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Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (21 page)

BOOK: La felicidad de los ogros
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—Sí, números simbólicos, jovencito, tonterías. La peor monstruosidad brota siempre de una niñería.

Bueno. Volvamos a la sorpresa, a fin de cuentas. De modo que Pepito Grillo se sentó ante mí. Se puso el índice en los labios para que yo no dejara escapar el grito de mi sorpresa.

Sonrió.

Dijo:

—Sí, soy yo.

Sin contarnos a nosotros, en el vagón había tres durmientes. Yo acababa de dejar a Stojil, que no había podido hacer demasiado por mi moral. Stojil se había limitado a repetirme, incansablemente:

—No está lejos, pequeño, créeme: cualquier asesino verdadero se convierte en su propio fantasma.

—¿Qué es un asesino verdadero, Stojil?

—Un asesino sin hambre.

Pues bien, ahí estaba mi asesino sin hambre, sentado ante mí.

Se había instalado como un enano en un trono, removiendo las nalgas para llegar al respaldo. Sus piernas colgaban en el vacío, como las de mis pequeños en sus catres superpuestos. Y los ojos brillaban con el mismo fulgor que los suyos. Ya no llevaba su bata gris de huérfano, sino un traje de tergal adecuado a su edad, con los estrictos pliegues de su condición. El lacito púrpura de una Legión de Honor parpadeaba en su ojal. Comenzó a contarme sin tomarse el trabajo de prologar. Ni por un segundo pensó que podía arrojarme sobre él, empaquetarlo y entregarlo, con portes pagados, a Coudrier. Ni por un segundo se me ocurrió hacerlo. Él se crecía mientras contaba, yo me encogía al escucharlo. Historia sin sorpresa, al fin y al cabo. Y contada sin preocuparse por el efectismo. Directo al grano. (¡Un grano que exhalaba un furioso perfume de carroña!) 1942: cierre del Almacén a causa del pogromo europeo. De todos modos, seis meses de manejos jurídicos. Los propietarios se empeñaban en defenderse y la civilización jugaba a mantener las formas. Pero seis meses que desembocaron, naturalmente, en las abiertas fauces de los crematorios: «La Historia decidió», como decía el muy maula de Risson, acurrucado tras la muralla de sus libros. Mutis del Consejo de Administración.

1942: seis meses durante los cuales el gran Almacén queda abandonado a la silenciosa penumbra de su profusión. Mercancías que duermen el sueño de la guerra y, a su alrededor, el negro cordón de la milicia. Algunos ideólogos de camisas pardas pretendían, incluso, mantener el Almacén cerrado como una tumba hasta el día aniversario del Milenario nacional-socialista.

—Hablaban de ello como si fuera a ser mañana, jovencito, convencidos de que, al devorar Europa, se habían anexionado el Tiempo.

Y, de hecho, transcurridas unas semanas, el gran Almacén iba confitándose en un misterio faraónico. Su ciega inmovilidad generaba rumores como un cadáver genera parásitos. Corrían los chismes más dispares sobre el movimiento secreto de sus entrañas. Para unos, era un importante centro de la Resistencia, para otros el campo experimental de las torturas gestapistas, para los terceros, por fin, era sólo lo que era, el museo cerrado de una Historia muerta, que de pronto resultaba ajena. En cualquier caso, lo miraban como si ya no lo reconocieran.

—Nada se convierte en legendario con mayor rapidez que un lugar público brutalmente sustraído a la presencia popular.

Sí, por aquel entonces la imaginación avanzaba a grandes pasos por el infinito campo de las leyendas. Tras unos meses tan sólo, todo un milenario había transcurrido ya en todas las memorias. Era el tiempo de aquella eternidad fulgurante lo que vivían los seis ogros de la «Capilla de los ciento once», en el secreto de aquella penumbra atestada de mercancías fósiles.

—Lo sabe usted igual que yo. Seis individuos de distintos horizontes reunidos en el mismo desprecio por lo que Aleister Crowley denominaba los «sórdidos abonos del siglo veinte», pero absolutamente decididos a gozar, lo más íntegramente posible, del trastorno del hormiguero.

—¿El profesor Léonard era uno de ellos?

—Lo era. El reivindicaba, sobre todo, a Aleister Crowley. Otro se vinculaba a Gilíes de Rais, y así sucesivamente, todos reunidos en un sincretismo diabólico que era. Según aseguraban, el alma de su tiempo. Eso es, jovencito, eran «el alma de su época», un alma que se alimentaba de carne viva.

—¿De niños?

—Y a veces de animales, entre ellos un perro que Léonard degolló con sus propios dientes.

(¡Eso es lo que venteó tu alma, mi buen Julius! Sí lo cuento, nadie va a creerme…)

—¿Cómo conseguían sus víctimas?

—En tiempos de hambruna, Gilles de Rais abría sus graneros para atraer a los niños. Ellos les ofrecían el remo de sus juguetes.

(Los ogros Noel).

—La mayoría de esos niños eran confiados por sus padres a una red segura que debía hacerlos pasar a España, a Estados Unidos, alejarlos de las matanzas que se producían. De hecho, la red se perdía en la noche del Almacén. Y será el sexto hombre, el último, el proveedor de niños, quien muera ahora.

He hecho la pregunta como un sobresalto, inmediatamente convencido de que nada en el mundo podrá arrancarle la respuesta.

—El veinticuatro de este mes.

Me ha mirado sonriente. Lo ha repetido con mucha calma.

—El veinticuatro, a las diecisiete treinta horas, en el departamento de los juguetes. Y allí estará usted, jovencito. Y también el comisario de división Coudrier, imagino.

Mi Pepito Grillo nos ha hecho cambiar seis veces de metro. En los corredores embaldosados, sus pasos no producían eco alguno. Sólo entonces me he fijado en sus pantuflas. «La edad», ha murmurado con una sonrisa de excusa.

Ha respondido a todas mis preguntas, entre ellas la única, la sola, la que las contiene todas:

—¿Por qué me ha mezclado usted en esta venganza? El metro se bamboleaba del lado de la Coutte d'Or. Unos negros cabeceaban en la noche. Adormiladas cabezas sobre hombros vigilantes. —¿Por qué yo?

Me ha mirado largo rato, como si consultara un archivo interior y, por fin, ha respondido:

—Porque usted es un santo.

Cuando le he devuelto una mirada bovina, él ha desarrollado el concepto.

—Realiza usted un trabajo admirable en aquel almacén. Un trabajo de total humanidad. (Y un huevo).

—Cargando con las culpas de todos, echando sobre sus hombros todos los pecados del comercio, se comporta usted como un santo, como Cristo incluso. (¿Jesús? ¿Yo? Dios del cielo…) —Lo he esperado durante tanto tiempo… Todas las llamitas de Pentecostés se han encendido de pronto en sus ojos. Y así, totalmente iluminado desde el interior, me ha explicado por qué hacía estallar sus bombas ante mis narices. A su entender, la eliminación del mal absoluto debía producirse ante la mirada de su simétrico, el bien integral, el Chivo Expiatorio, símbolo de la inocencia perseguida: mi menda. Sí, era preciso que el Santo asistiera a la aniquilación de los demonios.

—¡Dará usted testimonio, jovencito! ¡Es el único depositario de la verdad, el único digno de ella!

Inútil decir que, en cuanto he soltado a mi grillo en la noche parisina, he corrido hasta una cabina telefónica para llamar a Coudrier. Me ha escuchado sin abrir la boca, luego ha dicho:

—Ya le decía yo que realizaba usted un oficio peligroso…

(Pero ¡no por mucho tiempo, palabra de santo!)

—¿Dice usted que el veinticuatro a las diecisiete treinta en el departamento de los juguetes? Eso es el jueves, allí estaré. Intente estar también usted, señor Malausséne.

—¡Ni hablar del peluquín!

—Entonces no ocurrirá nada y usted seguirá siendo el sospechoso favorito de mis hombres.

Entendido. Le pregunto aún:

—¿Tiene alguna idea sobre la identidad de la última víctima, el proveedor de niños?

—En absoluto. ¿Y usted?

—Sólo ha dicho que me sorprendería.

—De acuerdo. Aguardemos la sorpresa.

Julius me esperaba al pie de la cama. Julius que había tenido más olfato que yo en todo este asunto, Julius que había respondido todas las preguntas. Julius al que no le había dado todavía un baño. He acariciado su cabeza pensativa y he dejado caer la mía, desde muy arriba, en mi almohada. Ha encontrado allí el frío bofetón de una revista de helada cubierta.

Era el número de
Actual
.

El que contaba la vida del Santo. ¡Había salido por fin! He abierto las páginas que me concernían y, a decir verdad, he experimentado una sensación bastante mitigada. Si alguna vez mi viejo zorro de la Legión de Honor lo leía, tendría que revisar mis santas mensuras.

Por otro lado, un intenso júbilo al imaginar la jeta de Sainclair. Y total alegría ante la idea de ser despedido, liberado por fin de tan purulento curro. Porque, con investigación o sin ella, el tal Sainclair iba a verse obligado ahora a despedirme.

Por primera vez desde hacia mucho tiempo (y a pesar de la perspectiva del siguiente jueves), me he dormido como un hombre destinado a la felicidad.

35

—¿Tiene usted hijos, Malausséne?

Ni un rasgo de su rostro se inmuta. Me ha recibido en su despacho, como la última vez, pero no me ofrece whisky, ni cigarro puro. Ni siquiera una silla. Y, esta vez, Sainclair no se felicita de nada. Sólo pregunta:

—¿Tiene usted hijos?

—No lo sé.

—Pues mejor será que se informe, porque le voy a dar por el culo con un proceso que va usted a perder y que le arruinará hasta la séptima generación. Sería honesto que avisara a sus posibles herederos.

El número de
Actual
está abierto ante sus ojos, pero me mira a mi.

—Que escupa usted en la sopa es algo bastante corriente, a fin de cuentas. De todos modos, iba a costarle caro. Pero después de haber vaciado la escudilla…

Se entrega a un rápido cálculo mental…

—Va a costarle un ojo de la cara, señor Malausséne.

La sonrisa que yo quería borrar regresa a su rostro con la elástica facilidad de la famosa adaptación. De la que siempre carecerá el jodido santo que soy.

—Porque firmó usted un contrato, fíjese bien, un contrato que define con toda claridad el papel del Control Técnico. Y cuando llegue el momento tendrá usted enfrente a 855 empleados que afirmarán, con la mejor fe del mundo, que usted nunca ha realizado correctamente su tarea, que prefería limitarse al abyecto papel de mártir, nacido de su propio cerebro enfermo, y que la Casa sólo hace una falta: la de haberle mantenido a usted en sus filas.

Una pausa.

—Desde que, hace tres años, asumí la dirección del Almacén, señor Malausséne, ningún empleado ha sido despedido. Repite, con un florecimiento de la misma sonrisa: —Ninguno.

(Pues es cierto, sólo tiene una sonrisa).

—Por eso lo manteníamos entre nosotros. Y en su voz, ahora, hay otra cosa. Que da toda su fuerza a los Sainclair del mundo entero: cree en ello. Cree a pies juntillas en la versión que acaba de construir. No es «su verdad», es «la verdad». La que hace retiñir la campanilla de las cajas registradoras. La única.

—Una cosa más. (¿Sí, Sainclair?)

—Yo, en su lugar, pasaría rozando las paredes, porque si fuera uno de los clientes que se las han visto con usted en los últimos seis meses, me parece que intentaría encontrarlo… Tardara el tiempo que tardase.

(En efecto, veo una espalda irguiéndose ante mí. Una espalda capaz de provocar eclipses de sol: «¡No permitas que esa basura te devore el hígado, pequeño, ataca!»). —Eso es todo. (¿Cómo, todo?)

—Puede usted marcharse. Está despedido. Y entonces hago una gilipollez, murmurando con aire ladino:

—Pero me ha dicho usted que la policía prohibía movimiento de personal durante la investigación… Carcajada directiva:

—¿Bromea usted? Le mentí, Malausséne, sencillamente, en beneficio de la Casa, claro; cumplía usted perfectamente su papel y no me interesaba su dimisión.

(Bien. Bien, bien, bien. Me jodió, vamos. ¡Me jodió!) Y, acompañándome amablemente a la puerta:

—Además, no lo perdemos por completo: nos hacía usted ahorrar mucho dinero, y ahora va usted a proporcionarnos mucho más.

Así son las cosas, te preparas para el goce del siglo y, cuando llega el momento, sabe a Fernet Branca. En este punto, como en algunos otros, Julia tiene razón: no invertir nunca en la promesa del placer. Enseguida o en absoluto. Preguntádselo a los de ahí enfrente, que se desloman por el advenimiento del Brillante Porvenir… Así filosofo mientras paso ante la última mirada de Lehmann. ¡Ah, qué mirada de hombre traicionado me lanza desde su caja transparente, mientras las escaleras mecánicas me sumergen en lo más profundo de los abismos…! ¡Vergonzoso! ¡Me siento vergonzoso aunque debería estar hecho unas pascuas!

Tan en Babia estoy que por un pelo no me rompo la jeta cuando la escalera mecánica llega a lo que nunca se mueve. Y, cuando recupero el equilibrio (carcajada de las vendedoras de juguetes), escucho la voz de miss Hamilton vaporizando, con una sonrisa reciente:

—Señor Cazeneuve, acuda a la oficina de Reclamaciones.

Los horarios de la vida deberían prever un momento, un momento preciso del día, para que uno pudiera compadecerse de su suerte. Un momento específico. Un momento que no estuviera ocupado por el curro, ni por el rancho, ni por la digestión; un momento perfectamente libre, una playa desierta donde poder medir cómodamente la extensión del desastre. Con tales medidas en la mirada, la jornada sería mejor, desaparecería la ilusión y el paisaje quedaría claramente balizado. Pero si pensamos en nuestra desgracia entre dos bocados, con el horizonte cerrado por la inminente reanudación del curro, nos equivocamos, evaluamos mal, nos imaginamos peor de lo que estamos. A veces, nos suponemos incluso felices. En eso pensaba yo, tendido en mi catre, con Julius prestándome su calor, hace sólo dos segundos, cuando ha sonado el teléfono. Yo estaba bien. Estaba recorriendo la exacta superficie de mi zarandaja, rumiando el singular sabor de la derrota que acababa de adquirir mi victoria sobre Sainclair. Iba a tener en la mirada las medidas perfectas de mi jardín de infortunio, cuando el jodido timbre ha enmarañado de pronto todos mis cálculos, suscitando el gesto más nutrido de ilusión que existe: descolgar un teléfono.

—¿Ben? Louna ha llegado a término.

«Ha llegado a término»… Sólo Thérese puede pronunciar fórmulas semejantes. Cuando yo la espiche, en vez de estar trastornada por mi muerte, se declarará «muy afectada por el fallecimiento de su hermano mayor».

Bueno, Louna ha «llegado a término». He tomado la blanca dirección de la clínica, me he dejado caer en el metro, he agarrado la barra y, ahora, aguardo a que la cosa pase. Hay algo que palpita en mí ante la idea de descubrir la jeta reciente de los gemelos. (¿Una para los dos?) Algo que se pone a palpitar con tanta fuerza como hace cinco años, cuando apareció el Pequeño y, más atrás todavía, con la de Jérémy, y más atrás todavía con la de Clara: a esa la recibí yo (la comadrona estaba trompa perdida y el matasanos se había largado con la caja), yo largué su pequeña amarra y le hice los honores de la casa a mi Clara, con mamá como telón de fondo y repitiendo ya: «Eres un buen hijo, Benjamín, siempre has sido un buen hijo…».

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