La fiesta del chivo (12 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—¿Bien escrito, no es cierto? —comentó—. Es la ventaja de tener a un poeta y literato de Presidente de la República. Cuando ocupaba la Presidencia mi hermano, los discursos que el Negro leía eran soporíferos. Bueno, ya sé que Balaguer no le cae en gracia.

—Yo no mezclo mis simpatías o antipatías personales con mi trabajo, Excelencia.

—Nunca he entendido por qué le tiene desconfianza. Balaguer es el más inofensivo de mis colaboradores. Por eso lo he puesto donde está.

—Yo creo que su manera de ser, tan discreta, es una estrategia. Que, en el fondo, no es un hombre del régimen, que trabaja sólo para Balaguer. Puede que me equivoque. Por lo demás, no he encontrado nada sospechoso en su conducta. Pero, no metería mis manos al fuego por su lealtad.

Trujillo miró su reloj. Dos minutos para las seis. Su despacho con Abbes García no duraba más de una hora, salvo ocurrencia excepcional. Se puso de pie y el jefe del SIM lo imitó.

—Si cambio de opinión sobre los obispos, se lo haré saber —dijo, a modo de despedida—. Tenga el dispositivo preparado, de todos modos.

—Puede ser puesto en marcha en el instante que usted decida. Con su permiso, Excelencia.

Apenas salió Abbes García del despacho, el Benefactor fue a espiar el cielo, desde la ventana. Ni una rayita de luz todavía.

VI

—Ya sé quién es —dijo Antonio de la Maza.

Abrió la puerta del automóvil y, siempre con el fusil de caño recortado en la mano, salió a la carretera. Ninguno de sus compañeros —Tony, Estrella Sadhalá y Amadito— lo siguió; desde el interior del vehículo, observaron su silueta robusta, perfilada contra las sombras que el tenue resplandor de la luna apenas aclaraba, mientras se dirigía hacia el pequeño Volkswagen que, con las luces apagadas, había venido a estacionarse junto a ellos.

—No me digas que el Jefe cambió de idea —exclamó Antonio a modo de saludo, metiendo la cabeza por la ventanilla y acercando mucho la cara a su conductor y único pasajero, un hombre acezante, de traje y corbata, tan gordo que parecía imposible que hubiera podido entrar en el vehículo, donde parecía enjaulado.

—Al contrario, Antonio —lo calmó Miguel Angel Báez Díaz, las manos aferradas al timón—. Va a San Cristóbal de todos modos. Se ha atrasado porque, después del paseo por el Malecón, se llevó a Pupo Román a la Base de San Isidro. Vine a tranquilizarte, me imaginaba tu impaciencia. Aparecerá en cualquier momento. Estense listos.

—No fallaremos, Miguel Angel. Espero que ustedes tampoco.

Conversaron un momento, las caras muy juntas, el gordo siempre prendido del volante y De la Maza echando miradas hacia la pista que venía de Ciudad Trujillo, temeroso de que el vehículo se materializara de pronto y no le diera tiempo de regresar a su auto.

—Adiós, y que todo salga bien —se despidió Miguel Angel Báez Díaz.

Partió, de regreso a Ciudad Trujillo, siempre con las luces apagadas. De pie en el sitio, sintiendo el aire fresco y oyendo las olas que rompían a pocos metros —sentía salpicaduras en la cara y en la cabeza, donde sus cabellos comenzaban a ralear—, Antonio vio alejarse al vehículo, y lo vio confundirse con la noche allá lejos, donde titilaban las lucecitas de la ciudad y sus restaurantes, seguramente llenos de gente. Miguel Angel parecía seguro. No había duda, pues: vendría y este martes 30 de mayo de 1961 él cumpliría, por fin, el juramento hecho en la finca familiar de Moca, ante su padre y hermanos, cuñadas y cuñados, hacía cuatro años y cuatro meses, el 7 de enero de 1957, el día que enterraron a Tavito.

Pensó en lo cerca que estaba el Pony, y lo bien que le sentaría tomarse un trago de ron con mucho hielo, en una de las altas banquetas de paja del barcito, como tantas veces este último tiempo, y sentir que el alcohol ascendía a su cerebro, lo distraía y apartaba de Tavito, y de la amargura, la exasperación y la fiebre que era su vida desde el cobarde asesinato de su hermano menor, el más pegado a él, el más querido. «Sobre todo, desde la infame calumnia que le inventaron, para matarlo otra vez», pensó. Regresó despacio hacia el Chevrolet. Era un automóvil flamante, que Antonio había importado de Estados Unidos y hecho reforzar y afinar, explicando en el garaje que, como por su trabajo de hacendado y administrador de un aserradero en Restauración, en la frontera con Haití, pasaba buena parte del año viajando, necesitaba un carro más veloz y resistente. Había llegado el momento de poner a prueba ese Chevrolet último modelo, capaz, gracias a los ajustes en los cilindros y el motor, de alcanzar 200 kilómetros por hora en pocos minutos, algo que el auto del Generalísimo no estaba en condiciones de hacer. Volvió a sentarse junto a Antonio Imbert.

—¿Quién era la visita? —dijo Amadito, desde el asiento de atrás.

—Esas cosas no se preguntan —musitó Tony Imbert, sin volverse a mirar al teniente García Guerrero.

—No es ningún secreto, ahora —dijo Antonio de la Maza—. Era Miguel Angel Báez. Tenías razón, Amadito. Va a San Cristóbal esta noche, de todas maneras. Se ha atrasado, pero no nos dejará plantados.

—¿Miguel Angel Báez Díaz? —silbó Salvador Estrella Sadhalá—. ¿Él también metido en esto? No se puede pedir más. Ése es un trujillista ontológico. ¿No ha sido vicepresidente del Partido Dominicano? Es de los que caminan todos los días con el Chivo por el Malecón, lamiéndole el culo, y lo acompaña todos los domingos al Hipódromo.

—Hoy también hizo el paseo con él —asintió De la Maza—. Por eso sabe que va a venir.

Hubo un largo silencio.

—Ya sé que hay que ser prácticos, que los necesitamos —suspiró el Turco—. Pero, la verdad, siento asco de que alguien como Miguel Angel sea ahora nuestro aliado.

—Ya sacó la cabeza el beatito, el puritano, el angelito de las manos limpias —se esforzó por bromear Imbert—. ¿Ya ves, Amadito, por qué es mejor no preguntar, no saber quiénes están en esto?

—Hablas como si todos nosotros no hubiéramos sido también trujillistas, Salvador —gruñó Antonio de la Maza—. ¿No fue Tony gobernador de Puerto Plata? ¿No es Amadito ayudante militar? ¿No administro yo desde hace veinte años los aserraderos del Chivo en Restauración? ¿Y la compañía constructora en que tú trabajas no es también de Trujillo?

—Retiro lo dicho —Salvador le dio unas palmaditas en el brazo a De la Maza—. Se me suelta la lengua y digo tonterías. Tienes razón. Cualquiera podría decir de nosotros lo que acabo de decir de Miguel Angel. No he dicho nada y ustedes no han oído nada.

Pero lo había dicho, porque, pese a ese aire sereno y razonable que caía tan bien a todos, Salvador Estrella Sadhalá era capaz de decir las cosas más crueles, empujado por ese espíritu de justicia que de pronto lo poseía. Se las había dicho a él, su amigo de toda la vida, en una discusión en la que Antonio de la Maza hubiera podido pegarle un tiro. «Yo no vendería a mi hermano por cuatro cheles.» La frase, que los tuvo alejados, sin verse ni hablarse más de seis meses, le volvía de cuando en cuando, como una pesadilla recurrente. En esos momentos necesitaba tomarse, uno tras otro, muchos tragos de ron. Aunque con la borrachera le vinieran esas rabias ciegas que lo volvían pendenciero y lo llevaban a provocar y a pegar patadas y puñetazos al que estaba mas cerca.

Era, con sus cuarenta y siete años cumplidos hacía pocos días, uno de los más viejos del grupo de siete hombres apostados en la carretera a San Cristóbal, esperando a Trujillo. Porque, además de los cuatro que aguardaban en el Chevrolet, dos kilómetros más adelante se hallaban, en un auto prestado por Estrella Sadhalá, Pedro Livio Cedeño y Huáscar Tejeda Pimentel, y, un kilómetro más adelante, solo en su propio carro, Roberto Pastoriza Neret. De este modo, le cerrarían el paso y lo acribillarían con un fuego cerrado por delante y por atrás, sin dejarle escapatoria. Pedro Livio y Huáscar estarían tan en zozobra como ellos cuatro. Y todavía peor Roberto, sin tener con quien hablar y darse ánimos. ¿Vendría? Sí, vendría. Y cesaría el largo calvario que había sido la vida de Antonio desde la muerte de Tavito.

La luna, redonda como una moneda, destellaba escoltada por un manto de estrellas y plateaba los penachos de los cocoteros vecinos que Antonio veía mecerse al compás de la brisa. Éste era un bello país después de todo, coño. Lo sería más después de muerto ese maldito que lo había violentado y envenenado en estos treinta y un años más que en todo el siglo que llevaba de República la ocupación haitiana, las invasiones españolas y norteamericanas, las guerras civiles y las luchas de facciones y caudillos, más que todas las desgracias —terremotos, ciclones— que se habían abatido contra los dominicanos desde el cielo, el mar o el fondo de la tierra. Lo que él no podía perdonarle era, sobre todo, que, así como había emputecido y encanallado a este país, el Chivo también había emputecido y encanallado a Antonio de la Maza.

Disimuló ante sus compañeros el desasosiego encendiendo otro cigarrillo. Fumaba sin sacarse el pitillo de los labios, echando humo por la boca y la nariz, y acariciaba el fusil de cañón recortado, pensando en los proyectiles reforzados de acero que fabricó especialmente para lo de esta noche su amigo español Balsié, a quien conoció gracias a otro conspirador, Manuel Ovin, experto en armas y magnífico tirador. Casi tan bueno como el propio Antonio de la Maza, que, desde niño, en la tierra familiar de Moca, admiró siempre a padres, hermanos, parientes y amigos con su puntería. Por eso tenía este asiento privilegiado, a la derecha de Imbert: para disparar primero. El grupo, que discutió tanto sobre todo, se puso de acuerdo de inmediato sobre eso: Antonio de la Maza y el teniente Amado García Guerrero, los mejores tiradores, debían llevar los fusiles entregados a los conspiradores por la CIA y ocupar los asientos de la derecha, para acertar desde el primer disparo.

Uno de los orgullos de Moca, su tierra, y de su familia, era que, desde el primer momento —1930— los De la Maza habían sido antitrujillistas. Por supuesto. En Moca, desde el más encumbrado hasta el más miserable peón, todos eran horacistas, porque el Presidente Horacio Vázquez era de Moca y hermano de la madre de Antonio. Desde el primer día, los De la Maza vieron con recelo y antipatía las intrigas de que se valió el entonces brigadier en jefe de la Policía Nacional —creada por el ocupante norteamericano, y que, a su partida, se convertiría en el Ejército dominicano—, Rafael Leonidas Trujillo, para derrocar a don Horacio Vázquez y, en 1930, en las primeras elecciones amañadas de su larga historia de fraudes electorales, hacerse elegir Presidente de la República. Cuando esto sucedió, los De la Maza hicieron lo que tradicionalmente hacían las familias patricias y los caudillos regionales cuando no les gustaban los gobiernos: echarse al monte con hombres armados y financiados de su bolsillo.

Durante cerca de tres años, con intermitencias, entre sus diecisiete y veinte años de edad —atleta, jinete incansable, cazador apasionado, alegre, temerario y gozador de la vida—, Antonio de la Maza, con su padre, tíos y hermanos, combatió a tiros a las fuerzas de Trujillo, aunque sin hacerles mella. Poco a poco, éstas fueron desintegrando a sus bandas armadas, infligiéndoles algunas derrotas, pero, sobre todo, comprando a sus lugartenientes y partidarios, hasta que, cansados y a punto de arruinarse, los De la Maza acabaron aceptando las ofertas de paz del gobierno y regresando a Moca, a trabajar sus tierras semiabandonadas. Salvo el indomable y terco Antonio. Sonrió, recordando esa testarudez suya, a finales de 1932 y comienzos de 1933, cuando, con menos de veinte hombres, entre los cuales estaban sus hermanos Ernesto y Tavito (éste todavía un niño) asaltaba puestos de policía y emboscaba a las patrullas del gobierno. Los tiempos eran tan especiales que, a pesar del trajín militar, los tres hermanos casi siempre podían hacer un alto para dormir en la casa familiar de Moca varios días al mes. Hasta aquella emboscada, en los alrededores de Tamboril, en que los soldados mataron a dos de sus hombres e hirieron a Ernesto y al propio Antonio.

Desde el Hospital Militar de Santiago, escribió a su padre, don Vicente, que no se arrepentía de nada, y que por favor la familia no se humillara pidiendo clemencia a Trujillo. Dos días después de entregar esta carta al cabo enfermero, con una buena propina para que la hiciera llegar a Moca, una camioneta del Ejército vino a llevárselo, esposado y con escolta, a Santo Domingo. (El Congreso de la República sólo cambiaría el nombre a la antiquísima ciudad tres años después.) Para sorpresa del joven Antonio de la Maza, el vehículo militar, en lugar de trasladarlo a la cárcel, lo llevó a la Casa de Gobierno, entonces próxima a la añosa catedral. Allí, le quitaron las esposas y lo metieron a un cuarto alfombrado, donde, en uniforme, impecablemente afeitado y peinado, estaba el general Trujillo.

Era la primera vez que lo veía.

—Se necesitan cojones para escribir esta carta —el jefe del Estado la hacía bailotear en su mano—. Has demostrado que los tienes, haciéndome la guerra casi tres años. Por eso, quería verte la cara. ¿Es verdad lo de tu buena puntería? Tendríamos que medirnos alguna vez, a ver si es mejor que la mía.

Veintiocho años después, Antonio recordaba aquella vocecita chillona, esa inesperada cordialidad, atenuada por un matiz de ironía. Y la penetración de aquellos ojos cuya mirada —él, tan soberbio— no pudo resistir.

—La guerra ha terminado. He acabado con todos los caudillismos regionales, incluido el de los De la Maza. Basta de balas. Hay que reconstruir el país, que se cae a pedazos. Necesito a mi lado a los mejores. Eres impulsivo y sabes pelear ¿no? Bien. Ven a trabajar a mi lado. Tendrás ocasión de pegar tiros. Te ofrezco un puesto de confianza, entre los ayudantes militares encargados de mi custodia. Así, si un día te decepciono, podrás pegarme un tiro.

—Pero, yo no soy militar —balbuceó el joven De la Maza.

—LO eres, desde este instante —dijo Trujillo—. Teniente Antonio de la Maza.

Fue su primera concesión, su primera derrota, en manos de ese maestro manipulador de ingenuos, bobos y pendejos, de ese astuto aprovechador de la vanidad, la codicia y la estupidez de los hombres. ¿Cuántos años tuvo a Trujillo a menos de un metro de distancia? Como lo había tenido Amadito también, estos últimos dos años. De cuánta tragedia hubieras librado a este país, a la familia De la Maza, si hubieras hecho entonces lo que ibas a hacer ahora. Tavito estaría vivo, seguramente.

Oía, a sus espaldas, a Amadito y al Turco, en pleno diálogo; de tanto en tanto, Imbert se metía en la conversación. No debía sorprenderles que Antonio permaneciera callado; siempre fue de pocas palabras, aunque su laconismo se había acentuado hasta llegar a la mudez desde la muerte de Tavito, cataclismo que lo afectó de manera que él sabía irreversible, convirtiéndolo en el hombre de una idea fija: matar al Chivo.

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