—No en mi cabeza —replicó Wallander—. Quizá sea una suerte que ya no seamos policías uniformados.
—Un día tal vez descubramos que Björk era un jefe excelente —añadió ella—. Creo que lo que dijiste fue bonito.
—Sé que el discurso no fue bueno —contestó Wallander y notó que se irritaba—. Pero la responsabilidad es vuestra por no tener mejor juicio y elegirme a mí.
Ann-Britt Höglund miraba por la ventana. Wallander pensó que, en muy poco tiempo, ella había cumplido las expectativas que le habían precedido cuando llegó a Ystad el año anterior. En la escuela superior de policía había mostrado un gran talento para el trabajo policial. Más tarde lo había desarrollado aún más. En parte había llenado el vacío que Wallander sentía después de la muerte de Rydberg unos años antes. Rydberg había sido el policía de quien Wallander había aprendido casi todo lo que sabía. A veces pensaba que ahora era responsabilidad suya enseñarle a Ann-Britt Höglund de la misma manera.
—¿Qué tal con los coches? —preguntó ella.
—Los siguen robando —respondió Wallander—. Esta organización parece tener unas ramificaciones increíbles.
—¿Lograremos romperlas? —interrogó ella.
—Las reventaremos —contestó Wallander—. Tarde o temprano. Habrá un vacío durante unos meses. Luego empezará de nuevo.
—¿Pero no acaba nunca?
—No acaba nunca. Ystad está donde está. A doscientos kilómetros de aquí, al otro lado del mar, hay una inmensa cantidad de personas que quieren lo que tenemos. El problema es que no tienen dinero para pagarlo.
—Me pregunto cuánta mercancía robada se exporta ilegalmente en cada transbordador —dijo ella pensativa.
—Será mejor no saberlo —contestó Wallander.
Fueron juntos a buscar café. Ann-Britt Höglund iba a empezar sus vacaciones esa misma semana. Wallander tenía entendido que las pasaría en Ystad, ya que su marido, un ingeniero con todo el mundo como posible lugar de trabajo, se encontraba en Arabia Saudí.
—¿Y tú qué harás? —preguntó ella cuando hablaron de sus futuros días libres.
—Me voy a Skagen —dijo Wallander.
—¿Junto con la mujer de Riga? —añadió Ann-Britt Höglund con una sonrisa.
Wallander frunció el ceño sorprendido.
—¿Cómo sabes tú de ella?
—Todo el mundo está enterado —contestó—. ¿No lo sabías? Tal vez se podría decir que es el resultado de una continua investigación interna, entre nosotros, los policías.
Wallander estaba realmente sorprendido. Nunca le había contado a nadie nada sobre Baiba, a quien había conocido en el curso de una investigación unos años antes. Era la viuda de un policía letón que había muerto asesinado. Había estado en Ystad durante las navidades hacía ya casi seis meses. En la Semana Santa Wallander la había visitado en Riga. Pero nunca la había mencionado ni tampoco la había presentado a sus colegas. Ahora, de pronto, se preguntaba por qué no lo había hecho. Aunque su relación todavía era frágil, ella le había sacado de la melancolía que imperaba en su vida tras su divorcio de Mona.
—Sí —dijo—. Iremos juntos a Dinamarca. Luego dedicaré el resto del verano a cuidar de mi padre.
—¿Y Linda?
—Llamó hace una semana y me comentó que asistiría a un cursillo de teatro en Visby.
—Yo tenía entendido que iba a ser tapicera de muebles.
—Yo también. Pero ahora le ha dado por hacer teatro con una amiga.
—Parece interesante, ¿no?
Wallander asintió dubitativo con la cabeza.
—Espero que venga en julio —dijo—. Hace mucho que no la veo.
Se despidieron delante de la puerta de Wallander.
—Ven a verme en verano —dijo—. Con o sin esa mujer de Riga. Con o sin tu hija.
—Se llama Baiba —añadió Wallander.
Luego prometió que iría a visitarla.
Tras la conversación con Ann-Britt estuvo durante más de una hora inclinado sobre los papeles de su mesa. En vano llamó dos veces a la policía de Göteborg buscando a un comisario que desde allí trabajaba en la misma investigación. A las seis menos cuarto cerró las carpetas y se levantó. Había decidido cenar fuera esa noche. Se palpó el abdomen y notó que todavía seguía perdiendo peso. Baiba se había quejado de que estaba demasiado gordo. Después de eso ya no había tenido problemas para comer menos. En algunas ocasiones había llegado incluso a ponerse un chándal y salir a correr, aunque le aburría bastante.
Se puso la chaqueta y decidió escribir a Baiba esa misma noche. En el momento en el que iba a abandonar la habitación, sonó el teléfono. Dudó un instante. Luego volvió al escritorio y levantó el auricular.
Era Martinsson.
—Buen discurso el que pronunciaste —dijo Martinsson—. Björk parecía realmente emocionado.
—Ya me lo has comentado —dijo Wallander—. ¿Qué querías? Me iba a casa.
—Acaban de pasarme una llamada un poco extraña —anunció Martinsson—. Pensé que sería mejor consultarla contigo.
Wallander esperó impaciente que continuara.
—Era un granjero que llamaba desde una finca cerca de Marsvinsholm. Afirmó que había una mujer que se comportaba de manera muy extraña en su campo de colza.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—¿Una mujer que se comporta extrañamente en un campo de colza? ¿Qué hacía?
—Si le he entendido bien, no hacía nada. Lo raro es que se encontraba en medio de la colza.
Wallander no tuvo que pensar antes de contestar.
—Envía una patrulla de agentes. Es responsabilidad suya.
—El problema es que todos parecen estar ocupados en este momento. Han ocurrido dos accidentes de tráfico casi simultáneos. Uno a la entrada de Svarte. El otro delante del Continental.
—¿Graves?
—No hay grandes daños personales. Pero por lo visto se ha producido un jaleo tremendo.
—Podrían ir a Marsvinsholm cuando tengan tiempo.
—Aquel granjero parecía preocupado. No sé cómo explicarlo mejor. Si no tuviese que ir a buscar a mis hijos, iría yo mismo.
—Iré yo —dijo Wallander—. Nos vemos en el pasillo para que me des el nombre y la descripción del camino.
Unos minutos más tarde Wallander salió de la comisaría. Giró a la izquierda y en la rotonda se dirigió hacia Malmö. En el asiento de al lado tenía la nota que le había escrito Martinsson. El granjero se llamaba Salomonsson y Wallander conocía el camino que debía tomar. Al entrar en la E 65, bajó los cristales del coche. Los amarillos campos de colza se mecían a ambos lados de la carretera. No recordaba desde cuándo no se sentía tan bien como ahora. Puso una casete con Las bodas de Fígaro en la que Barbara Hendricks interpretaba a Susana y pensó que pronto se encontraría con Baiba en Copenhague. Al llegar al cruce de Marsvinsholm torció a la izquierda, pasó por el castillo y la iglesia, y luego volvió a girar a la izquierda. Echó un vistazo a la descripción de la ruta hecha por Martinsson y se metió por un camino estrecho que llevaba directamente a los campos. A lo lejos divisaba el mar.
La finca de Salomonsson era una casa alargada, típica de Escania y muy bien cuidada. Wallander salió del coche mirando a su alrededor. Por todas partes se extendían los amarillos campos de colza. En ese momento se abrió la puerta de la casa. El hombre que salió a la escalera era muy mayor. Llevaba unos prismáticos en la mano. Wallander pensó que seguramente se lo había imaginado todo. Ocurría muchas veces que a los ancianos solitarios que vivían en el campo les engañaban sus propias fantasías y llamaban a la policía. Se acercó a la escalera y saludó.
—Kurt Wallander, de la policía de Ystad —se presentó.
El hombre de la escalera estaba sin afeitar y calzaba unos zuecos rotos.
—Soy Edvin Salomonsson —afirmó tendiéndole una mano delgada.
—Explícame qué ha pasado —dijo Wallander.
[1]
El hombre señaló hacia el campo de colza cercano a la casa.
—La descubrí esta mañana —empezó—. Me despierto temprano. A las cinco ya estaba allí. Primero pensé que sería un ciervo. Luego vi con los prismáticos que era una mujer.
—¿Qué hacía? —preguntó Wallander.
—Estaba allí.
—¿Nada más?
—Estaba mirando fijamente.
—Mirando fijamente ¿qué?
—¿Cómo lo voy a saber?
Wallander suspiró en su fuero interno. Con toda probabilidad el hombre había visto un ciervo. Luego la fantasía había hecho el resto.
—¿No sabes quién es? —preguntó.
—Nunca la he visto —replicó el hombre—. Si hubiese sabido quién era no habría llamado a la policía, ¿verdad?
Wallander asintió.
—La viste por primera vez esta mañana muy temprano —continuó—. Pero no llamaste a la policía hasta bien entrada la tarde, ¿no es así?
—Uno no quiere molestar —contestó el hombre sencillamente—. Supongo que la policía tiene muchas cosas que hacer.
—La viste con los prismáticos —dijo Wallander—. Se encontraba en el campo de colza y nunca la habías visto antes. ¿Qué hiciste luego?
—Me vestí y salí a decirle que se fuese. Estaba pisando la colza, como comprenderás.
—¿Qué ocurrió?
—Se fue corriendo.
—¿Corriendo?
—Se escondió en la colza. Se agachó para que no la viese. Primero pensé que se había marchado. Luego la volví a ver con los prismáticos. Ocurría una y otra vez. Al final me cansé y os llamé.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—Poco antes de llamaros.
—¿Qué hacía entonces?
—Estaba mirando fijamente.
Wallander echó una mirada hacia el campo. No veía nada más que la colza moviéndose.
—El policía con quien hablaste dijo que parecías preocupado.
—¿Qué hace una persona en un campo de colza? Hay algo que no encaja, ¿no?
Wallander pensó que debía acabar la conversación cuanto antes. Se daba perfecta cuenta de que el anciano se lo había imaginado todo. Decidió contactar con los servicios sociales al día siguiente.
—Probablemente no podré hacer mucho —replicó—. Con toda seguridad ya habrá desaparecido. De todas maneras, no hay nada de qué preocuparse.
—No ha desaparecido —dijo Salomonsson—. La puedo ver ahora.
Wallander se volvió rápidamente. Con la mirada siguió el dedo de Salomonsson.
La mujer se encontraba a unos cincuenta metros en medio del campo de colza. Wallander vio que su cabello era muy oscuro. Contrastaba mucho con la colza amarilla.
—Hablaré con ella —dijo Wallander—. Espera aquí.
Sacó unas botas del maletero del coche. Luego se acercó al campo de colza con la sensación de que aquella situación era irreal. La mujer estaba completamente inmóvil contemplándolo. Al acercarse vio no sólo que tenía el cabello largo y negro sino que su piel también era oscura. Se detuvo cuando llegó a la linde del campo. Levantó una mano y le hizo señas para que se acercara. Ella seguía inmóvil. Aunque todavía estaba lejos de la mujer y la ondulante colza de vez en cuando le tapaba la cara, intuía que era muy hermosa. La llamó para que se acercara. Como seguía sin moverse, él dio el primer paso y se adentró en el campo de colza. Desapareció de inmediato. Ocurrió tan rápido que le pareció un animal asustadizo. Al mismo tiempo se dio cuenta de que se estaba irritando. Siguió por entre la colza mirando por todas partes. Al volver a verla se había desplazado hacia el lado este del campo. Para no perderla de nuevo, empezó a correr. Ella se movía muy deprisa y él notaba que se quedaba sin aliento. Cuando llegó a poco más de veinte metros de la mujer, se encontraban en medio del campo de colza. La llamó para que se detuviera.
—Policía —gritó—. ¡Quédate quieta!
Empezó a caminar hacia ella. Luego se detuvo en seco. Todo ocurrió muy deprisa. De repente, la mujer levantó un bidón por encima de su cabeza y empezó a echarse un líquido incoloro por el pelo, la cara y el cuerpo. Wallander pensó rápidamente que debía de haberlo llevado consigo todo el tiempo. Ahora también percibió que tenía mucho miedo. Sus ojos estaban abiertos y le miraban con fijeza.
—¡Policía! —gritó de nuevo—. Sólo quiero hablar contigo.
En ese mismo instante le invadió un olor a gasolina. La joven tenía un mechero encendido en la mano y se lo acercó al cabello. Wallander gritó cuando ella se encendió como una antorcha. Paralizado, el policía vio cómo se tambaleaba por el campo de colza mientras el fuego chisporroteaba y las llamas le lamían el cuerpo. Wallander oía sus propios alaridos. Sin embargo, la mujer que ardía permanecía muda. Después no recordaría haber oído que gritase.
Cuando intentó correr hacia ella, todo el campo de colza estalló en llamas. De repente se encontró rodeado por el humo y las llamaradas. Se tapó la cara con las manos y corrió, sin saber hacia dónde iba. Al llegar al final del campo tropezó y cayó en la cuneta. Se volvió y la vio una última vez antes de desplomarse y ella desapareciese de su vista. Llevaba los brazos en alto, como suplicando clemencia ante un arma dirigida hacia ella.
El campo de colza ardía.
Por algún sitio detrás de él oía aullar a Salomonsson. Wallander se levantó con las piernas temblando.
Luego se volvió y vomitó.
Más tarde Wallander recordaría a la muchacha en llamas en el campo de colza como se recuerda una pesadilla lejana, con suma dificultad, prefiriendo olvidarla. Por lo menos había podido mantener un aparente aspecto de tranquilidad durante la tarde y hasta muy avanzada la noche; luego él mismo sólo podía recordar detalles sin importancia. A Martinsson, a Hansson, y sobre todo a Ann-Britt Höglund, esta impasibilidad les había sorprendido. Pero no habían podido ver a través de la coraza con que se había revestido. En su interior regía el caos de una casa derrumbada.
Llegó a su apartamento poco después de las dos de la madrugada. Y no fue hasta entonces, al sentarse en el sofá, todavía sin quitarse la ropa llena de hollín y las botas cubiertas de lodo, cuando la coraza se rompió. Se había servido una copa de whisky, las puertas del balcón estaban abiertas dejando entrar la noche de verano, y se echó a llorar como un niño.
La joven que se había quemado viva era una criatura. Le había recordado a su propia hija Linda.
Durante todos sus años como policía se había preparado para contrarrestar lo que le podía esperar al llegar a un lugar donde alguien había encontrado una muerte violenta y repentina. Había visto personas que se habían colgado, que se habían volado la cabeza con el cañón de un fusil en la boca. De alguna manera había aprendido a soportar lo que veía para luego apartarlo de su mente. Pero no cuando se trataba de niños o jóvenes. En esos casos estaba tan indefenso como al principio de su carrera. Sabía que la mayoría de los policías reaccionaban de la misma manera. Cuando morían niños o jóvenes, violentamente, sin sentido, la coraza habitual se quebraba. Así sería mientras siguiese trabajando como policía.