Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Advierte un sobresalto en el anciano. Su cuerpecillo frágil, reabsorbido, ha dado un bote en el sillón. Urania adelanta la cabeza y lo observa. ¿Es una falsa impresión? Parece que la escucha, que hiciera esfuerzos por entender lo que ella dice.
—¿Lo permitiste? ¿Te resignaste? ¿Lo aprovechaste para tu carrera?
Urania respira hondo. Examina la habitación. Hay dos fotos en unos marcos de plata, sobre el velador. La de su primera comunión, el año en que murió su madre. Tal vez se iría de este mundo con la visión de su hijita envuelta en los tules de ese primoroso vestido y esa mirada seráfica. La otra foto es de su madre: jovencita, los cabellos negros separados en dos bandas, las cejas depiladas, los ojos melancólicos y soñadores. Es una vieja foto amarillenta, algo ajada. Se acerca al velador, se la lleva a los labios y la besa.
Siente frenar el automóvil a la puerta de la casa. Su corazón da un brinco; sin moverse del sitio, percibe a través de los visillos los cromos relucientes, la carrocería lustrosa, los reflejos relampagueantes del lujoso vehículo. Siente los pasos, repica el llamador dos o tres veces y —hipnotizada, aterrada, sin moverse— oye a la sirvienta abriendo la puerta. Escucha, sin entender, el breve diálogo al pie de la escalera. Su enloquecido corazón va a reventar. Los nudillos en la recámara. Jovencita, india, con cofia, la expresión asustada, la muchacha del servicio asoma por la puerta entreabierta:
—Ha venido a visitarla el Presidente, señora. ¡El Generalísimo, señora!
—Dile que lo siento, pero no puedo recibirlo. Dile que la señora de Cabral no recibe visitas cuando Agustín no está en casa. Anda, díselo.
Los pasos de la muchacha se alejan, tímidos, indecisos, por la escalera con el pasamanos lleno de maceteros ardiendo de geranios. Urania pone la foto de su madre en el velador, vuelve a la esquina de la cama. Arrinconado en el sillón, su padre la mira alarmado.
—Eso es lo que el jefe hizo con su secretario de Educación, al principio de su gobierno, y tú lo sabes muy bien, papá. Con el joven sabio, don Pedro Henríquez Ureña, refinado y genial. Vino a ver a su esposa, mientras él estaba en el trabajo. Ella tuvo el valor de mandarle decir que no recibía visitas cuando su marido no estaba en casa. En los comienzos de la Era, todavía era posible que una mujer se negara a recibir al jefe. Cuando ella se lo contó, don Pedro renunció, partió y no volvió a poner los pies en esta isla. Gracias a lo cual se hizo tan famoso, como maestro, historiador, crítico y filólogo, en México, Argentina y España. Una suerte que el jefe hubiera querido acostarse con su esposa. En esos primeros tiempos, un ministro podía renunciar y no sufría un accidente, no se caía al precipicio, no lo acuchillaba un loco, no se lo comían los tiburones. ¿Hizo bien, no te parece? Su gesto lo salvó de volverse lo que tú, papá. ¿Hubieras hecho lo mismo o mirado a otro lado? Como tu odiado y buen amigo, tu detestado y querido colega, don Froilán, nuestro vecino. ¿Te acuerdas, papá?
El viejecillo se echa a temblar y a quejarse, con aquel canto macabro. Urania espera que se calme. ¡Don Froilán! Cuchicheaba en la salita, la terraza o el jardín con su padre, a quien venía a ver varias veces al día en las épocas en que eran aliados en las luchas intestinas de las facciones trujillistas, luchas que el Benefactor atizaba para neutralizar a sus colaboradores, manteniéndolos ocupadísimos cuidándose las espaldas de los puñales de esos enemigos que eran, a la luz pública, sus amigos, hermanos y correligionarios. Don Froilán vivía en esa casa del frente, en cuyo techo de tejas hay, en este instante, alineadas en posición de atención, media docena de palomas. Urania se acerca a la ventana. Tampoco ha cambiado mucho la casa de ese poderoso señor, también ministro, senador, intendente, canciller, embajador y todo lo que se podía ser en aquellos años. Nada menos que secretario de Estado, en mayo de 1961, cuando los grandes acontecimientos.
La casa tiene aún la fachada pintada de gris y blanco, pero también se ha enanizado. Le adosaron un ala de cuatro o cinco metros, que desentona con ese pórtico salido y triangular, de palacio gótico, donde ella vio muchas veces, al ir o volver del colegio, en las tardes, la silueta distinguida de la esposa de don Froilán. Apenas la veía, la llamaba: «¡Urania, Uranita! Ven para acá, deja que te mire, mi amor. ¡Qué ojos, chiquilla! Tan linda como tu madre, Uranita». Le acariciaba los cabellos con sus manos bien cuidadas, de uñas largas pintadas de rojo intenso. Ella sentía una sensación adormecedora cuando esos dedos se deslizaban entre sus cabellos y le sobaban el cuero cabelludo. ¿Eugenia? ¿Laura? ¿Tenía nombre de flor? ¿Magnolia? Se le ha borrado. Pero no su cara, su tez nívea, sus ojos sedosos, su silueta de reina. Siempre parecía vestida de fiesta. Urania la quería, por lo cariñosa que era, por los regalos, porque la llevaba al Country Club a bañarse en la piscina, y, sobre todo, por haber sido amiga de su mamá. Imaginaba que, si no se hubiera ido al cielo, su madre sería tan bella y señorial como la esposa de don Froilán. Él, en cambio, no tenía nada de apuesto. Bajito, calvo, rechoncho, ninguna mujer hubiera dado un chele por él. ¿Había sido la urgencia de encontrar marido o el interés lo que la llevó a casarse con él? Es lo que se pregunta, deslumbrada, al abrir la caja de chocolates envuelta en papel metálico que la señora le acaba de dar' con un besito en la mejilla, luego de salir a la puerta de su casa a llamarla —«¡Uranita! Ven, ¡tengo una sorpresa para ti, mi amor!»— cuando la niña bajaba de la camioneta del colegio. Urania entra a la casa, besa a la señora —viste un vestido de tul azulado, zapatos de taco, está maquillada como para un baile, con un collar de perlas y joyas en las manos—, abre el paquete amortajado en papel de fantasía y anudado con una cinta rosada. Contempla los acicalados bombones, impaciente por probarlos, pero no se atreve pues ¿no será falta de educación?, cuando el automóvil se detiene en la calle, muy cerca. La señora da un brinco, uno de esos extraños que hacen de pronto los caballos como oyendo una orden misteriosa. Se ha puesto pálida y su voz perentoria: «Tienes que irte». La mano posada en su hombro se crispa, la aprieta, la empuja hacia la salida. Cuando ella, obediente, levanta su bolsón de cuadernos y va a partir, la puerta se abre de par en par: la abrumadora silueta del caballero enfundado en un terno oscuro, puños blancos almidonados y gemelos de oro sobresaliendo de las mangas de la chaqueta, le cierra el paso. Un señor que lleva unos espejuelos oscuros y está en todas partes, incluida su memoria. Queda paralizada, boquiabierta, mirando, mirando. Su Excelencia le dirige una sonrisa tranquilizadora.
—¿Quién es ésta?
—Uranita, la hija de Agustín Cabral —responde la dueña de casa—. Ya se va.
Y, en efecto, Urania se va, sin siquiera despedirse, por lo impresionada que está. Cruza la calle, entra a su casa, trepa la escalera y, desde su dormitorio, espía por los visillos, esperando, esperando que el Presidente vuelva a salir de la casa de enfrente.
—Y tu hija era tan ingenua que no se preguntaba qué venía a hacer el Padre de la Patria allí cuando don Froilán no estaba en casa —su padre, ahora calmado, la escucha, o parece que la escucha, sin apartar los ojos—. Tan ingenua que, cuando llegaste del Congreso, corrí a contártelo. ¡He visto al Presidente, papá! Vino a visitar a la esposa de don Froilán, papá. ¡La cara que pusiste!
Como si acabaran de comunicarle la muerte de alguien queridísimo. Como si le diagnosticaran un cáncer. Congestionado, lívido, congestionado. Y, sus ojos, repasando una y otra vez la cara de la niña. ¿Cómo explicárselo? ¿Cómo alertarla sobre el peligro que la familia corría?
Los ojillos del inválido quieren abrirse, redondearse. —Hijita, hay cosas que no puedes saber, que todavía no comprendes. Yo estoy para saberlas por ti, para protegerte. Eres lo que más quiero en el mundo. No me preguntes por qué, pero tienes que olvidarlo. No estuviste donde Froilán. Ni viste a su esposa. Y, menos, mucho menos, a quien soñaste ver. Por tu bien, hijita. Y por el mío. No lo repitas, no lo cuentes. ¿Me prometes? ¿Nunca? ¿A nadie? ¿Me lo juras?
—Te lo juré —dice Urania—. Pero, ni siquiera por ésas malicié nada. Tampoco cuando amenazaste a los sirvientes que si repetían esa invención de la niña, perderían su trabajo. Así era de inocente. Cuando descubrí para qué visitaba el Generalísimo a sus señoras, los ministros ya no podían hacer lo que Henríquez Ureña. Como don Froilán, debían resignarse a los cuernos. Y, puesto que no había alternativa, sacarles provecho. ¿Lo hiciste? ¿Visitó el jefe a mi mamá? ¿Antes de que yo naciera? ¿Cuando estaba muy chiquita para recordarlo? Lo hacía cuando las esposas eran bellas. Mi mamá lo era ¿no? Yo no recuerdo que viniera, pero pudo venir antes. ¿Qué hizo mi mamá? ¿Se resignó? ¿Se alegró, orgullosa de ese honor? Ésa era la norma ¿verdad? Las buenas dominicanas agradecían que el jefe se dignara tirárselas. ¿Te parece una vulgaridad? Pero si ése era el verbo que usaba tu querido jefe.
Sí, ése. Urania lo sabe, lo ha leído en su abundante biblioteca sobre la Era. Trujillo, tan cuidadoso, refinado, elegante en el hablar —un encantador de serpientes cuando se lo proponía—, de pronto, en las noches, luego de unas copas de brandy español Carlos I, podía soltar las palabras más soeces, hablar como se habla en un central azucarero, en los bateyes, entre los estibadores del puerto sobre el Ozaina, en los estadios o en los burdeles, hablar como hablan los hombres cuando necesitan sentirse más machos de lo que son. En ocasiones, el jefe podía ser bárbaramente vulgar y repetir las rechinantes palabrotas de su juventud, cuando era mayordomo de haciendas en San Cristóbal o guardia constabulario. Sus cortesanos las celebraban con el mismo entusiasmo que los discursos que le escribían el senador Cabral y el Constitucionalista Beodo. Llegaba a jactarse de las «hembras que se había tirado», algo que también celebraban los cortesanos, aun cuando ello los hiciera potenciales enemigos de doña María Martínez, la Prestante Dama, y aun cuando aquellas hembras fueran sus esposas, hermanas, madres o hijas. No era una exageración de la calenturienta fantasía dominicana, irrefrenable para aumentar las virtudes y los vicios y potenciar 0303 las anécdotas reales hasta volverlas fantásticas. Había historias inventadas, aumentadas, coloreadas por la vocación truculenta de sus compatriotas. Pero, la de Barahona debió ser cierta. Ésa, Urania no la ha leído, la ha oído (sintiendo náuseas), contada por alguien que estuvo siempre cerca, cerquísima, del Benefactor.
—El Constitucionalista Beodo, papá. Si, el senador Henry Chirinos, el judas que te traicionó. De su jeta la oí. ¿Te asombra que yo estuviera con él? No tuve más remedio, como funcionaria del Banco Mundial. El director me pidió que lo representara en aquella recepción de nuestro embajador. Mejor dicho, el embajador del Presidente Balaguer. Del gobierno democrático y civil del Presidente Balaguer. Chirinos lo hizo mejor que tú, papá. Te sacó del camino, nunca
cayó en desgracia con Trujillo y al final se viró y se acomodó con la democracia pese a haber sido tan trujillista como tu.
Allí estaba, en Washington, más feo que nunca, inflado como un sapo, atendiendo a los invitados y bebiendo como una esponja. Dándose el lujo de entretener a los comensales con anécdotas sobre la Era de Trujillo. ¡Él!
El inválido ha cerrado los ojos. ¿Se quedó dormido? Apoya la cabeza en el espaldar y tiene abierta la boquita fruncida y vacía. Está más delgado y vulnerable así; por la bata de levantarse, se divisa un pedazo de pecho lampiño, de Piel blanquecina, en la que apuntan los huesos. Respira a un ritmo parejo. Sólo ahora nota que su padre está sin medias; sus empeines y tobillos son los de un niño.
No la ha reconocido. ¿Cómo hubiera podido imaginar que esa funcionaria del Banco Mundial, que le transmite en inglés el saludo del director, es la hija de su antiguo colega y compinche, Cerebrito Cabral? Urania se las arregla para mantenerse a distancia del embajador después de aquel saludo protocolar, cambiando banalidades con gentes que están también allí, como ella, obligados por sus cargos. Pasado un rato, se dispone a partir. Se acerca a la rueda que escucha al embajador de la democracia, pero lo que éste cuenta la ataja. Piel ceniza y granujiento, fauces de fiera apoplética, triple papada, vientre elefantiásico a punto de reventar el terno azul, con chaleco de fantasía y corbata roja, en que está cinchado, el embajador Chirinos dice que aquello ocurrió en Barahona, en la época final, cuando Trujillo, en una de esas fanfarronadas a las que era aficionado, anunció, para dar el ejemplo y activar la democracia dominicana, que él, retirado del gobierno (había puesto de Presidente fantoche a su hermano Héctor Bienvenido, apodado Negro), postularía, no a la Presidencia, sino a una oscura gobernación de provincia. ¡Y como candidato de la oposición
El embajador de la democracia resopla, toma aliento, espía con sus ojitos muy juntos el efecto de sus palabras. «Dense cuenta, caballeros, ironiza: «¡Trujillo, candidato de la oposición a su propio régimen!». Sonríe y prosigue, explicando que, en esa campaña electoral, don Froilán Arala, uno de los brazos derechos del Generalísimo, pronunció un discurso exhortando al jefe a presentarse, no a la gobernación sino a lo que seguía siendo en el corazón del pueblo dominicano: Presidente de la República. Todos creyeron que don Froilán seguía instrucciones del Jefe. No era así. O, al menos —el embajador Chirinos bebe el último trago de whisky con un brillo malévolo en los ojos—, ya no era así esa noche, pues, también podía ser que don Froilán hubiera hecho lo que el jefe ordenó y que éste cambiara de opinión y decidiera mantener unos días más la farsa. Así lo hacía a veces, aunque dejara en el ridículo a sus más talentosos colaboradores. La cabeza de don Froilán Arala luciría una barroca cornamenta, pero, también, sesos eximios. El Jefe lo penalizó por ese discurso hagiográfico como solía hacerlo: humillándolo donde más podía dolerle, en su honor de varón.
Toda la sociedad lugareña estuvo en la recepción ofrecida al jefe por la directiva del Partido Dominicano de Barahona, en el club. Se bailó y se bebió. De pronto, el jefe, muy alegre, ya tarde, ante un vasto auditorio de hombres solos —militares de la Fortaleza local, ministros, senadores y diputados que lo acompañaban en la gira, gobernadores y prohombres— a los que había estado entreteniendo con recuerdos de su primera gira política, tres décadas atrás, adoptando esa mirada sentimental, nostálgica, que ponía de pronto al final de las fiestas, como cediendo a un arrebato de debilidad, exclamó: