

—Quizá no llegue nunca —contestó la camarera.

Sin contar el imposible discurso para Björk, Wallander estaba de buen humor. Unas semanas más tarde empezaría sus vacaciones. Había mucho de lo que alegrarse. El invierno había sido largo y notaba una gran necesidad de descanso.

Se reunieron a las tres en el comedor de la comisaría y Wallander pronunció el discurso para Björk. Después Svedberg le entregó una caña de pescar como regalo y Ann-Britt Höglund le obsequió con un ramo de flores. Wallander logró animar su pobre discurso relatando con la inspiración del momento unos episodios vividos junto con Björk. Despertó gran hilaridad cuando recordó cómo los dos cayeron una vez dentro de una charca de estiércol al derrumbarse unos andamios. Más tarde tomaron café y un pedazo de tarta. En su discurso de agradecimiento, Björk deseó suerte a su sustituto. Era una mujer llamada Lisa Holgersson, que venía de uno de los mayores distritos de la región de Småland. Ocuparía el puesto después del verano. De momento Hansson sería el jefe de policía en funciones de Ystad. Cuando la ceremonia terminó y Wallander había regresado a su despacho, Martinsson llamó a la puerta, que estaba entornada.

—Fue un bonito discurso —dijo—. No sabía que supieras hacer esas cosas.

—No sé hacerlo —contestó Wallander—. Fue un discurso malísimo. Lo sabes tan bien como yo.

Martinsson se había sentado con cuidado en la silla rota de las visitas.

—Me pregunto cómo nos irá con una mujer como jefa —dijo.

—Y ¿por qué no iba a ir bien? —contesto Wallander—. Preocúpate más por cómo irá con todos los recortes.

—Es precisamente por eso por lo que he venido —dijo Martinsson—. Hay rumores de que restringirán el personal en Ystad las noches de los sábados y los domingos.

Wallander le miró incrédulo.

—Por supuesto que no podrá ser —exclamó—. ¿Quién vigilará a los posibles arrestados?

—El rumor afirma que esa tarea se encomendará a empresas de seguridad privadas.

Wallander miró interrogativamente a Martinsson.

—¿Empresas de seguridad?

—Es lo que he oído.

Wallander sacudió la cabeza. Martinsson se levantó.

—Pensé que debías saberlo —añadió—. ¿Te das cuenta de lo que está ocurriendo con la policía?

—No —dijo Wallander—. Y tómalo como una respuesta sincera.

Martinsson se quedó rezagado en la habitación.

—¿Querías algo más?

Martinsson se sacó un papel del bolsillo.

—Como ya sabes, ha empezado el Mundial de Fútbol. Dos a dos contra Camerún. Tú habías apostado cinco a dos a favor de Camerún. Con ese resultado estás en la cola.

—¿Cómo puede uno estar en la cola? O aciertas o te equivocas, ¿no?

—Llevamos una estadística que nos compara en relación con los demás.

—¡Dios mío! ¿Para qué?

—Uno de los agentes fue el único en acertar el dos a dos —continuó Martinsson, haciendo caso omiso de la pregunta de Wallander—. Ahora se trata del próximo partido. Suecia contra Rusia.

A Wallander no le interesaba en absoluto el fútbol. Sin embargo, en algunas ocasiones había ido a ver jugar al equipo de balonmano de Ystad que a veces estaba entre los mejores de Suecia. Últimamente era imposible ignorar que todo el interés del país se centraba en una sola cosa: el Campeonato Mundial de Fútbol. No se podía encender la televisión ni abrir un periódico sin encontrar interminables especulaciones de cómo quedaría el equipo sueco. Al mismo tiempo comprendió que no podía estar al margen de la quiniela de la policía. Se podía interpretar como una arrogancia. Sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón.

—¿Cuánto es?

—Cien coronas. Lo mismo que la vez anterior.

Le entregó el billete a Martinsson, que marcó una cruz en su lista.

—¿O sea que debo adivinar el resultado?

—Suecia contra Rusia. ¿Qué harán?

—Cuatro a cuatro —repuso Wallander.

—Es muy raro que se marquen tantos goles en el fútbol —dijo Martinsson sorprendido—. Eso parece más un resultado de hockey sobre hielo.

—Entonces… digamos tres a uno a favor de Rusia —respondió Wallander—. ¿Está bien así?

Martinsson lo anotó.

—Quizá podamos apuntar el partido contra Brasil al mismo tiempo —continuó Martinsson.

—Tres a cero a favor de Brasil —afirmó Wallander rápidamente.

—No tienes mucha confianza en Suecia —dijo Martinsson.

—No en cuestión de fútbol —contestó Wallander, y entregó a Martinsson otro billete de cien coronas.

Cuando Martinsson se marchó, Wallander pensó en lo que había oído. Pero luego, molesto, desechó aquellos pensamientos. Ya llegaría el momento de saber qué era cierto y qué no lo era. Eran las cuatro y media. Cogió una carpeta con el material de investigación sobre la exportación ilegal organizada de coches robados en los antiguos Estados bálticos. Llevaba varios meses trabajando en el caso. Hasta el momento la policía sólo había llegado a parte de la extensa actividad. Se dio cuenta de que le llevaría aún muchos meses. Durante sus vacaciones, Svedberg sería el responsable. Tenía el presentimiento de que ocurrirían muy pocas cosas durante su ausencia.

Ann-Britt Höglund llamó a su puerta y entró. Llevaba puesta una gorra de béisbol negra.

—¿Qué pinta tengo? —preguntó.

—Pareces una turista —contestó Wallander.

—Las nuevas gorras del uniforme de la policía serán como ésta —dijo—. Imagínate la palabra «policía» encima de la visera. He visto fotos.

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