La felicidad de los ogros (23 page)

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Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

BOOK: La felicidad de los ogros
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Sí, me habría gustado llevarme al viejo, le habría instalado en casa, a guisa de abuelo, si no hubiera sido por esa historia de bombas y la jodida cita. Porque, de todos modos, sentado allí, con su culito, me estaba invitando a un asesinato…

—¡Dará usted testimonio, jovencito, es el único digno de ello!

Ahí está. Ha llegado. Se ha puesto la bata gris de los viejos de Théo. Ha revestido sus rasgos con la senilidad de su rostro. Es el vejestorio babeante del principio. El viejecito del AMX 30. Imposible saber si me ha visto o no. Está en la otra punta del departamento. Manosea el King Kong robotizado que, con una mujer desvanecida en sus brazos, había acabado de minarme la moral tras la estafa del submarinista. Yo saco mi periscopio y busco rastros de la pasma en el Almacén. Nanay. Clientela diseminada que revolotea de un lado a otro, ignorando lo que sucede. ¿Y la victima? Tampoco hay víctima. En todo caso, ninguna cara me es conocida. Coudrier, ¡joder!, Napoleón de mierda, no me hagas la jugarreta de Grouchy. ¡Ven! Me muero de miedo. No quiero asistir a un asesinato. No quiero que se asesine a los asesinos, nunca lo he querido. ¡Estoy en contra! ¡Llega de una vez, Coudrier, joder! ¡Haz tu trabajo de pasma! ¡Agarra al Zorro y su presa! ¡Condecora al primero y echa a la segunda al cubo de la basura, pero déjame al margen! ¡Yo soy un honesto padre de familia! ¡No soy el brazo de la justicia, ni su instrumento! ¡COUDRIER! ¿DÓNDE ESTÁS?

(Si me hubieran dicho que algún día iba a poner todas mis esperanzas en la llegada de la pasma…)

Pepito me ha visto.

Me sonríe.

Tras toda su pantomima de viejo chocho me indica por señas que espere, que no me impaciente. Sigue jugando como un crío con el mono negro, que lleva en sus brazos el blanquísimo cuerpo de Clara desvanecida. Lo planta a sus pies y lo envía en mi dirección. El malvado mono se pone en marcha. Eso es, juguemos. ¡Es el momento oportuno! Paciencia…

(Me largo. Ni hablar de quedarme aquí. ¡Me largo! Si dentro de cinco segundos no aparecen el Emperador y su Guardia, ¡me doy el piro!)

Uno…

Dos…

Tres…

De pronto, la iluminación. ¡CONOZCO A la víctima! ¡Es ese mierda de Risson! ¡El librero de mis sueños! Todo concuerda: la edad, la podredumbre cerebral, su presencia en el Almacén hace cuarenta años. ¡El proveedor! Él era el proveedor de niños. Él era el tentador que les comía el coco a las familias amenazadas afirmando que llevaría al mocoso más allá de la guerra, cuando en realidad alimentaba la gran escabechina de los ogros. ¡Sólo él, que yo conozca, podía representar ese papel! Risson. Llegará de un momento a otro, misteriosamente atraído por el olor de su muerte. ¡Y estallará ante mis narices! Y aunque me largue, ocurrirá. Convicción absoluta. ¡Bastaba con que yo conociera la hora y el lugar para ser la santa caución de ese asesinato! Al Zorro le bastó la presencia de Thérése, la última vez. Ni hablar de marcharme. Yo no soy un asesino. Me gustaría, sin duda facilita la vida, pero no está en mi santa naturaleza. Quedarme. Jugar tanto como sea necesario con el gorila agrimensor. Esperar. Aguantar. Y en cuanto aparezca Risson, saltar sobre él y lanzarlo fuera del campo minado. Que la justicia se las arregle luego con él, pero sin mí. No siendo el Crimen, tampoco soy el Juez.

El gorila incandescente tiene un simpático contoneo de pingüino. Esa falsa inocencia incrementa su faceta siniestra. Roja mirada. Fuego en la boca. Clara en sus brazos… Deja de decir tonterías, Malausséne, no es el momento. Cuando llegue a tus pies, se lo devuelves. Esa gilipollez de juego tiene que durar. ¡Durar! Ése es el secreto. Hasta que ocurra algo, hasta que aparezca Coudrier o Risson recorte su alta y distinguida silueta en el horizonte de las escaleras mecánicas. Ese mono tiene el pelo realmente negro. Y el cuerpo de la muchacha es realmente blanco. Negro y blanco. ¡Relámpago de carne blanca contra un fondo de noche muerta! Llamas en la boca y el siniestro fulgor de los ojos… Y de pronto veo sus ojos, los de él, los del otro, allí, los de Pepito que me mira. Que me sonríe. Mi abuelo mítico…

Y comprendo. ¡Ya era hora! Hora de vivir. Ni más ni menos.

¡Tiene la misma mirada que Léonard! Tiene los mismos ojos que la Bestia.

Y me está enviando la muerte.

La sorpresa y el miedo son tan violentos que la espada de fuego me atraviesa, de nuevo, la cabeza. Extirpan de mi cráneo toda una retahíla de ostras sanguinolentas.

Sordo de nuevo y, naturalmente, aparece Coudrier. A diez metros de allí. Junto a un maniquí de prueba, vestido como él, petrificado en la misma inmovilidad. Coudrier. Caregga del lado de los chaquetones de cuero. Y algunos más. Súbita evidencia policíaca.

El gorila ha recorrido más de un metro.

¿Por qué yo? ¡Y qué alegría en sus ojos, allí, ese enano maléfico!

¡Ha comprendido que he comprendido!

Y de pronto, comprendo.

¡Él es el sexto, el último, el proveedor! Por una razón que ignoro se ha cargado a los demás.

Y ahora va a despanzurrarme a mi. ¿Por qué?

Su Majestad Kong se ha acercado más aún. Caregga lanza una mirada interrogadora a Coudrier, con la mano derecha en la abertura de su chaquetón. Coudrier niega rápidamente con la cabeza.

¿No? ¿Cómo que no? ¡Claro que sí, Dios mío! ¡Sí! ¡Desenfunda, Caregga! Hay algo azul en las chispas del gorila, algo azul y algo amarillo que hace destacar lo sanguinolento del rojo.

Mirada desesperada a Coudrier.

Sorda y muda plegaria a Caregga.

Impulso paralizado.

Ninguna respuesta.

Y ese goce inefable en el rostro del viejo.

Esa alegría provocada por el espectáculo de mi terror. ¡El orgasmo! ¡El gustazo de su vida! ¡Aunque sólo hubiera vivido esperando este instante, valía la pena aguantar cien años!

Coudrier no intervendrá.

El extralúcido que está como una tapia se lo dice, en mi interior, al supervidente que está también como una tapia.

¡Van a dejarme saltar!

Y saltar por saltar, salto.

La estirada de mi vida. ¡Derecho hacia el mono ladrón de niños! He visto, claramente, mi cuerpo en el espacio, paralelo al suelo, como si fuera otro. Me he lanzado hacia el mono pero sin apartar los ojos de él, del ogro y su risa sarcástica. Y cuando he caído sobre mi presa…

Cuando he pulsado el interruptor…

Él ha saltado.

Allí, lejos.

Al otro extremo del mostrador.

Se ha producido una hinchazón en la bata gris.

Su rostro, por unos segundos, en el colmo del arrobo.

Luego, la blusa se ha vaciado de un puré sanguinolento.

Que había sido su cuerpo.

Implosión.

Y, cuando me he incorporado, sabía ya que había hecho de mí un asesino.

¿Por qué yo?

¿Por qué?

La pasma se me ha llevado.

38

Esta vez necesito horas y horas para recuperar mis oídos. Horas pasadas a solas en una sala de hospital que debe de ser sonora. A solas si exceptuamos la treintena de estudiantes de medicina que escuchan, devotamente, las palabras del amo blanco inclinado sobre el caso de mi sordera a eclipses. Tiene la sonrisa del saber. Ellos tienen la seriedad del aprendizaje. Algún día se matarán entre sí para quitarle el puesto. Y él se agarrará al caduceo. Todo sucederá lejos de mí. Porque con seis asesinatos a la espalda, desgranaré en el talego los años de la perpetua.

—¿Por qué?

¿Por qué yo?

¿Por qué me ha colocado el sambenito?

Pepito Grillo no está ya aquí para responderme.

Por cierto, ¿cómo se llamaba mi abuelo ideal? Ni siquiera sé su nombre.

Si al menos pudiera no oír nada hasta el final. Pero no, el amo blanco no ha robado sus diplomas. De modo que, naturalmente, desatasca.

—No se trata de una lesión propiamente dicha, caballeros.

Murmullos admirativos de las pirañas del saber.

—No hay posibilidades de que los síntomas vuelvan a aparecer.

Y, a mí, con su voz suavemente perfumada:

—Está usted curado, amigo mío. Ya sólo me queda devolverle la libertad.

Mi libertad asoma enseguida la nariz en la persona del inspector Caregga, que me lleva sin decir palabra al Quai des Orfévres. (¡No valía la pena devolverme el oído para entregarme a un mudo!) Chasquido de puertas. Escaleras. Ascensor. Chasquido de tacones por los pasillos. Chasquido de puertas. Y toc, toc, toc en la del comisario de división Coudrier. Estaba telefoneando. Cuelga. Inclina largo rato cabeza mientras me mira. Pregunta:

—¿Café?

(¿Por qué no?)

—Elisabeth, por favor…

Café.

—Se lo agradezco. Puede usted retirarse.

(Eso es. Pero déjenos la cafetera, si, así).

La única puerta que no chasquea en todo el tugurio es la del comisario Coudrier cuando se cierra tras Elisabeth.

—Bueno, muchacho, ¿ha comprendido por fin?

(No, en realidad no).

—Está usted libre. Acabo de llamar a su familia para tranquilizarla.

Siguen las explicaciones. Las explicaciones finales. Ahí van: no soy un asesino. Pero el otro, el enano sulfuroso que se ha despanzurrado lo era. ¡Y de primera clase! No sólo ha provocado su propia muerte obligándome a lanzarme sobre el gorila, sino que se cargó también a todo el equipo de ogros.

—¿Cómo los llevaba al Almacén?

La pregunta se me ocurre espontáneamente y, sí, en efecto, eso es lo que preocupó por mucho tiempo a Coudrier.

—No los llevaba, iban por su propia voluntad.

—¿Cómo dice?

—Suicidas, señor Malausséne.

Sonríe, de pronto, y se estira en su sillón:

—El caso me ha rejuvenecido treinta años. ¿Otra taza?

Había un montón de esas sectas de tres al cuarto durante la escabechina de la segunda guerra mundial. Pues bien, uno de los primeros curros del comisario Coudrier, una vez firmados los armisticios, fue sacar brillo a todos aquellos calderos del diablo.

—Un trabajo bastante monótono, muchacho, las jodidas sectas de los años cuarenta se parecían todas como dos gotas de sangre.

Sí, todas cortadas por el mismo patrón. Un curioso fenómeno de rechazo de los códigos morales y las ideologías, en beneficio de una mística del Instante.
Todo está permitido puesto que todo es posible
. Eso es, a grandes líneas, lo que tenían en el cráneo. Y la desmesura del tiempo los desalentaba. Había emulación en el ambiente, por decirlo de algún modo. A esto se añadía una crítica radical del materialismo, que hace al hombre laborioso y previsor —puesto que el comercio de las cosas revelaba una fe abyecta en los futuros rentables. ¡Muerte al futuro! ¡Viva el instante! ¡Y gloria a Mammón, el Gozador, Príncipe del Instante Eterno! Eso es. A grandes líneas. Y los dulces mochales de la época se asociaban en sectas instantáneas, gozadoras y asesinas, entre ellas esa Capilla de los 111, una hermosa pandilla de seis ogros, adeptos de la Bestia 666.

—Debo confesar que, al principio, navegaba.

Pero Coudrier lo captó enseguida.

—En primer lugar, aquel aspecto de goce en el rostro de todos los muertos.

Sí, el primero con la bragueta abierta de par en par, los dos vejestorios que se besaban, el otro natalista que se ponía las botas justo antes de estallar, y el alemán desnudo en los mingitorios escandinavos…

—No es que fuera muy… normal.

(No, no mucho).

Sexo y muerte, eso le recordaba al comisario una melodía conocida,
death and Sex
, eso olía a meapilas a la inversa.

Una melodía que aprendió a reconocer en sus investigaciones de la posguerra.

—Pero ¿por qué habían elegido el Almacén para sus… ceremonias?

—Ya se lo he dicho. El Almacén representaba, para ellos, el templo de la esperanza materialista. Se trataba de profanarlo sacrificando en él víctimas inocentes, atraídas por el brillo de los objetos. A Helmut Künz, el alemán, le gustaba disfrazarse de papá Noel, como demuestra su colección de fotografías. Distribuía juguetes durante la celebración… Silencio. Glaciación del alma. (¡Café, por favor, un cafetico caliente!)

—¿Por qué se suicidaron? Buena pregunta: sus ojos se iluminan. —Por lo que al suicidio se refiere, las deducciones astrales de su hermana Thérése me convencieron. Los astros hablaban a esos caballeretes. Creían a pies juntillas que el día de su muerte estaba escrito. Al matarse ellos mismos, el día fijado, respetaron el veredicto de las estrellas manteniendo su libertad individual.

—En cierto modo se arrogaron el papel del Destino… —Sí, y al hacerse saltar ante las narices de todo el mundo, en el mismo lugar donde más intensamente habían vivido, se concedieron su último gran gozo. Una especie de apoteosis.

—De ahí ese aire de éxtasis en sus muertos rostros. Sí con la cabeza. Silencio. (Gente sencilla, en el fondo…)

—¿Y qué pinto yo en todo eso? (¡Caramba, es verdad, por cierto!)

—¿Usted?

Ligero aumento de la luz.

—Pobre muchacho, era usted el más hermoso regalo que la providencia podía ofrecerles: un santo. Con ese modo de cargar sobre sus hombros todos los pecados del comercio, de llorar las lágrimas de la clientela, de engendrar odio en codas las malas conciencias del Almacén, en resumen, con ese don extraordinario para atraer hacia su pecho las flechas perdidas, se impuso usted como un santo a nuestros ogros. Y, desde entonces, desearon su cabeza; más aún, ¡su aureola! Comprometer a un auténtico santo, hacerlo convicto de asesinato, señalarlo como culpable a la venganza pública era una hermosa tentación para esos viejos diablillos, ¿no? Resultado: estuvieron a punto de conseguir que sus colegas lo lincharan. Afortunadamente, Caregga estaba allí, recuérdelo…

—Pero ¡yo no soy un santo, rediós!

—Eso lo decidirá el Vaticano, la Congregación de Ritos para ser más exacto, dentro de doscientos o trescientos años si intentan canonizarlo… Sea como sea, el último de nuestros ogros ha llegado más lejos que todos los demás. Su amigo Théo le había hablado mucho de usted, sin duda ingenuamente, con admiración, y su faceta de hermano mayor, protector de huérfanos no hizo más que multiplicar su odio. Lo vio con los rasgos de un san Nicolás salvando a los inocentes del matadero. Y el matadero era suyo. Era él quien lo llenaba. En cierto modo, le robaba usted la cena. He aquí a un hombre que lo ha odiado como nunca más lo odiarán. Haciendo que usted lo matara ante las narices de la policía, organizó un flagrante delito que hubiera debido de serle fatal. En el colmo del refinamiento, procuró incluso seducirlo previamente. Porque la otra noche, en el metro, lo sedujo de verdad, ¿no?

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